Jorge Ayala Blanco

El cine actual, confines temáticos


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(Schapaaa, 1998; Hawaii, Oslo, 2004), con guion de Harald Rosenlow Eeg, el infanticida por ahogamiento irresponsable Jan Thomas (Pal Sverre Valheim-Hagen) sufre una brutal fractura de mano por parte de sus compañeros de prisión, antes de salir en libertad prematura gracias a su contrato como organista en una iglesia donde se encariñará con el encantador hijito Jens (Fredrik Grondahl) de la autónoma eclesiástica evangelista madre soltera Agnes (Trine Dryholm), quien no tendrá prejuicios para elegirlo como su compañero sentimental sucedáneo, pero Anna (Ellen Dorrit Petersen), la inconsolable progenitora de aquel niño asesinado, si bien ya con dos hijitas tercermundistas adoptadas y un buen marido protector Jon (Trond Espen Sein), desencajada e incapaz de perdonar acosará con violencia al infeliz expresidiario, no sirviendo de nada intentar encararla en su hogar, pues un mal día ella secuestrará al pequeño Jens y enfilará rumbo al fatídico río. El perdón ilusorio se quiebra narrativamente a la mitad en dos ficciones repetitivas, en espejo, confluyentes, para variar la perspectiva moral-emotiva-teológica del asunto y poder relatar muy literariamente, desde dos puntos de vista opuestos e irreconciliables (el del excarcelado, el de la madre arrebatada), la misma historia, ahora distinta, con lastimeras (auto)justificaciones y detalles omitidos, como en el vetusto cine de tesis de André Cayatte sobre La vida conyugal (1958), involucrando de manera contradictoria, ambivalente, ambigua, al espectador, en las representaciones de ese “teatro sobre el viento armado” (Góngora), si bien jamás con chantajes de redención. El perdón ilusorio ha adoptado un tono demostrativo, yerto de antemano, sofrenado, viviseccional, con seguimientos en seco (pese a giros de cámara, acorralantes close-ups móviles y luces estalladas), más de autopsia o de indagación criminal que de hondura conductual, para pasar del cine social sobre la imposibilidad de rehabilitación tipo Soy un fugitivo (Mervyn LeRoy, 1932) a una posbergmaniana desazón trituramujeres con su debida disquisición sintética sobre la necesidad del Mal por Dios. Y el perdón ilusorio termina aquietando a sus criaturas agitadas, al final de esa malvada y arbitraria pero inquietante repetición del pasado, ese deslizamiento fatal de otro niño hacia el río, esa forzada metáfora del agua turbia (en montaje paralelo de fondos fluviales o de piscina en las escenas clave) cual fango existencial ineluctable, ese acogimiento a la liberadora confesión rosseliniana (“Me miró aún vivo y lo dejé ir en la corriente”) y ese arduo aunque altivo señalamiento de los débiles, insatisfechos y desasidos de la realidad como los únicos ejemplares del rebaño divino, para decirlo en palabras del perfeccionista desconsolado José Bianco (también olvidado maestro de un nuevo concepto del punto de vista narrativo, ¿a semejanza de Poppe?), con posibilidades de salvación.

      La conciencia culpable

      Un hombre que llora (Un homme qui crie)

