Jorge Ayala Blanco

La khátarsis del cine mexicano


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(Instituto Cultural de Aguascalientes-Gobierno del Estado de Aguascalientes, 111 minutos, 2010), trigésimo primer largometraje del veterano cineasta intimista hidrocálido de 68 años Jaime Humberto Hermosillo (María de mi corazón, 1979; La tarea, 1990), sobre un guión suyo escrito un cuarto de siglo antes pero desarrollado con ayuda de su habitual colaborador Arturo Villaseñor (autor en paralelo de una novelizada evocación filmobiográfica llamada Jaime Humberto Hermosillo a través del espejo digital narrada desde la perspectiva de su gatita imaginaria Petra von Katt ronroneando de adoración hacia su amo arrullador arrollado por elogios), sigue adoptando el formato del videofilm (ya inesperadamente profesionalizado) para preservar la independencia creadora y confesional de su realizador (“desde la trinchera del cine digital”, afirma el crítico José Antonio Valdés Peña en el periódico cultural de distribución gratuita La semana de frente, número 80, del 6 al 12 de diciembre de 2012) y servir como ejercicio colectivo entre jóvenes actores de manifiesta experiencia escasa, profusión de parientes interpretando pequeños roles y un staff con predominio de aprendices locales de cinematografía por completo desinteresados, todos felices, entusiastas y contentos, celebrando que Hermosillo esté de regreso a su retrógrada Aguascalientes tan amada, odiada y añorada a la vez, de nuevo allí activo y trabajando, entre otros motivos para revivir y narrar in situ las razones y circunstancias que lo impulsaron a salir, romper y abandonar ese lugar hace medio siglo, fijando, identificando y violentando acariciadoramente fantasmas interiores, en especial los familiares y los cinematográficos, que nunca podrían dejar de acompañarlo, formarlo y apapacharlo, a través de hechos tan contradictoriamente inolvidables como cualquier revivenciada experiencia vital, vuelta originaria, entrañable, imaginario y memorial, recuerdo e inconsciente perenne, no obstante en pos de una explicable y explícita más que khátarsis timidocéntrica, como sigue.

      La khátarsis timidocéntrica celebra el nacimiento de una cinefilia irrenunciable. Irreductible, aunque a veces deban escucharse las sensatas recomendaciones maternas (“Si hay escenas fuertes, cierras los ojos”). Y el niño cinero se hizo joven cinéfilo y habitó entre nosotros. Lo atestigua una buena dosis de finales de películas hollywoodenses, que van de la conclusión de la huelga desintegradora de familias mineras galesas de ¡Qué verde era mi valle! (John Ford, 1941, a la que no debe confundirse, tal como se recalca, con ¡Qué verde era mi padre! de Ismael Rodríguez, 1945), al hijo rechazado James Dean ante el lecho del padre moribundo en Al este del paraíso (Elia Kazan, 1955), al apoteótico remate cínico-dancístico de la comedia musical hawksiana Los caballeros las prefieren rubias (1953) oportunamente reportada con calificación “C2: prohibida por la moral cristiana” por la Liga de la decencia para horror o temeridad transgresora de sus seguidores hipócritas, y algún otro proferimiento fílmico de lujo erudito. Lo testimonia un S.O.S.: familia en apuros, que ni siquiera propone una Parental Guidance como la titular en inglés de Andy Frickman (2012, con Billy Cristal y Bette Midler), pues su presunto realismo al microscopio y sus eventos culpables carecen de cualquier agitación de comedieta integrada o atractiva. Hermosillo atiende el parto de su afición, su manía, su pasión, su oficio en ciernes desde su oficio en acto y en retirada. Tenía y al parecer aún tiene hambre de cine, identificándose paradójicamente con el ferrocarrilero muertodehambre (Martín Layune) que renuncia al pan deseado porque no hay cambio para su último billetote de veinte pesos. Una cinefilia carente del gusto por la reciedumbre crepuscular que moverá y conmoverá a un cineasta de la siguiente generación como Juan Antonio de la Riva y a su obra maestra acaso residuoculminante Érase una vez en Durango (2011). La cinefilia no a modo y a mood de vida verdadera, realidad sustituta, existencia sucedánea, o artificial vida mejor que la vida, tal como creían los cinéfilos cursis de los años sesenta, sino como ejercicio de calentamiento, anticipo de la vida, antesala y despertar de la pulsión erótica, iniciación a la existencia, primer contacto y conocimiento previo fenomenalmente armoniosa de la realidad real que ya era la vivencia, el gozo y la premonición placentera de lo real impacientemente imaginado y pronto vivido, la auténtica y frívola pero jamás superficial Impaciencia en el Corazón en que se debatía la heroína de Stefan Zweig y vuelto el Cuerno Mágico del Doncel de cualquier pueblerina meseta mexicana. ¿Y quién dirigió la contemporánea joya del churro mexicano extemporáneo El marinero que vino del mar de la obviedad?

