Jorge Ayala Blanco

El cine actual, confines temáticos


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por la brutal mafia escolar dominante, es defendido por su sobrecompensador nuevo amigo inteligentísimo pero violento sin límite Christian (William Johnk Nielsen), es cimbrado por el desazonante espectáculo de su padre abofeteado en varias ocasiones por un mecánico salvaje a quien pretendía darle una absurda lección de civilidad pacífica y finalmente es arrastrado por su admirado cuate protector a perpetrar un justiciero atentado dinamitero, siguiendo la viciada lógica de la venganza, quedando él mismo malherido y dejando a su amigo al borde del suicidio desde una torre portuaria. El bullying abismal extrapola con plausible diafanidad narrativa, cierta habilidad casuística y definitiva eficacia (sospechosamente oscareada), lo micro y lo macro, al interior de las características relaciones cotidianas de fuerza en el desalmado mundo contemporáneo, para localizar en ambas instancias el germen de las guerras, invariablemente basadas en la irredimible dialéctica abuso / defensa. El bullying abismal sólo plantea dilemas morales y problemas éticos fundamentales, como cuál es la sutil diferencia imposible de ser deslindada entre tundir a tubazos amenazando con navaja a un bravero escolar y tajar a cuchillo el vientre de preñadas en la apuesta de adivinar el sexo de feto, pero también entre abstenerse de participar en el vindicatorio bombazo al auto del atrabiliario golpeador paterno y abstenerse de intervenir en el linchamiento del hostilizador patas arriba. El bullying abismal abre y cierra en anillo con las parvadas de niños africanos gritándole sin remedio “How are you?” al médico sin fronteras que les avienta balones de regalo desde una camioneta, contrasta con las colas interminables de pacientes diarios con las llantas de la bici infantil deliberadamente desinfladas cada día, estructura en paralelo el velorio materno y la falsa comprensión paterna, mezcla los desolados planos abiertos de paisajes exóticos con severos planos cerrados conteniendo perpetuos backgrounds desenfocados, desliza sin énfasis los insertos simbólicos de una telaraña o una cucaracha, contrapone el drama de la valentía / cobardía (“Odio a los que se dan por vencidos”) con el gusto por las situaciones límite y confronta la extrañeza del comportamiento con la necesaria responsabilidad acuciante que salvará in extremis al chavo suicida. Y el bullying abismal se da el lujo de implicar temas nobles en sí como la pérdida, el rechazo, la degradación, la rabia impotente y la humillación consentida, siempre con esa blanda dureza que acabará por convertir la ficción en una edificante parábola médica ilustrada más que una obra vigorosa y reciamente ambigua.

      El amor apaciguante

      El chico de la bicicleta (Le gamin au vélo)