      Chad-Francia-Bélgica, 2010

      De Mahamat-Saleh Haroun

      Con Youssouf Djaoro, Dioucounda Koma

      Djénéba Koné

      En Un hombre que llora, sabiamente emotivo y terso cuarto largometraje del experiodista chadiano de 49 años Mahamat-Saleh Haroun (Bye-Bye Africa, 1999; Daratt, 2006), el digno y amistoso quincuagenario excampeón de natación africano subsistiendo feliz como respetado salvavidas en la lujosa alberca de un hotel para blancos Adam (Youssouf Djaoro el recio actor-fetiche del cineasta) ha entrenado a su hijo veinteañero Abdel (Dioucounda Koma) para que lo asista en su trabajo y ahora lo ayude a enfrentar los injustos cambios que ordena la despiadada nueva dueña del inmueble Señora Wang (Heling Li), mientras la armonía cotidiana del país es amenazada por el avance de las devastadoras tropas rebeldes contra las del feroz régimen dominante, pero un mal día también la guerra civil con sus ominosas crisis y su decadencia social alcanzan a los habitantes inermes la capital chadiana N’Djamena, el Campeón eterno es removido de su puesto, para ser reemplazado por la juventud de su vástago, quien pronto, a causa de un tributo no pagado por su padre al poderoso jefe del barrio, será reclutado por la fuerza y enviado al frente de batalla, fatalmente herido allí y recogido in articulo mortis por su padre vulnerado, deprimido, ya también víctima del cierre del hotel elegante, e irremediablemente remordido por la culpa, a perpetuidad. La conciencia culpable mantiene en todo momento un admirable y perfecto equilibrio expresivo entre la templada belleza de sus largos planos distantes con frecuencia casi únicos y las focalizaciones, afectuosas al estilo iraní, del héroe con su abnegada compañera reprochosa ceroalaizquierda a quien se le convidaba sandía bocota a bocota Mariam (Hadje Fatime N’Goua), con su amigo en desgracia David (Marius Yeolo), con su ubicua motocicleta provista de sidecar simbolizando el orgullo navegante au dessus de la mélée, con su dócil nuera adolescente embarazada inmediatamente filial y acogida Djénéba (Djénéba Koné). La conciencia culpable no teme hacer cinehistóricas referencias clásicas al preneorrealista relato trágico del galoneado portero convertido en cuidador mingitorial de El último de los hombres (Friedrich Wilhelm Murnau, 1924), pero desde posturas visuales opuestas, a través de texturales imágenes nocturnas vueltas fractales gracias a la selectiva iluminación parcial, o a coloridos contraluces fulgurantes, o a francos incidentes cálidos, para subrayar el forzoso enrolamiento-captura del hijo visto desde la cobardía paterna oculta bajo el marco de una ventana, la callejera diáspora despavorida que arrastra incluso al abusivo jefe barrial arribista y la irónica homologación humilde del último empleado abyectamente fiel con la patrona de rabo entre las piernas en medio de las vastas oquedades de ese hotel exclusivo de repente desertado hasta por el vacío. La conciencia culpable narra en síntesis la fábula del viejo ciudadano domesticado perfecto que, independientemente del color de su faz, para seguir llevando una inofensiva vida pacífica y continuar reinando en su pequeño mundo (la piscina), debió enviar por omisión al ejército y dejar perecer en la guerra a su propio hijo, hasta la ineluctable extinción del reino, de su ánimo y, al final, de su vida. Y la conciencia culpable ha arrancado como ancestral cuento popular africano, con el padre al lado de su hijo chapoteando felices en las mansas aguas de una alberca; se desarrolla como drama interior entre dos agitándose en un revuelto espacio arenoso o polvoriento fuera de todo remanso, y va terminar como tragedia filicida, duplicada de poema cósmico, con el padre autodestruido abandonando al hijo difunto a su última comunión con las aguas, antes de que él mismo se introduzca en ellas, cediendo a una sublime y autopunitiva tentación suicida.

      El tráfico humano

      Secretos peligrosos (The Whistleblower)

      Alemania-Canadá, 2010

      De Larysa Kondracki

      Con Rachel Weisz, Roxana Condurache, Nikolaj Lie Kaas

      En Secretos peligrosos, salvajón debut (y acaso despedida) de la ucraniano-canadiense Larysa Kondracki (tras su corto sobre el mismo tema Viko, 2009), con guion suyo y de Eilis Krwan basados en hechos verídicos, la desconfiable madre divorciada sin custodia de hijos pero idealista policía nebraskiana Kathryn Bolkovac (Rachel Weisz, pequeña pero durísima) se enrola en las fuerzas de paz de la recién liberada Bosnia, se involucra sentimentalmente con el incondicional colega holandés Jan (Nikolaj Lie Kaas) y, gracias a su eficacia en la defensa de una mujer islámica golpeada, asciende rápidamente a cierta jefatura sectorial en Sarajevo, donde deberá enfrentar a la condición de las trabajadoras sexuales esclavizadas en los bares para soldados estadunidenses, cascos azules y oficiales / funcionarios internacionales, al interior de una red policial que devuelve a sus centros de esclavitud a las chicas apenas supuestamente manumitidas e involucra entre sus explotadores a policías sádicos de todo género y miembros de alta jerarquía en la ONU con inmunidad diplomática para hacer cruzar fronteras a las chavas, por lo que la temeraria Kathryn pronto se verá rebasada, causará el sacrificio criminal de la quinceañera esclava ucraniana Raia (Roxana Condurache) y será despedida de su neurálgico puesto (por presiones de una criminal organización civil llamada Democra coludida con los hampones incrustados de la misión) y convertida en ladrona (por fractura) de sus propios documentos confidenciales (cancelados), con ayuda del zorro agente doble de los suprapoliciacos asuntos internos Peter Ward (David Strauthairn) y de la protectora anciana comisionada en derechos humanos Madeleine Rees (Vanessa Redgrave), para proceder vía BBC al TVescándalo estremecedor y desmitificante. El tráfico humano se hace eco de una denuncia verídica que estalló en los medios desarrollados, rumbo al impacto de Wikileaks o así,