Gilbert Sorrentino

La luna en fuga


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cosas, con gatos encima de los montones de libros y tal. Era la primera vez que Arnie veía una sala de estar soterrada y la visión marcó para siempre su idea de lo que era la buena vida. Rebecca estaba hablando con Marv y Robin, que se tenían que casar dentro de un mes. Eran judíos, increíblemente y prodigiosamente judíos, sus padres les sonreían y les prestaban dinero y coches. Él se sentía abatido con su ropa chillona de Brooklyn.

      Enfundaré la carne virgen de Rebecca en un vestido negro de lino, con una gargantilla de perlas. ¿He mencionado que su pelo era del color de la miel? Creedme cuando os digo que él le quería besar los zapatos.

      Todo el mundo estaba bebiendo Cutty Sark. Esto os da una idea no de quiénes eran, sino de quiénes creían ser. Se esforzaban desesperadamente a pesar de ser agosto, pero debajo de la piel de zapa y del nylon tenían escondidas las extremidades bronceadas. Sheila puso «In the Still of the Night» y las seis parejas se pusieron a bailar. Cuando cogió a Rebecca en sus brazos, le pareció que iba a llorar.

      Arnie no quería ni oír hablar de la Evander Childs ni de Gun Hill Road ni de la Calle 92. No quería saber qué decía el estudiante de bachillerato médico con quien Rebecca estaba saliendo. Cuya mano le había tocado los muslos secretos. Era completamente insoportable saber que aquel fantasma los conocía de una forma específicamente erótica que a él le estaba vedada. Él los había tocado decorados con ligas y medias. Unos muslos distintos. Ella había estado en el Copa, en el Royal Roost y en el Lewisohn Stadium para asistir al concierto de Gershwin. Ella hablaba del New Yorker, del Vogue, de e. e. cummings. Volaba ante sus ojos, flotando en sus zapatos I. Miller de charol de tacón alto.

      Sentados juntos en la cama de la habitación de los padres de Sheila, Rebecca le dijo que todavía lo quería, que lo querría siempre, pero que era muy difícil no salir con otros chicos, tenía que mantener a sus padres contentos. Estaban preocupados por él. En realidad no lo conocían. No era judío. Muy bien. Muy bien. ¿Pero era necesario que se lo permitiera a Shelley? ¿Era necesario que fuera al MoMA? ¿Al Met? ¿Dónde estaban aquellos sitios? ¿Qué era la University of Miami? ¿Quién es Brooklyn Law? ¿Qué clase de dios coge prestado un Chrysler y va al Barrio Latino? ¿Qué es un restaurante para miembros? ¿Cuánto cuesta el Bénédictine? Las acciones épicas de ella, los zapatos de Flagg Brothers de él.

      Había un chico que casi se la había tirado. Ella le había dejado que le quitara la blusa y la falda, ¡nada más!, en una fiesta de alumnos de segundo año del CCNY. Estaba un poco colocada y él se le corrió encima de la combinación. Fue muy feo y ella se quedó avergonzada. Vapuleándole el corazón a Arnie con su sinceridad. Bueno, yo también estuve a punto de cagarla, mintió él, y le aterró el hecho de que Rebecca pareciera aliviada. Se levantó y cerró la puerta y luego se tumbó en la cama con ella y le quitó la chaqueta y el sujetador. Ella le abrió la bragueta de los pantalones. ¡Se acabó el tiempo!, dijo Sheila, llamando a la puerta y luego abriéndola para verlo a él con la cabeza en los pechos de ella. Oh, oh, dijo, y cerró la puerta. Por supuesto, aquello lo estropeó todo. En la década siguiente nos deshicimos de mucha de aquella gente reprimida y ahora todos somos libres y felices.

      A las tres en punto, Arnie le dio un beso de buenas noches en Yellowstone Boulevard bajo una fina llovizna. Llámame, le dijo, y yo te llamaré también. Ella se alejó hacia su fastuosa vida judía, hacia los mambos y el Blue Angel.

      Déjame venir a dormir contigo. Déjame tumbarme en tu cama y verte con ese pijama precioso. Haré lo que digas. Honraré a tus preciosos padres. Me esconderé en el armario y no causaré problemas. Trabajaré de reponedor en la preciosa fábrica de jerséis de tu padre. No es culpa mía si no soy Marvin o Shelley. ¡Ni siquiera sé dónde está la CCNY! ¿Quién es Conrad Aiken? ¿Qué es la Bronx Science? ¿Quién es Berlioz? ¿Qué es un Stravinsky? ¿Cómo se juega al mah-jong? ¿Qué quieren decir schmooz, schlepp, Purim, Moo Goo Gai Pan? ¡Ayuda!

