Jorge Ayala Blanco

El cine actual, confines temáticos


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con la antológica secuencia-prólogo del largo interrogatorio de los cónyuges ante una cámara-juez, prosigue como un cautiverio hogareño llevado a rango perturbador por oprimentes encuadres muy cerrados al interior de un laberinto de reflejos en ventanas, y se asienta en tono de sainete tragicómico enfierecido, con un estilo no menos agitado, al grado de que jamás pueda ser bien registrado ningún personaje sin alguien o algo que le estorbe, visualizando así una idea muy cinematográfica de la dependencia / interdependencia absoluta entre las criaturas (sabiendo o no del embarazo): obsesión maniática por las mamparas, figuras en permanente agitación vociferante y perpetuamente ubicadas entre otras en frontground y background desenfocados, hasta la manía, la obsesión, el malestar y una sartresca náusea existencial. El desmembramiento infidente finca y estructura su enfoque doliente sobre la mirada infantil, como el viejo neorrealismo y el cine posneorrealista de Abbas Kiarostami: una mirada hipersensible, frágil y silenciosa, estoica, prematuramente envejecida, perdida de antemano toda su espontaneidad y su frescura, sea la chiquita de 4 años hija de la cuidadora abortada Somayeh (Nimia Hosseini) que dibuja en un cuaderno de su mochilita las riñas de sus progenitores y mira de reojo las cadenas de los procesados al lado suyo, sea la anteojudita Tormeh infatigablemente perpleja, arrinconada a perpetuidad, siempre en espera de dar el zarpazo reconciliador / reunificador de sus padres ya del todo imposible. El desmembramiento infidente sabe que, como se decía en los setentas, todo lo personal es político, pero también que solamente lo inmediato vivido en la cotidianidad puede ser colectivo y esencial (“La Ley no sabe de esas cosas”), y por eso la existencia diaria se ha tensado, intensificado y densificado al máximo, hasta niveles intolerables de rencor y culpa (“No quiero deberle mi libertad a tu fianza”) casi pesadillescos. Y el desmembramiento infidente plantea problemas de conciencia irresolubles a fin de cuentas dentro del marco sociorreligioso del mundo iraní, debiendo concluir en puntos suspensivos, en un final tan abierto como el de Buscando a Elly, con el titubeo crucial ante los jueces de la pequeña Tormeh, indecisa entre irse a vivir con su padre o con su madre, personajes éticos al interior de un discurso ético-político si los hay, pero en términos morales análogamente desintegrados, sin que ninguno de ellos ni su hija hayan dejado en ningún momento de saber muy bien por qué.

      La candidez endevotada

      Lo mismo pero diferente (Same Same But Different)

