Jorge Ayala Blanco

El cine actual, confines temáticos


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en cierta situación pretextual única bastante estática y babosa (un Salvando al soldado Ryan Pérez en femenino más inocuo que inicuo), marasmo de visiones visionudas (paradisiaco-idílicas o infernales a lo Estradita), marasmo de arbitrarios montón-shots que parten de un confuso / enigmático prólogo y pueden ir para atrás o para adelante según los caprichos de una supuesta narradora en off (¿desde su muerte?, ¿desde su sobrevivida?), marasmo con hilarantes gags inoportunos (como esos terribles mensajes telefónicos-internetos que avisan de su llegada con musiquita de El Chavo del Ocho) sin el estructurado humor autoirrisorio de Atrapen al gringo de Grünberg (2012), y marasmos seriales que sólo consiguen enmarcar una tediosa y previsible sucesión de cogidas con enervantes a tres, torturas retorcidas, enfrentamientos idiosincráticos, traiciones a traidores al infinito, acribillamientos gratuitos (tú te mueres por mudo sensible) y crueldades propias (progresivos balazos a quemarropa en las rodillas para lisiarte por siempre) o transferidas (tu quemas vivo al abogado corrupto colgado de las manos). La pudrición jerarquizada acaba haciendo sus últimas disyuntivas distinciones de esencia entre un final negativo edificante con mortandad más encarcelamientos a lo bestia y un final feliz exotista en una playa indonesia o africana (ambas conclusiones ya políticamente correctas en el neothriller hiperkinético inconformistamente conformista), entre el salvajismo del atraso mexicano que nunca logrará rebasar al familiarismo ridículo (la hija recién salvada insultando a Mamá Sangrienta) y el salvajismo amoroso estadunidense en medio de cocoteros neocoloniales que remiten al más gozoso estado primario del ser, pero los dos salvajismos haciendo un tácito alegato a favor de la pacificadora legalización de las drogas como mágica solución universal para todos los problemas de los traficantes gringos Beach Boy Scouts y sus conflictos con los alebrestados vecinos invasores inhumanos por infrahumanos perpetuos. Y la pudrición jerarquizada era ante todo un ensayo sobre la narcoideosincrasia mexicana de hoy, al explícito unísono del tiempo electoral del 2012, más allá de los estereotipos binacionales que maneja, aunque una putridiosincrasia precipitadamente articulada, con su mentalidad y su dinámica de clan, sus “mutas de caza” (Canetti) y su sempiterna sustancia traidora de nuevo manifiesta.

      La crueldad agazapada

      Toda una vida (Another Year)

      Reino Unido, 2010

      De Mike Leigh

      Con John Broabent, Ruth Sheen, Lesley Manville

      En Toda una vida, estilizadísimo décimo noveno largometraje del comediógrafo naturalista inglés de 67 años Mike Leigh (Todo o nada, 2002; El secreto de Vera Drake, 2004), con verborrágico guion suyo como siempre, el septuagenario geólogo cavagujeros Tom (John Broabent) y su esmirriada esposa trabajadora social Gerri (Ruth Sheen) forman una armónica pareja amorosa vieja bastante excepcional, viven semirretirados en su linda finca a las afueras de Londres y rompen con la rutina de sus labores en el huerto chupatiempo recibiendo, previo aviso, la visita de agradables o patéticos allegados y conocidos, al ritmo de las estaciones de ese Otro Año titular: el propio hijo treintón incasable Joe (Oliver Mattman) que pronto les presentará a una novia risueña compulsiva llamada Katie (Karina Fernandez), la histeroide colega terapeuta solterona Mary (Lesley Manville soberbia) que hace lo indecible por ocultar su descompuesta condición envejeciente, el antiglamouroso desecho físico-moral evitando jubilarse para nada Ken (Peter Wight), el silencioso hermano mayor paterno recién enviudado Ronnie (David Bradley) y así, criaturas todas a quienes la pareja anfitriona trata con amabilidad y deferencia pero a solas juzga con farisea y cruel severidad conservadora, mezquina y agazapadamente (“Me ha decepcionado”). La crueldad agazapada cubre y encubre bajo el manto de una alocada cordialidad esa amargura total, esencial y radical, que está presente, caracteriza, retuerce y glorifica al cine de Leigh, aunque en realidad esté solazándose en hacer la disección / vivisección del difícil arte de hacerle creer a la gente que son sus amigos, hacerme creer que ustedes son mis amigos, a través de otros Secretos y mentiras (Leigh, 96), abocándose a analizar las consecuencias íntimas que provoca ese noble arte, por lo visto muy inglés, si bien digno de la mejor hipocresía europea. La crueldad agazapada se define con respecto a la felicidad o la infelicidad de los entes sociales en juego, desmembrados entre el infortunio de Ken intentando ligar lo que sea con tal de salir de su triste soledad y la eufórica dicha beata de Katie (cual relevo aún más insufrible de la Sally Hawkins de La dulce vida de Leigh, 2008), para denunciar el egoísmo despectivo, el clasemediero y maldito germen fascistoide que se esconde y medra en toda pareja socialmente feliz y acaso en cada núcleo hogareño a secas. Y la crueldad agazapada permite que la deprimente Mary estrene un calamitoso autito rojo en plena autoexcitación inepta, se le insinúe a Joe sin posibilidad alguna de éxito, vaya convirtiéndose poco a poco en el centro-picota de la intensidad dramática y, anteponiéndose al huérfano rabioso que llegó tarde al entierro materno Carl (Martin Savage) u homologándose con el terminal hermano zombiesco Ronnie, acabe rompiendo con toda ponderación preciosista, asaltada por la conciencia de la desolación, el vacío y la mentira relacional: atrapada en un vibrante plano cerrado en medio de la vesania afectiva de la más ajena comida familiar.

