Gilbert Sorrentino

La luna en fuga


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los detalles de aquella mentira, me di cuenta de que estaba visualizando a Clara Stein. De manera que ya podéis ver el punto al que había llegado.

      Mi novela estaba terminada y emprendí el proceso de volver a mecanografiar el manuscrito sin pulir, al que me gustaba pensar que le había dado todo. Empecé a frecuentar los mismos bares a los que había ido antes de empezar a trabajar en el libro, y en ellos oí varios informes acerca de los Stein. Ben, Clara y Rosalind habían intentado que funcionara su trío, pero no había manera, y Ben se había marchado con Rosalind a Taos, donde ella lo había dejado por el propietario de una cadena de supermercado de Oklahoma que tenía la mayoría de las acciones de dos de las galerías de Taos. «¡Montañas, montañas, traedme más montañas!», les ordenaban sin duda los directores de las galerías a sus hordas de pintorzuelos rústicos. Luego los Stein volvieron a juntarse y Ben dejó embarazada a Clara, para demostrar su amor o su hombría o su desprecio. Más o menos por la misma época en que oí aquella historia, los Stein volvieron a Nueva York para que Clara abortara. Al padre de ella no le gustaba la idea, pero el aborto, si se hacía en el momento oportuno… era igual que la universidad o el sol, era bueno. La visita de los Stein fue fugaz y no llegué a verlos, aunque sí que hablé brevemente con Ben por teléfono. Despreciaba al feto condenado tanto como despreciaba a Clara y a sí mismo. O por lo menos esa es la impresión que me llevé. Pero quizás me equivocara, quizás Ben simplemente estuviera nervioso.

      Había terminado mi novela y se la mandé a un editor de una de las grandes editoriales, un hombre al que había conocido unos años atrás en una de mis «meriendas» de profesores de literatura inglesa. El editor era corpulento y renqueaba, y los martinis con vodka le habían impedido tener una carrera brillante. Almorzamos en uno de aquellos pequeños restaurantes-bar franceses de la zona de la Cincuenta Este, un detalle que recuerdo con mucha claridad porque dos mujeres y un hombre de la mesa vecina a la nuestra estaban hablando borrachuzamente pero en serio de sus aventuras sexuales del fin de semana anterior. En cualquier caso, De incendios parciales era demasiado larga, estaba demasiado atiborrada de tramas, en realidad eran dos novelas, los personajes estaban sin desarrollar y no resultaban convincentes, a excepción de la mujer que estaba casada con Jerry, ¿cómo se llamaba? Quizá si la reescribiera… Me fui a casa embotado por la borrachera e hice pedazos el manuscrito. Mi sensación de alivio fue casi igual de grande que el día en que se había marchado de mi vida mi rosa polaca. Ahora me sentía libre para… hacer cosas. Para hacer cosas.

      Una de las primeras cosas que hice fue conocer, en una fiesta en honor de alguien que había hecho una lectura en el YMCA, a una chica realmente encantadora que estudiaba yoga y escribía unos poemas que eran un festival de nombres abstractos, todos desgranados con una meticulosidad métrica digna de John Betjeman. Vivía en un apartamento hermosamente amueblado de Saint Marks Place, al que me mudé con ella poco después de que se nos pasara la lujuria inicial. Justo antes de dejar mi trabajo en la compañía de jabones, le pedí que me recogiera un día a la salida del trabajo, a fin de poder exhibirla delante del capataz. Aquellas pequeñas crueldades vuelven ahora a menudo para atormentarme. Me gusta considerarlas simples aberraciones, o desvíos del camino verdadero.

      De manera que Lynn me mantenía. Mientras ella estaba en el trabajo —digamos que trabajaba en una editorial donde su inteligencia se revelaría pronto—, yo paseaba mucho, tomaba cafés e iba al cine. De vez en cuando, escribía poemas en la Olivetti de ella, una máquina que tiene el talento de hacer que todos los poemas parezcan de aficionado, o bien cogía los poemas de Lynn y trataba de rehacerlos con rimas distintas. Lynn era un hacha con las rimas.

      En mi paz inquieta, después de llevar a cabo mis paseos o mi mecanografiado del día, y mientras esperaba a que Lynn llegara a casa, me acordaba a menudo de los Stein, y me preguntaba qué tal le caería Lynn a Clara o, mejor dicho, me preguntaba cómo de mal le caería. Lynn llegaba entre las cinco y media y las seis, con algún detallito para «animar» la casa, como si aquellas cosas pudieran alejar Nueva York, que acechaba al otro lado de las ventanas. Traía flores, o un jarroncito japonés; a veces un pastel del Sutter’s; o un farolillo de papel para iluminar la cena de linguini y salsa de almejas que nos comíamos ya tarde, el Chablis y las peras de Anjou. Hablábamos de arte y de cine y de sus poemas. Ya casi había juntado su primer poemario y se estaba planteando publicarlo de forma privada en una pequeña edición en offset. Uno de los hombres del departamento de arte (qué expresión tan admirable) de la oficina le iba a hacer un dibujo para la cubierta; y era muy bueno. ¿Cómo iba a ser, si no? ¿Alguien conoce a un artista malo?