      Cuando se bajó del metro en Brooklyn al cabo de una hora, vio a sus amigos a través del ventanal de la cafetería abierta veinticuatro horas, echándose café en el gran foso de sus panzas llenas de cerveza. Los despreciaba igual que se despreciaba a sí mismo y al barrio entero. Luchó para no pensar en ella y no tener que imaginar su sutil elegancia en aquellas calles de infiernos vulgares, bendición e incienso.

      En Nochebuena, Arnie se marchó de la fiesta de la oficina a las dos, a pesar de que una de las chicas de archivos, cuyo catolicismo se había visto temporalmente desplazado por el Four Roses con jengibre, lo había besado con lengua en el almacén.

      Rebecca estaba fuera, esperándolo en la esquina de la 46 con Broadway, y se cogieron de la mano muy, muy brevemente. Caminaron sin rumbo en medio del frío gris e inclemente y se detuvieron un rato frente a la pista de patinaje del Rockefeller Center para contemplar a los dueños de Manhattan. Cuando empezó a hacer demasiado frío, pasearon un poco más y terminaron en el Automat que había delante de Bryant Park. Cuando ella se quitó el abrigo, se le movieron los pechos por debajo del jersey de ganchillo que llevaba. Tomaron café con donuts, rodeados de borrachos de las fiestas de las oficinas que se estaban quitando las borracheras antes de volverse a casa.

      Luego pasó lo siguiente: podemos ir a Maryland y casarnos, le dijo Rebecca. Ya sabes que cumplí dieciséis hace un mes. Quiero casarme contigo, no aguanto más. Arnie se sintió excitado y aterrado y tuvo una erección. ¿Cómo podía soportar aquella imagen? Los pechos de ella, su perfume familiar, figuras enormes de divas del cine rutilantes con sus atuendos de seda y encaje en cómodos dormitorios de fondas de Vermont; persianas golpeando, la lluvia cayendo a mares, los cuerpos enredados, ¡casados! ¿Cómo llegamos hasta Maryland?, dijo él.

      Sobre la superficie de la mesa la mano de ella, con sus dedos largos y delicados, las lunas perfectas, las lunas de Carolina de sus uñas. Le otorgaré hasta el último milagro: le introduciré suavemente aroma de magnolia y jazmín en la entrepierna y le permitiré que mee champán.

      Sobre la superficie de la mesa la mano de ella, medias lunas resplandecientes sobre lagos de azul prusiano en crepúsculos de verde perenne. Sus ojos grises, con motas de bronce. En sus dedos una cadenilla dorada y en la cadenilla una llave de coche. El coche de mi padre, me dijo. Podemos cogerlo y estar allí esta misma noche. Entonces podremos estar casados por Navidad, dijo él, pero tú eres judía. Vio a un borracho que salía a la Sexta Avenida llevándose sus vidas dentro de una bolsa de papel. Lo digo en serio, dijo ella. No lo soporto, te quiero. Y yo a ti, dijo él, pero no sé conducir. Sonrió. Lo digo en serio, dijo ella. Y le puso la llave en la mano. El coche está aquí en el Midtown, junto a la Novena Avenida. En serio que no sé conducir, dijo él. Sabía jugar al billar y beber cócteles de cerveza con whisky, llevar la cuenta de las anotaciones de los partidos de béisbol y de los resultados de las carreras de caballos de hándicap, pero no sabía conducir.

      La llave en la mano de él, una arruga de jersey fascinante en la cintura de ella. Por supuesto, la vida es una conspiración de derrota, un chiste sofisticado e interminable. Voy a conseguir dinero y nos iremos cuando empiecen las vacaciones, dijo él, cogeremos el tren, ¿vale? Vale, dijo ella. Ella sonrió y se pidió otro café, cogió la llave y se la guardó en el bolso. Todo era un chiste a fin de cuentas. Caminaron hasta el metro y él le dijo: te llamaré justo después de Navidad. Cielo gris e inclemente. Lo que Arnie recordaría era cómo le había ondeado a Rebecca el abrigo de cachemir gris en torno a los tobillos cuando se había girado al pie de la escalera para sonreírle y luego hacer el gesto de marcar un número de teléfono, señalarlo a él y después a sí misma.

      Dadle a estos críos un Silver Phantom y un chofer. Un chofer negro, para completar la América a la que pertenecían.

      Ahora llego a la parte literaria de esta historia, y el lector puede elegir pasarla por alto y contemplar el perfil de Rebecca sobre el fondo de los azulejos relucientes de las escaleras del metro de la IRT, ya que Rebecca ha salido de la realidad de la narración, por fragmentada que estuviera. Esta postdata ofrece algo distinto, algo elegantemente artificial y discreto, como uno de esos jerséis de diseño que ahora fabricaba el padre de ella, algo blanco y estilizado como los pantalones acampanados de los marineros. Os garantizo que será increíble.

      Sitúo al joven en