Gilbert Sorrentino

La luna en fuga


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en un minuto. Me vestí y me marché, y me pasé una hora paseando sin rumbo, con ganas de volver al hotel. Clara me volvería a llamar «Ben». Me podía enseñar cosas divertidas que sabía hacer. Me terminé de emborrachar en un bar de la Sexta Avenida, al lado de la Calle 14, y perdí la cartera en el taxi que me llevó a casa.

      Al día siguiente, llamé a la señora Stein a su hotel y el empleado de recepción me dijo que se había marchado muy temprano. Ahora me doy cuenta de que ni siquiera llegué a enterarme de por qué había venido a Nueva York, que quizás no hubiera venido más que para verme. Aunque, si conozco un poco a Clara, debió de venir para visitar a su madre o a su padre, o para hacerse un chequeo dental, o para comprarse ropa. No habría venido desde California sólo por los viejos tiempos. Conozco a Clara.

      Ahora vivo en un apartamento más que decente de un edificio antiguo pero bien conservado de la Avenida B con la 10, con la mujer separada de un músico de estudio. Se saca un salario muy bueno como compradora para Saks, así que he dejado el trabajo. Fuera, Tompkins Square Park y las calles se estremecen bajo el asalto de las hordas de consumidores descerebrados de drogas. Pero aquí dentro estamos a salvo, detrás de nuestras cerraduras triples y nuestras ventanas con barrotes. Más o menos una vez al mes, mi novia, que es tremendamente brillante —se graduó magna cum laude en ciencias políticas por el Smith College—, y yo invitamos a casa a un joven cineasta y a su mujer para ver películas guarras filmadas en una comuna de Berkeley. Bebemos vino y fumamos un montón de marihuana y pasa lo que pasa. Cada vez que vienen, nos fingimos horrorizados porque pueda pasar «algo», entre el vino, la maría y las películas. Nos reímos e intercambiamos comentarios delicadamente sugerentes. Parece obvio que le gusto mucho a la mujer del joven cineasta. Cada vez que vienen a visitarnos, es un nuevo principio y nadie habla de la última vez.

      He empezado otra vez a escribir poemas, o bueno, siendo honestos, son más bien intentos de poemas. Pero a mí me parecen sinceros. Fluyen de forma natural y controlada. Le gustan a mi chica.

      Esta mañana me ha llegado una carta de Ben. Ha tardado tres semanas en llegarme porque Ben la mandó a la dirección de la Avenida C. La verdad es que no sé qué voy a hacer con ella.

      La estoy releyendo ahora. En algún lugar del edificio hay un joven cantando una canción con acompañamiento de guitarra. No entiendo la letra, pero sé que trata de la libertad, del amor y de la paz; una paz perfecta en este mundo oscuro de pecado.

       querido colega

       siempre estuviste loco por huir de la vida. aquí en colorado —el campo nos traerá la paz—, estamos juntos, todos juntos, suzanne, una chavalita dulce y encantadora, y también clara. ven a vernos. abundan el buen pan y las buenas mamadas. una comuna para todos los perdidos –istas. ¡flipa con nosotros!

      ¡ay, dios! todos estábamos enfermos o heridos pero ahora nos vamos a curar. ¡vente! no eres tan puñeteramente viejo.

      te quiero,

       ben

       TIERRA DE ALGODÓN

      Joe Doyle era hijo bastardo y su padre natural se apellidaba Lionni, o Leone. No tengo ni idea de quién le había legado el apellido Doyle. Imaginemos que su verdadero padre era un bocazas que se pasaba el día en una tienda de golosinas del Bronx, leyendo The Green Sheet y haciendo apuestas sin posibilidad alguna de ganar. Cuando uno habla de la Gente, es necesario acordarse de que siempre hay que incluir al padre de Joe. Es inexplicable, pero se han escrito novelas enteras explorando a personajes como él. Quizás esas novelas les permitan persistir.

      Más o menos por la época en que Joe decidió que iba a ser «escritor», le cambió en la mente su apellido paterno y pasó a pensar que era Lee. O por lo menos convenció a todos sus conocidos de que él creía que su padre se apellidaba Lee. Ah, misterio. Quedó sin explicar por qué su padre se iba a cambiar el apellido de Lee a Lionni, pero el enigma sólo sirvió para volverlo todo más neblinosamente romántico. En cuanto se acepta una aberración, sus variaciones posibles son virtualmente ilimitadas: piensen en la publicidad. Poco después, juro que Joe pasó a considerarse descendiente de Robert E. Lee, y el viejo Sur en ruinas, las grandiosas plantaciones de antaño y las hermosas mansiones en llamas de antaño, se volvieron parte de su herencia. Y podría haber sido cierto si las cosas hubieran sido un poco distintas en un sentido u otro, ¿verdad? Así lo pensaba Joe a veces.

