Jorge Ayala Blanco

La khátarsis del cine mexicano


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una vigorosa lesbiana protectora que de manera ambigua la codicia y un sádico vagamente emparentado con ellos.

      La khátarsis fugalastrada sirve a y se sirve de la fascinación sensual. Bajo el dominio de una mirada de autoexcitado macho erotómano que imagina un frondoso aunque maculado cuerpo femenino azul al desnudo a medio desierto cual espejismo al alcance de la mano para alimentar al mismo tiempo un voyeurismo onanista satisfecho ipso facto, que imagina una voluntad de poder propia que logre la salvación inmediata anulando al mundo circundante al ser elegido como semental, que imagina un deseo inconsciente de autodestrucción exitosa. Que imagina una bombástica y bombardeante omnipresencia de anuncios espectaculares de lencería encueramodelos marca Femme Fatale (fatal, o fetal, por supuesto mejorando a las presentes). Que imagina en plena intemperancia incontinente de la acción violenta espacios de reposo para que el mujerío presente (y sólo el mujerío presente) recite autoconmiserativamente sus respectivas autotelenovelas sórdidas (la violada tumultuaria, la mariguanera execrada paterna). Que imagina, por encima de todo, un gratuito descenso explícito a los infiernos en un bar lésbico-cruising que remite de inmediato a los infestados antros descritos en Del crepúsculo al amanecer de Robert Rodríguez (1995), o en La ciudad del pecado (Frank Miller y demás, 2005) o en A prueba de muerte (Quentin Tarantino, 2007), con rorras de boca encarnada columpiándose espantablemente de cabeza y ostentosos darketas y darketos de cuero negro encuerables a punta de fusil para que les quemen su ropa como culminación de la intransigente hornacina satánica, revelándose la recóndita índole sadiquilla anal del reprimido chofer (“Ahora sí, digan cheese”). Que puede imaginar cualquier cosa en su erótica de escape / escaparate funambulesco, menos un mínimo arrebato de verdadera sensualidad compartida o recíproca, sofrenada ésta por invasores truquitos ópticos sobreimpresos, tornándola inferior incluso al de algún porno soft de triste laya.

      La khátarsis fugalastrada tiene como máxima prioridad intelectual manifestar subrepticia y abiertamente un odio visceral y contradictorio hacia el poder. Pero, ¿contra cuál de las cuatro esferas de poder, los cuatro poderes real y efectivamente existentes, arremete Travesía del desierto? ¿Contra el poder político, contra el poder económico, contra el poder militar o contra el poder religioso? ¿Contra todos y ninguno? El protagonista fue concebido y delineado inicialmente en función de un líder de la vieja izquierda heroica venezolana realmente existente a quien le sucedió en efecto una aventura muy parecida a la narrada, y todo mundo lo hubiese inoportunamente relacionado con él, por lo que el productor-director Walerstein decidió aplazar su realización más de siete años, situarlo luego en México y cambiar la actividad del héroe a la de un rico empresario atrapado entre policías y narcos, sin que sus vicisitudes tuvieran otra índole o connotación política en México que las relativas a una road movie de acción, aventuras desventuradas y crímenes, con rasgos de amistad, desintegración familiar, obsesión erótica, culpa, referencia fílmica más o menos cultista, magia y lo que vaya juntándose en el camino. El héroe representaría al más ladrón en grande y desalmado poder económico, pero, según el melodrama-thriller que estamos viendo, ése no puede ser el enemigo, porque es el bueno, por ende positivo y elogiable, el muchacho chicho aunque sea un poco mayorcito (el TVacartonado Zurita ya sexagenario pero aún creyéndose hiperviril galanazo apabullamujeres de babear) y aunque su nombre remita inmortalizadora y nada veladamente al de un traidor multimillonario venezolano antichavista aún vivo (un tal Víctor Vargas Irausquín), pues, y sus contradicciones deben simplemente resultar dignas de aplauso, poniendo a salvo otra vez a ese malvado capitalismo degenerado y voraz por desgracia siempre tan escurridizo cuan ileso. Los desagradabilísimos y tortuosos policías-mafiosos corrompidos hasta el tuétano, a su vez, desde su febril caricatura repudiable de ninguna manera jocosa ni verosímil, jamás soñarían con emblematizar ningún poder militar, ni equivalencia posible (no hay problema: el Ejército Mexicano se enloda solo y de otro modo al secundar la calderoniana Guerra contra el Narco). Y las referencias fílmicas, por añorantes que sean, apenas podrían calificarse de entrañables o tercamente infantilistas (“Soy nacido en este cine, me enorgullezco de serlo y se siente en la película. Es el cine de mi infancia y es un homenaje a eso”: Walerstein entrevistado por Minerva Hernández en Reforma, 18 de mayo de 2012), pero nunca puntas de lanza del cine considerado como cultura autónoma tras calar hasta el inconsciente sagrado o infrahollywoodesco / poshollywoodesco, cual único poder religioso propio del siglo XX. El odio del film y su ficción se vuelca hacia el poder en sí, el poder ya identificado y actuante como abuso, cualquier forma atrofiada o aberrantemente representativa o representable del poder, no hacia una forma de poder específico, sea cualquiera de los existentes: político, económico, militar o religioso, sino contra toda expresión de poder y de sus fastos distorsionados, en abstracto. “El Poder apesta, pues”, afirmó Walerstein en una entrevista televisiva (programa Cinesecuencias del Imcine transmitido el 24 de mayo de 2012), sin miedo a morderse o trozarse la lengua (Mauricio-Dr. Jekyll cofundador de la providente Cinematográfica Marte de los mejores años sesenta-setenta al producir Los caifanes de Ibáñez, 1966, y Las puertas del paraíso de Laiter, 1970, pero siempre sostenido como Mauricio-Mr. Hyde hijo heredero de Don Gregorio, el Zar del Cine Mexicano más nefasto de todos los tiempos), ni de morder o trozar de paso la de sus criaturas. ¿De nuevo la insignificancia del individuo y de la imaginación creadora ante el Leviatán del poder?

      La khátarsis fugalastrada también estará impedida por la leyenda a modo. Ad usum pintoresco cual comodín caraqueño-coahuilense, la dimensión legendaria va a cerrarse con la muerte, tan expedita al asestarse con prodigalidad contra el triángulo de las Bermudas afectivas que limitaban inicialmente al héroe (su amante / hija / esposa), pero tan sinuosa, sincopada y en cámara lenta cuando la banda de los cuatro vaya muriendo sangrientamente acribillada por estopines arcaicos, uno a uno, en despoblado, por turno, hasta que el círculo mitológico instantáneo se cierre frenético pero contemplativo sobre el Héroe del Amor Loco drogadicto, ante el trágico torso desnudo de una forzada pero idealizadoramente indigenoide Patricia ya sin mácula de centenaria pintura azul.

      Y la khátarsis fugalastrada era por narcorromántica ventura un largo rodeo aventurero para culminar en esos cuerpos de una pareja ahogada flotando cursilíricamente con los brazos en cruz sobre el riachuelo por toda la mítica eternidad decrépita y efímera del más viejo senil cine nacional.

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