      La khátarsis timidocéntrica explora las posibilidades de una lectura de guión como teatro en atril. Aprovechando una primigenia lectura dramatizada, muy dramatizada, por un conjunto de actores bien entrenados y dirigidos por Alfredo Valencia para celebrar los cincuenta años del arribo del cineasta al DF y luego filmada como ficticia y como dispositivo de arranque, para pasar del Aguascalientes de hoy al de mediados del siglo XX, se reitera varias veces a lo largo del film, interrumpiéndolo, completándolo, diseminando posibilidades múltiples en órdenes múltiples. Los recursos del teatro en atril son manejados, entonces, de varios modos. Un poco a lo Enrique V de Laurence Olivier (1944), para pasar del tiempo presente al pasado resurrecto, de igual modo que el gran clásico se pasaba del tiempo y el teatro isabelinos a la obra shakespeariana con mayor verosimilitud, ingenio, inventiva y dupla encanto / desencanto (de acuerdo con el analista Jean Leirens, pionero de la relación entre Tiempo y cine. Un poco para destacar y contrastar el uso de un antirrealista e inestable blanco y negro del que paulatinamente se irá apoderando o reapoderando la invasión del color, precediendo cierto hermosillo procedimiento de El fantástico mundo de Juan Orol (Sebastián del Amo, 2011), con fotografía y edición de Jorge Z. López a manera de álbum antiguo o arcaico Libro de Horas y música Omar Guzmán en desuso. Un poco en perspectiva y distanciamiento / extrañamiento brechtianos, sin mayor pedantería ni solemnidad, vehiculando una inquietante dialéctica semejanza / diferencia, al tiempo que se insinúa un vínculo secreto entre ambas nociones. Y más que reflexionar sobre la representación escénica (real o en potencia), la representación cinematográfica (actual o pretérita, y también real y en potencia) o sobre ambas (sus entrecruzamientos, sus imaginarios, la evanescencia de sus naturalezas y supuestas esencias), un mucho servir para representar lo irrepresentable: lo irrepresentable por motivos económico-presupuestales o de metraje (el conato de baile encogido en casa ajena, el encuentro callejero entre disturbios, la indiscriminada represión de manifestaciones citadinas), más que por otros teóricos o abstractos, deliberados u opcionales, para llenar huecos, ahondándolos, haciéndolos evidentes y demás.

      La khátarsis timidocéntrica se sumerge en sucesos. Denotativamente en sucesos; connotativamente en sucesos y más sucesos. Para plasmar una mejor versión idealizada de sí mismo nada habrá como hundirse en la miríada de sucesos que se embellecen solos bajo la perspectiva de las cicatrices del tiempo, el omnímodo perdón poscristriano a la orden y la palpable conquista de pequeñas grandes virtudes leve, casi imperceptiblemente irónicas. Un encomio efusivo apenas ambiguo a cierto improbable Aguascalientes minimalista, reducido a una casa y una panadería, el interior de una sala de cine y el arrinconado exterior de una calle céntrica en medio de la cual poder invitar a la amiga acompañante alguna gelatina expendida en un carrito de los que ya no hay. Una armonía inestable, vaivenes de la vida, con ecos sociopolíticos como distante influencia exterior. Una linda sesión de reflejos en la cristalería y las vidrieras de la esquina, una agitación archiestática de la boda mediocre y sus ligues colaterales entre estrechísimos espacios constelados-claustrofóbicos de un depto ni siquiera con audaces consolaciones fractales. Un elegante desfallecimiento en marcha entre desnudas paredes cremosas o con parcos cuadros-signo y estampas religiosas e imágenes de la egoteca hermosillesca y hasta algún ícono del innombrado padre ausente.

      Un bienvenido gag que sustituye las consabidas trivias fílmicas por deportivas indesentrañables (“¿En qué año se coronó por primera vez como campeón de box el Ratón Macías?”), y un absurdista gag autoirrisorio muestra a la madre pidiéndole al hijo que salga de ¡un clóset! donde se encuentra literal, físicamente encerrado escribiendo a máquina. Una fidelísima ambientación inconsútil de objetos extintos, pero donde deberán codearse sendos fotomontajes para improbable fetichista consumo casero de Fuimos los sacrificados (otra vez Ford, 1945) y la Muerte súbita actuada por Joan Crawford (David Miller, 1952), con ancestrales billetes de cinco y un pesos, trencitas irritantes de la hermanita medio mensa medio babas y un libro de bolsillo con tapas color vino de la Editorial Origen (de los que, en rigor, comenzaron a publicarse hasta 1983). Un contexto sociopolítico que ya resulta casi esotérico dentro de la desmemoria nacional (“Mi papá va a votar por Luis