      Una tarde me emborraché mucho en el Fox’s Corner, un bar —ya desaparecido— de la Segunda Avenida frecuentado por jugadores profesionales y apostadores de las carreras de caballos. Si lo recuerdo es porque fue el día en que mataron a Kennedy en Dallas. Cuando llegué a casa, Lynn me estaba esperando con la tele y la radio encendidas, la cara seria y pálida y el cenicero lleno de sus Pall Mall a medio fumar. Me miró, compungida, como si se hubiera muerto alguien que la quería. Por alguna razón, aquello me excitó sexualmente y me arrodillé delante de ella y me puse a subirle la falda por encima de los muslos, abriéndoselos con delicadeza. Ella me apartó las manos de un bofetón y se puso de pie.

      —¡Dios mío! ¡Estás borracho! ¿Estás borracho y no te das cuenta de nada? ¿Es que no sabes lo que ha pasado? ¡Han matado a Kennedy! ¡Kennedy está muerto!

      Estaba encolerizada y eso me molestó hasta lo indecible; me molestó hasta la locura. Sonriendo con una vaga imitación del rictus compulsivo de Ben, decidí mostrarme despreocupado; ah, despreocupado, desenfadado, jocoso.

      —Ya, bueno, ¿pero qué ha hecho Kennedy por la novela?

      Supongo que Lynn hizo bien en pegarme; hasta los idiotas son capaces de mostrar lo que supongo que consideran cierta dignidad. De manera que ahí se terminó aquella aventura. Sólo se nos permite ridiculizar nuestras propias muertes. Me marché al día siguiente, mientras Lynn estaba en el trabajo, y dejé mi llave en el buzón, envuelta en un papel en el que había escrito: Ars gratia artis.

      Conseguí otro trabajo de secretario/mecanógrafo en una pequeña imprenta y me acomodé en un apartamento nuevo de la Avenida B, cerca del cine Charles. Una noche en una fiesta, un borracho me contó que Ben y Clara y una estudiante de arte se habían montado un nidito los tres juntos. Ben estaba trabajando en su doctorado, un estudio de las relaciones entre las canciones de las obras de Shakespeare y los coros del teatro griego, y ahora vivían en Cambridge. Su hijo, Caleb, estaba en un internado —demasiado tarde para que importara, claro—; Ben estudiaba, escribía y bebía; la estudiante de arte pintaba y bebía; y Clara… no me imaginaba qué debía de hacer Clara. La única imagen que yo me formaba mostraba a Clara y a la estudiante de arte rodeándose mutuamente las cinturas con los brazos y entrando dando tumbos en el dormitorio mientras Ben gruñía: ¿Claa-ra, Claaa-raaa? y le daba al bebercio.

      Poco después, conocí a una chica que había conocido a Clara en el instituto y me contó que Clara le hablaba a menudo de mí en sus cartas; me quedé conmovido. Aquella misma semana, fuimos al New Yorker y vimos por séptima vez La gran ilusión, luego cogimos un taxi hasta mi casa. El viernes siguiente, me llamó para preguntarme si me gustaría que viniera a pasar el fin de semana conmigo y le dije que me parecía bien. Cuando llegó, traía un pastel de Jon Vie y una vela de color verde azulado que estaba «hecha a mano». Mientras hacíamos el amor aquella noche, se echó a llorar y pensé en el capataz y en su mujer de fantasía. Quizás a fin de cuentas me había estado contando la verdad.

      En los años siguientes, se mezclan cosas completamente dispares, todas las cuales, sin embargo, son esencialmente la misma. Mi chica Jon Vie me plantó una noche en un bar después de que me pusiera a insultarla porque no dejaba de hablarme sin parar de Saul Bellow.

      —Vete a la mierda, tú y tus escritores judíos —le dije, o algo equivalente—. Esos escritores judíos no nos representan a los proletarios y a la clase obrera. —No sé por qué le dije aquello: no tengo nada contra Saul Bellow; ni siquiera lo he leído.

      Más o menos en la época de aquella rajada, empecé a escribir otra vez, pero me resultó poco satisfactorio, tanto el acto en sí como el producto. Se me ocurrió escribir una historia de detectives y ganar