Jorge Ayala Blanco

El cine actual, confines temáticos


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en cine directo con cero música, la dosificadísima lectura fuera de campo de los informes implacables, la enfermedad de Noe tan cariñosa cuan primariamente atendida, la frecuencia cada vez mayor de los rasgueos en off, el cumpleaños de Coco sin pastel pero con bizcochos coronados por gruesas velas, el baile maravillosamente espontáneo en el figón nocturno, la canción popular sobre aquella niña inocente se revienta de súbito sin acompañamiento por un rústico galán local (“Sos un pícaro” / “¿Se me nota?”). Y la encuesta primigenia, en uno de los remates anticlimáticos más económicos e intensos de la historia del cine social latinoamericano, arranca en los pies de las protagonistas sobre la tierra seca, avanza sobre sus perfiles aguzados, luego descubre lentamente desde sus nucas su llegada a un riachuelo donde juguetean unos chavitos y finalmente muestra a las mujeres incorporándose al chapoteo y las salpicaduras endiabladas de los niños, para lograr la comunión con la comunidad tan largamente ansiada, la fusión en la confusión, por encima de los fracasos personales y la adversidad histórica.

      El extravío terrorista

      Carlos (Carlos)

      Francia-Alemania, 2010

      De Olivier Assayas

      Con Édgar Ramírez, Ahmad Kaabour, Gabriele Kröcher-Tiedemann

      En Carlos, décimo film del disparejo excrítico cahierista de 55 años Olivier Assayas (de un languiano Desorden, 1986, a una clouzotiana La hora del verano, 2008), el carismático idealista revolucionario venezolano Illich Ramírez Sánchez de nombre clave Carlos (un proteico Édgar Ramírez también venezolano) logra ingresar con notable éxito en 1973, pese a su juventud y su manifiesta afición por las mujeres, a la organización internacionalista proPalestina que comanda el inasible jefe clandestino Wadie Haddad (Ahmad Kaabour), se hace perseguir por la policía francesa al vengar brutalmente la muerte de un correligionario por la agencia israelí Mossad, salta sin proponérselo a la narcisista celebridad internacional, participa al servicio del Irak de Saddam Hussein en la magna toma de rehenes de la OPEP que debía culminar en el estratégico asesinato de los representantes saudita e iraní pero se desbarrancaría (tras el rechazo por la Libia de Gadafi) en una fortuna de inservibles 20 millones de dólares, es expulsado de su diezmado grupo por falta de espíritu de sacrificio e indisciplina, intenta formar en vano su propia organización terrorista mercenaria con los restos de las células revolucionarias germanas y pasará largos lustros perseguido, en refugios de Yemen del Sur y en Sudán, cada vez menos tolerado luego de la caída del muro de Berlín que puso fin a la guerra fría, antes de ser aprehendido en un operativo retrasado de los servicios antiterroristas franceses en 1995. El extravío terrorista hace una esforzada y brillante reducción a 2:45 de una celebrada miniserie televisiva de 5:26 horas en tres largas partes (que aún corresponden al ascenso, apogeo y caída del héroe), buscando siempre quedarse con la esencia de los conflictos y acciones principales, así como disminuir la atención prestada a dudas, complejidades suplementarias y relaciones sentimentales. El extravío terrorista busca al hombre debajo de la leyenda mediática, a lo largo de dos décadas (de 1973 a 1995), en su florecimiento desafiante, en su fracaso crucial (la aérea fuga con rehenes en el vacío), en la paulatina degradación de sus ideales, en sus devaneos eróticos, en sus confinamientos y peregrinajes imposibles, en su aburguesado intento por llevar una vida normal, en su mutación progresiva a fantasma de sí mismo, en su captura tardía con lujo de eficacia recién operado patéticamente de un testículo. El extravío terrorista motiva y excita la mayor fuerza expresiva que ha podido alcanzar Assayas a lo largo de su carrera como realizador invariablemente tocado por el demonio de la acción épica y su correspondiente desmitificación antiépica jamás paródica, aún en sus aparentes coqueteos intimistas a lo Final de agosto, principio de septiembre (1998) o novelesco-flaubertianos tipo Los destinos sentimentales (2000), gracias a un tenso / intenso estilo más que nervioso, pleno de absorbentes recursos minimalistas, inagotables ráfagas de cámara móvil siguiendo personajes en planos muy cerrados nunca confusos sino emotivamente multisugerentes, cortes a cuchillo, virtuosísticas cadencias visuales en molto legato, audaces elipsis posgodardianas al interior de casi toda la secuencia, máxima violencia mental-corporal en escenas-enfrentamiento de aparente inacción, diálogos precisos (en las antípodas de la feria de descolones autoexcitados del antiterrorista ¿Quién, si no nosotros? de Veiel, 2010), acezante rock pesado europeo en imparable acelere del pasado, jadeos como única música de fondo al cabo de las acometidas más violentas, más cierta alucinante erotomanía en la línea de Irma Vep o Demonlover (Assayas, 1996 / 2002) con hembrazas compañeras de cama medio transgresoras sensuales. Y el extravío terrorista se da tiempo, entre mil incidentes a mil por hora, de trabajar en filigrana una apasionante galería de rápidos retratos sobresalientemente actuados, con ese contacto libanés doblegado a la vil traición Michel Moukharbel (Fadi Abi Samra), ese jefe político-mafioso intimidadoramente tiránico, esa militante alemana matapolicías compulsiva Nada (Gabriele Kröcher-Tiedemann) con ridícula voz de pito, ese temerario compañero barbón fiel de por vida Angie (Hans-Joachim Lein) y nuestro ambiguo Carlos de antemano vencido porque un buen día cambió su look por un folclórico gabán de piel y boina de Che Guevara con patillas cual elección de un trágico destino romántico negativo de fantoche espectral, para certificar, reforzar y pudrir deliberadamente la idea revolucionaria de toda una época, sin nostalgia ni piedad.

