Gilbert Sorrentino

La luna en fuga


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eran muy buenos amigos. Estoy seguro de que incluso cantó unos cuantos compases de aquella vieja melodía que decía «We see more of each other than when we were together». Podía ser un maestro de lo nauseabundo sin apenas intentarlo. A Hope le iba bien trabajando de secretaria/ recepcionista/chica para todo en una galería del Uptown dedicada a la Escuela de Lo Que Vende. Hope tenía un gusto maravilloso, explicó Joe; ahora además se sentía útil, involucrada de verdad en el mundo del arte, del que hasta entonces nunca había tocado nada más que los márgenes. Casi me imagino la cara lacada de Hope paseando plácidamente por entre las mercancías en exposición; casi la oigo diciéndole a algún pintor sin blanca, desesperado y con la corbata arrugada, que le llevara una selección de diapositivas a color. Bebieron un poco más, contemplando en silencio el esplendor de Hope. Y luego, sólo para dar una vuelta, y también porque estaba un poco borracho, Joe subió con Ed al Uptown para ver a Helen.

      Helen le había pedido a Ed que la ayudara a elegir marco y paspartú para un pequeño dibujo a tinta que le habían regalado y, mientras Ed y ella lo discutían, Joe se paseó por el apartamento, contemplando la pequeña pero preciada colección de cuadros y libros de Helen. Se podría decir que estaba definiendo sus intenciones hacia aquella atractiva mujer. Era madura, otra palabra que le gustaba a Joe; la típica ex alumna de la Sarah Lawrence o de la Barnard que había visto mundo. La vida la había usado, igual que ella había usado la vida, etcétera. Joe tenía la sensación de estar adentrándose en una película importante, todo caras angustiadas, diálogo poco inteligible e imágenes desdibujadas. Se sirvió otro vodka y su mirada se encontró con la de Helen. Joe la vio delicadamente descolorida; había algo irrevocablemente roto en ella. Se repanchingó contra la pared, galante y aristocrático; sobre el fondo del raído y turbulento cielo gris de su mente, las barras y estrellas crepitaron al viento.

      De camino al Downtown, Ed le contó que Helen tenía cuarenta y dos años y que estaba haciendo tratamiento de quimioterapia para la leucemia. Para Joe aquello resultaba inesperadamente perfecto; ¿cómo podía ella resistirse, teniendo la tragedia encima, al hecho de que Joe se le ofreciera a modo de regalo? La opinión que tenía Joe de sí mismo se basaba sólidamente en el hecho de ser un producto de aquella aristocracia solipsista que se aglutina en torno al núcleo del arte; y a la que el arte le confiere su aliento y su razón de ser. Era, en su individualidad falsa, completamente vulgar. Y también lo era Helen.

      Joe no sabía esto de Helen; ni tampoco lo sabía de sí mismo, ciertamente. De hecho, Joe le veía a Helen las credenciales de aquella elegancia natural y espontánea de la que estaba infundido su propio pasado de leyenda, y ella ocupaba un sitio en aquel lugar neblinoso donde el padre de Joe bebía julepes y jugaba al croquet en céspedes de color esmeralda, con el sol reflejándose deslumbrante en su ropa de franela blanca y en su gorra de lino. Joe tenía la sensación de que sobre la persona misma de Helen había una pátina que él podía rascar y desprender y ponérsela a sí mismo en forma de capas suaves y lustrosas. Para Helen, Joe era lo bastante joven como para resultar interesante, pero no lo bastante como para hacer gala de un deseo desmañado y trillado. De manera que se hicieron amantes. No sé cómo decir esto sin parecer frío ni vulgar, pero Helen consideraba a Joe una última aventura. Los sentimientos de Joe hacia Helen eran, como habréis adivinado ya, fríos y vulgares.

      En relación con el pasado de Helen, no hay mucho que decir. Se había tallado de cualquier manera un icono torcido que hacía pasar por gusto, había conseguido una fachada impactante y había estado casada dos veces con hombres vagamente creativos que habían cosechado un éxito moderado en trabajos vagamente creativos; la clase de hombres que llevaban corbatas de nudo francés y fumaban cigarrillos puros holandeses. A los treinta y tantos años había pintado un poco y había hecho con torpeza algunos papelillos en teatros del off-off-off-Broadway; en el mismo lodo también habían quedado enterrados una clase de danza moderna y un taller de poesía. Entenderéis por tanto que era la contrapartida femenina de Joe. El único elemento que la distinguía por completo de él era el hecho de su grave enfermedad: la muerte y la enfermedad son máscaras impenetrables detrás de las cuales quedan completamente ocultas las mezquindades y las fealdades de la personalidad. El hecho de que tendamos a perdonar o pasar por alto los defectos de los condenados seguramente sea lo que nos salve de la monstruosidad total. Pero hay que tener en cuenta, por poco generoso que resulte, que Helen era un caos de ideas a medio formar, siempre insistiendo en lo fina que tenía la piel, lo cual no le había impedido traicionar de forma oportunista a sus maridos e hijos, que se habían criado entre medicaciones y terapias, con la salud echada a perder por aquella madre que abrazaba con fervor imbécil, por ejemplo, la idea de Mick Jagger como Profeta. Joven, joven, sempiternamente joven mientras se precipitaba a su muerte esgrimiendo un ejemplar del Village Voice.