      Bélgica-Francia-Italia, 2010

      De Jean-Pierre Dardenne y Luc Dardenne

      Con Thomas Doref, Cécile de France

      Jérémie Renier

      En El chico de la bicicleta, octavo largometraje de la muy apreciada dupla de calculadores autores totales belgas de habla francesa Jean-Pierre Dardenne y Luc Dardenne ya con 60 y 57 años respectivamente (Rosetta, 1999; El hijo, 2002; El niño, 2005), el rubio niño indomable de aldeana beneficencia pública con sólo doce precoces años Cyril (Thomas Doref) realiza una irracional fuga-incursión temeraria tras otra, al negarse tenazmente a reconocer que ha sido abandonado por su desaprensivo padre cocinero Guy Catoul (Jérémie Renier), pero conoce por azar a la generosa peluquera Samantha (Cécile de France) que acepta adoptarlo por un fin de semana, y acaso para siempre, pese a los problemas que le causa el infante con su agresiva presencia, intentado socializarlo a como dé lugar, al grado incluso de romper con el novio hipertolerante, pero la amorosa y apaciguadora mujer no podrá evitar que el rebelde muchachito sufra la hostilidad de los malosos mayores del lugar y entable amistad con un nefasto superseductor Wes El Dealer (Egon di Mateo) que lo protege de los demás para enseñarle su oficio de ladrón y orillarlo a que se inicie en un atraco de gasolinera en el que le parte la cabeza a un librero (Fabrizio Rongione) y a su hijo, obteniendo como botín un inútil fajo de billetes que el progenitor ojete rechazará, sin importarle la fatalidad de su vástago. El amor apaciguante contempla y se debate ante la indescifrable angustia impotente de un niño en el desamparo y repudiando todo el amparo que inconscientemente desea, a ráfagas de cámara hipernerviosa en la mano firme del fotógrafo Alain Marchen, irigote tras irigote, entre un ataque de furia y una simbólica perpetua carrera kilométrica por todas partes al estilo de Los cuatrocientos golpes del primer Truffaut (1959), en pos de satisfacer las igualmente inexpresables demandas afectivas de la peluquera-hada madrina y del pilluelo que abre una y otra vez el grifo de agua que le cierran, en giros vertiginosos que regresan siempre al mismo sitio, pedaleando y pedaleando sobre una especie de bicicleta metafísica, como en haz de círculos concéntricos que sólo al final se convertirán en espiral. El amor apaciguante inmuniza sin saberlo ni temerlo de los malvados embates del mundo, porque es algo a lo que se accede con dificultad y con los pies sangrantes en la punta del cerebro, tras demandar perdón y obtener una dispensa legal ante un tribunal mínimo, aunque sólo para que el infante delictuoso esté a punto de morir en el bosque cercano, cayendo de un árbol al ser apedreado por el vengativo hijo de su antigua víctima. El amor apaciguante hace que una música celestial, a modo de henchidos compases del mismo adagio del Concierto Emperador de Beethoven, sólo se le aparezcan feérica / antifeéricamente al pequeño héroe, cual recurrente ave de mal agüero, en sus momentos clave de mayor desespero, desazón y desarraigo existencial, cuando Cyril llora a solas al aceptar por fin la evidencia del rechazo paterno o deja el dinero tirado en un solar, o sea, cada vez que el niño se contrae y parece decidido a marchitarse con el rabo entre las piernas. Y el amor apaciguante culmina en el anticlímax de la resurrección punitiva y boscosa de ese Rosetto sucedáneo que quiso ser conmovedora Mouchette bressoniana y se quedó en lección de psicología infantil para el auxilio imberbe.

      La violencia autocorrectora

      Ajami (Ajami)

      Israel-Alemania, 2010

      De Yaron Shani y Scandar Copti

      Con Shahir Kabaha, Ibrahim Fregel, Eran Naim

      En Ajami, contundentemente fluido segundo largometraje del judío de 37 años Yaron Shani (Disphoria, 2004), codirigiendo con el debutante excortometrajista árabe de 35 años Scandar Copti (Verdad, 2003), con guion y edición de ambos, el joven árabe-israelita Omar (Shahir Kabaha) está obligado a pagar una fortuna a los extorsionadores barriales para rescatar a su familia de la vendetta provocada por un precipitado tío homicida de un sicario protegido, el palestino indocumentado Malek (Ibrahim Fregel) intenta desesperadamente conseguir dinero para sufragar la urgente operación de médula ósea de su madre, el desbocado policía judío-israelita Dando (Eran Naim) busca rescatar los restos de su hermano desertor del ejército que fue asesinado por palestinos en su territorio / guetto, el cocinero desmadrosón palestino-israelita Binj (el propio realizador Copti) muere de una voluntaria sobredosis de droga por su frustración existencial absoluta y la cristiana-israelita Hadir (Ranin Karim) es aplastada por la alevosa autoridad de su obeso padre racista Abu Elías (Youssef Sahwan) por estar enamorada del beduino Omar de la primera historia, y el hermanito púber de éste, Nasri (Fouad Habash), se erige en la lúcida conciencia testigo de todos, antes de sucumbir también él ante la violencia reinante (“Cuando cuentes hasta tres, estarás en otra parte”) que se reinventa y se corrige a cada episodio ante nuestra vista. La violencia autocorrectora adopta una compleja y originalísima estructura-laberinto en cinco capítulos concatenados, que narran prácticamente los mismos hechos brutales, pero desde distintos puntos de vista y haciendo participar a los mismos personajes, pues tal parece que, a lo posTarantino, cada capítulo modificara el sentido de los anteriores, persiguiéndolos, aumentándolos, variando casi más cómplice e inerme que perversamente los sonoros acordes disonantes de su música oscura, introduciendo nuevos protagonistas y otros elementos siempre entrañables a contracorriente en el seno de la barbarie establecida. La violencia autocorrectora logra hacer parecer novedosa, a fuerza de ágil cámara nerviosa y actores no profesionales (que nunca conocieron el libreto en su totalidad), su visión del miserable barrio bravo conflictivo-multiétnico de Ajami en Jaffa, en contraste con el cercano Tel Aviv tan próspero, tan pacífico en apariencia, tan tentador, si no hubiese tanto miedo a ceder a la cobardía, como la peor de las desgracias morales, y si bien las referencias de cada una de las tramas tremebundo-sentimentales no pudieran ser más que las retrobravísimas