Gilbert Sorrentino

La luna en fuga


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o un puñetero maestro de escuela. ¡Un periodista o un asistente editorial que quería escribir una novela! ¡Dios! En aquel momento, empezó a odiarla y su linaje sureño espurio lo espoleó para combatir con gallardía. Ella lo empujó suavemente para tumbarlo en el sofá y se puso las manos detrás de la espalda para desabrocharse el sujetador. Menuda vieja zorra lasciva y tonta.

      De forma que Joe empezó a hablar de Helen, vulgar y abiertamente, en el bar donde él era más o menos conocido. Se trataba de un antro mezquino y ponzoñoso de pintores de tercera fila, parásitos, cinéfilos devotos e idiotas intelectualoides, todos enfrascados en sus pinitos artísticos, todos simplemente de paso. La voz le salía controlada y burlona de la cara expertamente hirsuta; su chaqueta de cuero italiano estaba —ligeramente— arrugada con pliegues suaves y expertos. Hablaba en broma de la tremenda pasión que ella sentía por él, de sus rabietas y sus ansias sexuales casi «embarazosas», de los saltos de cama voluptuosos y de la sugerente ropa interior que compraba para excitarlo. Era patético. Joe tenía la sensación de que era casi su deber. Las lágrimas de ella. Sus gemidos de agradecimiento. ¿De dónde creían que había sacado aquella chaqueta de cuero? ¡No hay nada como tener una novia vieja! Sus oyentes y él soltaron risillas y cambiaron de postura; una panda de clientes habituales que la vie d’art no cambiaría nunca. Las palabras de Joe puntuaban la larga historia de malicia y resentimiento que el bar nunca paraba de desgranar.

      A medida que avanzaba su enfermedad, más hacía Helen el ridículo a base de intentar ser vivaz y juvenil para Joe, que ya casi nunca salía con ella. Caía de cabeza en el juego de las feas historias que Joe contaba, de manera que, cada vez que se encontraban con algún conocido de Joe, el comportamiento de Helen propiciaba que Joe soltara risitas y le guiñara el ojo al conocido. Él se mostraba despectivo con ella, maleducado y arrogante; la atacaba, vengándose una y otra vez de lo del «caramelo masticable salado», de lo de «transparente», de su sexualidad agresiva y de la chaqueta de cuero italiano. Los andrajosos soldados de caballería de su fantasía salían de las nieblas matinales cabalgando a lomos de sus jamelgos exhaustos, sedientos de sangre.

      Resultó que Helen, con esa predictibilidad típica del melodrama, se enamoró de Joe. Era tan delicado, tan vulnerable, y sin embargo tan orgulloso… En el momento en que Joe se dio cuenta, el muy mentiroso le dijo que Hope y él se estaban planteando «volver a intentar estar juntos otra vez». Era cruel de una forma precisa, aunque no sutil.

      Durante el confinamiento final de Helen en el hospital, Joe la visitaba casi a diario, le llevaba flores, revistas, libros; una vez, por increíble que parezca, le llevó un ejemplar de Mientras agonizo: se había vuelto mezquino de una forma casi temeraria. ¿Qué podía perder? De vez en cuando, le cogía la mano y se sentía generoso e indulgente. Me gusta pensar que Joe consideraba aquellas pequeñas atenciones ejemplos de un refinado sentimiento de noblesse oblige.

      Por supuesto, asistió al funeral vestido con un traje nuevo de color azul oscuro: nada le habría podido impedir que estuviera en la primera fila del cortejo fúnebre. Lo sorprendente es que Hope fue con él. Joe permaneció allí de pie en la plácida mañana, con la cara convertida en un prodigio de abstracción, con Hope a su lado, encontrando un destino útil para su mirada inexpresiva, ataviada con un vestido negro y plateado impresionantemente severo que se había comprado el mes anterior para una inauguración importante. Estaban tan ansiosos por verse que se besaron y se abrazaron con fuerza y se manosearon en el taxi de vuelta de Queens a casa. Quizás fuera el primer paso para intentar estar juntos otra vez.

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