      Alemania, 2009

      De Detlev Buck

      Con David Kross, Apinya Sakuljaroensuk, Stefan Konarske

      En Lo mismo pero diferente, opus 9 como director del popular actor-autor germano de 47 años Detlev Buck (Pensión para hombres, 1996; ¡Hay que ser duro!, 2006), con guion de Ruth Toma basado en la (auto)historia literaria verídica de sus jóvenes protagonistas, el cándido chavo hamburgués de 18 años recién graduado en periodismo Benjamin Prüfer (David Kross) se larga con su desmadroso amigote bestia rubia Ed (Stefan Konarske) de vacaciones a la basurizada / decadente / occidentalizada Camboya actual y tras su descenso a los purificadores infiernos de los bares, de los empavorecidos extravíos geográficos y de la cocaína con anfetamina para extranjeros, conoce a la sensible chica emputecida de antro Sreykeo Sorvan (Apinya Sakuljaroensuk) que de buenas a primeras recuesta la cabeza sobre su hombro, ligan, se enamora en serio de ella y, como buen muchacho europeo clasemediero consciente, intenta entender su mundo e involucrarse a fondo con ella, descubriéndole la gloria de hacerla devorar su primera hamburguesa y de llevarla por vez primera con un medico para tratarse las amígdalas tosigosas, despidiéndose lleno de promesas de envíos devotos de dinero para que no necesite regresar al bar, pero de retorno a Alemania y, gracias al auxilio de su protector hermano Henry (Jens Harzer), trabajando en una editorial para sufragar su compromiso, cierto aciago día sale a la luz por internet que ella es seropositiva y empieza el calvario de las separaciones y los reencuentros entre ambos, empeñado como está el chico de someterla a costosos tratamientos con cocteles de pastillas inexistentes en su país, yendo y viniendo a Asia bajo cualquier pretexto reporteril, intentando cortarla cierta Navidad al decepcionarse porque ha regresado al antro y reconciliándose para siempre tras cierto vodevil en un hotel de lujo malayo que pone de manifiesto la impagable dignidad herida de la muchacha. La candidez endevotada plantea, según cualquier mentalidad civilizada presente, la falsa disyuntiva de si el amor que Ben siente por Sreykeo es amor romántico o amor estúpido, cuando que se trata de un impulso y un nexo que despiertan su afectividad como una urgencia de ternura mutua más allá de todo riesgo (un cepillo de dientes compartido al estilo camboyano, pues), de cariño, de ternura como sentimiento fuerte, de necesidad de amparo amparando, con gran entereza, suavidad y humor, o para decirlo a semejanza de una coloquial fábula-prueba asiática que se propone muy al principio y al final del film: requerir de dos o una sola vela (una mujer única), para el cruce de una cueva oscura (la vida) y al salir toparse con un animal de tu libre elección (un elefante, tu alter ego, símbolo de tu fortaleza al interior del amor). La candidez endevotada confronta inteligente e irónicamente el amor admirable así obtenido con los amores caprichosos, egoístas e inconstantes de las criaturas viriles que rodean al héroe: las liberales compañeras de cama del amigo Ed que se intercambian porque la anterior resultaba muy estresante, la relación del hermano mayor con una guapa colega de oficina para fajar sabrosamente en los pasillos pero que de antemano se propone con fecha de caducidad, el amorío senil del padre con una sucedánea arpía materna, en suma, viles mariposeos patéticos y ridículos que se creen amorosos. Y la candidez endevotada se revela como una inesperada comedia dramática noble y dinámica, en las antípodas de resistentes rigores hiperrealistas tipo Cisnes Vieira da Silva / Wilm (2011), poniendo de manifiesto a un Buck realizador lleno de insatisfacciones, de guiños de ojo sólo complacientes con su moral avanzada / reintegrada y de vitalidad que teme verse vulgar, una suprema habilidad, una elegancia ética, una desmesura en nombre del triunfo de un amor de hecho prolongado hasta la boda y el primer hijo germano-camboyano sin mácula de VIH, al infinito posfilm de hoy.

      La contradicción femenina

      Turistas

      Chile, 2009

      De Alicia Scherson

      Con Aline Küppenheim, Diego Noguera, Marcelo Alonso

      En Turistas, opus 2 de la ascendente autora completa chilena de 35 años Alicia Scherson (tras el campanazo de Play, 2004, y antes de adaptar una novela de su paisano Roberto Bolaño), la titubeante bioquímica santiaguina aún atractiva a los 37 años Carla (Aline Küppenheim) causa con la noticia de la unilateral interrupción de su embarazo antes deseado una dolorosa decepción a su pareja el barbudo macho llorón Joel (Marcelo Alonso) que en revancha la deja botada a media carretera cuando se baje a orinar, por lo que ella deberá continuar de aventón o como pueda su camino hacia el esplendoroso parque nacional Siete Tazas, sólo flanqueada por el veinteañero noruego errante peloncito casi albino Ulrik (Diego Noguera) con serios problemas de identidad sexual (y de la otra), asentándose en un campamento, donde estarán corporalmente cada vez más juntos, disfrutarán de las maravillas de la naturaleza, trabarán solidaria amistad con el frágil excantautor vuelto guardaparques autoexiliado del mundo Orlando (Pablo Ausensi) y con la gente del albergue Casa Mecha, enfrentarán la golpeadora homofobia dominante y se bañarán promiscuamente con lodo en las termas de la cumbre alpina, antes de que ella descubra desengañada la identidad secreta de su joven amigo (un simple Miguel chileno fingiendo acento extranjero) pero incluso así, rehusando reconciliarse con su arrepentido esposo, preferirá retornar al lado del chavo a la capital. La contradicción femenina reclama, en palabras de la propia realizadora, el derecho de la mujer a sus márgenes de duda, a equivocarse (hasta con la nacionalidad del chavo mochilero), a contradecirse flagrantemente, a la indecisión como cualquier ser humano, al necio desdecirse, a la satanizada veleidad (la donna è mòbile ¿y qué?), a decidir preñarse y abortar por sus pistolas, a dar palos de ciego volitivo, a decir un sí y actuar un no simbolizados por divergentes primas que no obstante portan el mismo nombre de Susana, a divagar y alimentarse de las experiencias imprevistas en el recorrido humano. La contradicción femenina se apoya en un minimalismo dramatúrgico muy laxo, con equilibrada fotografía archiluminosa de Ricardo DeAngelis en inagotables gamas de ocres refulgentes, un verdadero museo ecológico viviente a base de la máxima diversidad de árboles frondosos y bichos