      Aquellas rutilantes patrañas le resultaban útiles a Joe en su vida; gracias a ellas podía sacar a su padre de los apartamentos angostos y llenos de cucarachas y de los trabajos de ayudante de camarero en Horn and Hardart e insertarlo en unas nubes rosadas que resplandecían con luz romántica. Ya no era el hombre que su madre le había descrito a menudo con amargura y burla, el amante desempleado con traje de Crawford y dos pares de pantalones y el aceite capilar de esencia de rosas, que se abrillantaba el pelo hasta que le parecía hule, sino un héroe quijotesco y sin ataduras cuya sangre rebelde lo impulsaba a desaparecer de las cocinas llenas de roedores en las que Joe había crecido. Joe, por supuesto, se adjudicaba a sí mismo aquella misma sangre imaginaria.

      Joe mantenía en un sutil segundo plano toda aquella refulgente gloria perdida, exponiéndola discretamente cuando le podía beneficiar en algo, y se alimentaba de su energía. Ciertamente era una especie de motor, y no interfería para nada con su trabajo, su vida social ni su «escritura». Joe se convirtió en eso que llaman artista; y cómo le encantaba la palabra; todavía me acuerdo de cómo la decía: «Bueno, la cuestión de si Flaherty es artista…». Porque ser artista era ser como el tozudo ejército confederado en retirada. Empezó a escribir poemas, con palabras de verdad, y a contarlas, las palabras, sobre papel de verdad. Era una actividad «interesante», que le permitía entrar en un mundo que parecía ofrecer más que, por ejemplo, el mundo de la numismática. La cuestión de si aquellos poemas eran realmente aceptados como arte tiene poca relevancia en esta historia; aunque sospecho que no es tanto una historia como una variación menor sobre una fábula común. El mundo está lleno de gente con talento e inteligencia que produce cositas artísticas con las que se nutre de alguna manera otra gente con talento e inteligencia; con las que obtienen lo que necesitan para sus dolencias. A veces pienso que por un lado son todos simples Joes con sus variaciones de madreselva falsa y noches de Alabama, y por otro lado están aquellos que se acercan lo bastante a ese glamour cogido con pinzas. Todo es muy excitante y todo el mundo queda muy contento.

      Joe conoció a Helen Ingersoll en 1965, unos cinco años después de manufacturar su leyenda de magnolias de papel. En compañía de un amigo, Ed Manx, había ido a una lectura de poemas en un pequeño teatro siniestro y chirriante del Downtown, al lado de la Segunda Avenida. Creo que el teatrillo ahora es un restaurante macrobiótico, o una «tienda para fumetas»; no es culpa mía que la nomenclatura de la presente generación sea tan espectacularmente fea. El poeta era un amigo suyo brumoso de los 50 que había estado viviendo unos años en el Sudoeste y había vuelto un mes para atender a unos asuntos familiares. Sus poemas actuales trataban de la libertad y del adobe y la arena blanca, de esa manera en que los poemas de Robert Frost tratan de América; es decir, los conceptos eran extendidos como si fueran una capa de esmalte con brillo. Podéis imaginaros la mesilla llena de muescas detrás de la que se sentó el bardo, su lata de cerveza y las carpetas de anillas negras que tenía al lado mientras leía, curiosamente, de un libro de versos que había publicado hacía casi diez años, en una época en la que había albergado una noción poderosamente irreal de su propio talento. Leyó aquellos antiguos poemas como si fueran ejemplos de aberración juvenil. Es decir, se rió de lo que ahora consideraba su «sentimentalismo de alcoba», en sus propias palabras. Cuando Joe le preguntó por Nuevo México o Colorado o algún otro desierto chic, el poeta le contestó: «Querido, nunca supe qué era una línea larga hasta que vi aquellas montañas». Ya os hacéis la idea. Joe y Ed se dedicaron a beber de un botellín de Dant que Ed llevaba dentro de la gabardina, con unas expresiones intensas y vacías en las caras detrás de las cuales se arrastraba y arañaba el aburrimiento. En el intermedio, cruzaron la calle para ir a un bar y ya no volvieron a la lectura.

      Joe se puso