      La adolescencia aferrada

      Perro muerto

      Chile, 2010

      De Camilo Becerra

      Con Rocío Monasterio, Daniel Antivilo, Rafael Ávila

      En Perro muerto, contenida ópera prima del cinegraduado universitario y exasistente de dirección de 29 años Camilo Becerra (intrigante documental previo: Esperando México, 2008), con guion suyo y de Sofía Gómez Vergara, la huraña joven madre soltera sin oficio ni apenas beneficio Alejandra (Rocío Monasterio soberanamente hosca) vende hipotéticamente ropas (robadas, recolectadas so pretexto de una fundación caritativa) en un puesto callejero de cualquier periferia miserable del inmostrable Santiago y vive de arrimada con su ochoañero niño redondito aún con mamila Nicolás (Rafael Ávila) en casa del duro abuelo cocinero de restaurantes Braulio (Daniel Antivilo), un día aparece adoptado un perrito que entusiasma al chicuelo pero ella lo desaparece mortíferamente en un baldío ante el previsible desconsuelo infantil (“¡Quiero a mi Chilote, quiero a mi perro Chilote!”) y otro día el viejo comunica a la chava que pondrá a la venta su casa a una compañía industrial, por lo que pronto deberán desalojarla. La adolescencia aferrada hace un agudo estudio psicosocial de los jóvenes marginados, varados en el mundo social sobrepoblado, física y moralmente paralizados, sin perspectivas ni ambiciones, que se niegan a crecer, imposibilitados para asumir ninguna responsabilidad como nuestra infeliz Ale (“¿Qué te pasa, huevona?”) cuyo único ánimo de protesta apenas le alcanzará para derribar clandestinamente de pasada un anuncio de “Se vende” o entrar por fractura a su propia morada, y cuyos reflejos contextuales serán un cierto Pájaro (Cristián Parker), el compañero conforme a rabiar pero dispuesto a botar la plata ajena, la remilgosa amiga clasemediocre de absurdos proyectos vitales Josefina (la coguionista Sofía), viajándose sin cesar de lo autoirrisorio a lo irrisorio. La adolescencia aferrada genera un drama laxo que se manifiesta como en secreto deliberadamente segundón, inconfesable y casi oblicuo, a través de la fotogenia grisaceamente espesa de las fábricas de cemento o en obra permanente, la anémica omnipresencia de horizontes amarillentos y terregales plagados de yerba seca, las letárgicas deambulaciones por puentes interminables con un invendible panda de peluche gigantesco colgado de la mano, el leitmotiv de una máquina de coser inutilizada / usada, el llamado de los juegos de maquinitas y de la fiesta con cueca danzarina en torno a una botella por parte del hijito con perpetuo gorrito blanco tejido y de su madre ávida de amoríos ocasionales para remediar por un momento las ausencias vividas, los continuos enfrentamientos del viejo irritado por la pasividad y la ineptitud de la chava en la cocina, las cortas escenas solitarias desdramatizadas, y un lenguaje toscamente elíptico, entre otras eminentes deflaciones narrativas minimalistas. Y la adolescencia aferrada irá transformando suavemente la convivencia forzada entre el viejo rudo y la muchacha bloqueada en un cultivo feraz del difícil arte del reencuentro / descubrimiento de los demás y de sí mismos, para reconstruir un tejido relacional, una cotidianidad lastrada, una ejemplar desidentificación con el perro muerto (en su doble acepción: el hallazgo del cadáver del can en sí y el perro muerto del afecto inexpresable), una posibilidad del placer compartido