      Es importante saber que Joe creía, durante las primeras semanas de su relación, que era su «arte» lo que la había seducido; siempre había sido su «arte» el que le había traído sus pelotones de jovencitas en celo: era el sutil anzuelo que usaba para atraparlas y después levantarles la falda. Y, si le fallaba el «arte», entonces Dixie se materializaba de la nada (ciertamente de la nada). Cuando Joe descubrió que aquel no era el caso con Helen, se quedó desconcertado, luego dolido y por fin se enfureció. Ella se limitaba a tomar a Joe por un joven encantador y estéticamente intenso como muchos otros; muy parecido a sus maridos y a sus amantes previos. Y tenía razón, pero nadie nunca había obligado a Joe a afrontar la falsedad que era su vida y la insignificancia de sus productos. Joe se movía en un mundo de gente igual de falsa que él, de manera que su interés mutuo se basaba en mentiras interdependientes. Se consideraba a sí mismo un poeta de «camarilla» con una producción meticulosamente limitada; igual que sus amigos. Y ahora, de pronto, allí estaba Helen, que con ecuanimidad genuina lo trataba como a un diletante amateur; en el caso de Joe, la expresión no es tautológica: lo era y lo sería siempre. Jamás se le ocurrió que Joe pudiera pensar en sus invenciones como si fueran poemas. Una noche, ella le dijo que un poema suyo le hacía pensar por alguna razón en caramelos masticables salados. Lo cual no estaba nada mal. Joe no estaba acostumbrado a aquella clase de comentarios sobre su trabajo; Hope jamás le había dicho nada parecido, ya que lo consideraba un artista serio e incomprendido, aunque habría sido incapaz de reconocer el arte ni aunque este le estuviera fracturando el cráneo.

      Joe y Hope cenaban juntos una vez por semana; eran civilizados y comprensivos y buenos amigos y todo eso. Se hacían eco incansablemente de hasta el último tedioso cambio moderno. Hope sabía que Joe y Helen estaban teniendo una aventura; Ed Manx le había hablado de Helen y Joe había corroborado la historia; y el cómo. Para ella se trataba de una aventura «amigable», y de alguna forma buena para Joe: una mujer madura y buena que podía discutir de arte con su marido. Oh, de vez en cuando se sorprendían juntos en la cama, pero era casi por accidente, o bien era el precio a pagar por cultivar la belleza. Comían su cóctel de gambas y ella se mostraba fiablemente lista y cautivadora. Eran Peck y Peck, tal cual, siempre charlando de algún pintor de ultimísima hornada que pintaba «cosas muy locas». La mirada de Hope era inexpresiva y tenía esa falta de profundidad peculiar de los nativos de California del Sur, lo que se podría denominar el equivalente ocular de una boca entreabierta. Había ensayado años para conseguirla, Dios sabe por qué: sospecho que la confundía con sang-froid. Ah, todavía tenía algo para Joe; él la miraba con falsa calidez y afecto y ella le devolvía aquella mirada, esforzándose para emular su falsedad. Qué divinos momentos, qué sereno rapto.

      —Es bonito y transparente —dijo una noche Helen refiriéndose a un poema nuevo que Joe había caracterizado humildemente de «avance espectacular». Joe llevaba cinco o seis años escribiendo y cada año tenía uno de aquellos avances espectaculares. Sus poemas no cambiaban ni tampoco mejoraban, pero en aquella insistencia suya en los descubrimientos estéticos había la ilusión de que iba a mejorar sus pinitos literarios. Joe era uno de esos «escritores» que al principio uno considera un simple novato; luego un día cristaliza la conciencia de que esa persona ya lleva diez años o más intentándolo sin éxito. Y eso basta para calificarlo de mentecato. Quiero decir que es muy… claro, sí, eso. Transparente.

      Joe, furioso pero sin decir nada, recostado en el sofá debajo del dibujo a tinta cuyo marco y paspartú habían resaltado sus defectos, permitió a Helen que le desabrochara el cinturón y la bragueta de los pantalones. ¡Era