      La libertad hueca

      Algo así como un buen tipo (En ganske snill mann)

      Noruega, 2010

      De Hans Petter Moland

      Con Stellan Skarsgard, Bjorn Floberg, Bjorn Sundquist

      En Algo así como un buen tipo, octavo largometraje del expublicista osloense rebosando proyectos rodados en condiciones extremas de 55 años Hans Petter Moland (Cero grados Kelvin, 1995; Los mejores mueren jóvenes, 2002), con guion de Kim Fupz Aakeson, el apacible hombrón recién excarcelado tras purgar una condena de 12 años por homicidio pasional Ulrik (Stellan Skarsgard) ve con pasmado asombro cómo su vida es ahora regida y zarandeada por las deudas contraídas con el viejo compinche de su exbanda robacoches Jensen (Bjorn Floberg) que autoritariamente le condena a una asesina venganza inútil contra el ahora hipervigilado soplón que lo delató, por la redonda anciana brujeril Karen Margrethe (Jorunn Kjellsby) que le proporciona caritativo alojamiento y cena con sexo exprés en su pensión sólo para sentirse con derechos sobre él, por el dueño de taller automotriz pronto en coma diabético Sven (Bjorn Sundquist) que le concede empleo digno como mecánico pero le prohíbe tocar a su promiscua secretaria que no tardará en seducirlo, y por la olvidable ex que lo pone en la ruta del hijo ya adulto con quien él intentará un difícil acercamiento, pero, si bien fuera de sí, el excluido cincuentón infeliz pistola en mano le perdonará la vida a su delator pobre diablo y acribillará a su protector presionante. La libertad hueca va tendiendo lenta, parsimoniosa, cerebralmente las bases y redes narrativas que conforman una casi hipotética comedia criminal sarcástica sobre las relaciones de fuerza cotidianas, la cobardía social, la voluntad de dominio y el abuso afectivo, cuyo tenso armazón, en apariencia baldío, se puebla de falsos amigos en simbólico despoblado invernal, aullantes cogidas bestiales por manipuladora iniciativa de horrendas hembras escandinavas desalmadas tan antisensuales como posesivas y ebrias de poder, codiciados automóviles omnipresentes de insultante presencia, la detalladísima compra clandestina de una pistola ultrasofisticada bajo la guía de un enano ojete gobernado por un tirano y una alevosa ausencia de música en lo que parece un gigantesco film-momento muerto. La libertad hueca se llena también, a contracorriente, con toques de humor fino y gags apenas insinuados al borde de la farsa cómplice: reprimida índole brutal que se abstiene contemplando un humillante asalto callejero pero se desenfrena tundiendo al golpeador de una inerme, manifiestas interdicciones de fumar por todas partes (hasta siendo apuntadas por un revólver), juguetes que funcionan de repente, golosinas que terminan ofrecidas a otra destinataria imprevista, equívocas flores golpeadas que acabarán deshojadas o efusivas gracias del perdonado ante su esposa acogedora y su hijito asmático. Y la libertad hueca ha consistido ante todo en dejarse llevar por la frialdad inhumana y la amargura de los otros más que por la propia, en ceder a los deseos ajenos más que a los propios inexistentes, hasta compartir la feliz risa plena con un chatarrero aplastacadáveres.