Gilbert Sorrentino

La luna en fuga


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incansablemente. No puedo explicaros de forma clara por qué asistía yo a la universidad: digamos que quería aprender latín. Pues bueno.

      Ben y yo suspendimos aquel curso, pero a Ben, que estaba siendo mantenido por el padre de Clara, le entró el pánico. Tenía miedo de quedarse sin su estipendio mensual y de verse obligado a dejar los estudios o ponerse a trabajar. El lector necesita saber que en los años 50 Ben era miembro de una gran minoría de jóvenes que pensaban que la vida no existía fuera del mundo académico, es decir, que la vida dentro de la universidad era la vida real; fuera estaba aquella gente que hablaba con errores gramaticales y veneraba la bomba de hidrógeno. Dios sabe qué habrá sido de aquellos académicos; sólo sé lo que les pasó a Ben y a Clara. En cualquier caso, a mí no me importó mi suspenso, pero fue interesante ver la reacción de Ben a la mala nota: rogó, suplicó, repitió el examen y terminó el curso con un aprobado pelado. Cuando digo que fue interesante, quiero decir que pude ver que Ben no era la figura romántica byroniana por la que yo lo había tomado. De alguna manera, tenía una meta, había hecho —¿cómo llamarlo?— «una apuesta en la vida». Yo, en cambio, sigo más o menos buscándome a mí mismo, si podéis soportar esa expresión. Pero, bueno, eso no viene al caso; esta es la historia de los Stein.

      Supongo que fue por entonces cuando conocí a Clara, la media naranja de Ben; la banalidad de esa expresión es, en el caso que nos ocupa, la perfección misma. La escena: un día caluroso de junio. Ben había obtenido permiso para hacer su examen de recuperación. Me invitaron a su apartamento para tomar una copa y cenar y «ver al bebé», Caleb. Por entonces, yo salía con una chica que colaboraba habitualmente con la revista literaria del Brooklyn College y cuyo padre era delegado de lo que solía ser una sección sindical comunista. La chica en cuestión leía The Worker y me intentaba hacer leer las novelas de Howard Fast. Si ha seguido el patrón típico de su generación, se habrá casado con un farmacéutico y vivirá en Kips Bay; pero en aquella época era mi amante, o, permítanme que lo escriba así, Mi Amante. ¡Qué flagrantemente serios éramos! Lona llevaba el diafragma en el bolso y descubrimos que John Ford era un gran artista. Fuimos juntos a ver a los Stein en su apartamento de Marine Park.

      Los vasos más exquisitos, altos y finos como el papel, llenos de café Medaglia d’Oro helado y con nata montada encima. Coñac Hennessy de cinco estrellas. Aguacates cortados en tiras con rodajas de lima. Pan de centeno firme y salado con queso Brie. Con mi camisa caqui descolorida, con un desgarrón en el hombro allí donde me había arrancado de mala manera el parche que antaño me había identificado, comí y bebí y entendí por qué a Ben le había preocupado tanto su nota. Clara dejó claro que el Hennessy era un regalo de su padre, que al parecer servía para poco más.

      —¡En su puñetero Cadillac con aire acondicionado!

      —¿Qué más? —dijo Ben.

      —De gustibus.

      Lona estaba soltando su arenga sobre las bellas simetrías de Costa bárbara, Ben se estaba ventilando el coñac y el bebé estaba llorando. Hablamos de Charles Olson, a quien yo apenas conocía. Clara pensaba que era «una puta mierda», un Ezra Pound falso: lo conocía del Bard o de Benington o de algún sitio. Norman Mailer también era «mierda», igual que el partido comunista, Adlai Stevenson, la paz, la guerra y Ben. Ben se estremeció un poco y dijo, ¿Cla-ra, Claa-ra, Claaa-raaa? En la puerta, Ben me enseñó una grieta que tenía en la suela del zapato para demostrarme su penuria. Pronto me di cuenta de que Ben siempre estaba sin blanca; es decir, esa era su máscara. Hablando en términos financieros, su vida era notablemente estable; pero siempre estaba sin blanca. Conseguir aquella actitud era un talento que tenía la clase social de Ben, una actitud que ha persistido e incluso se ha refinado. Por entonces, yo era lo bastante ingenuo como para pensar que para estar sin blanca había que no tener dinero.

      Lona y yo nos separamos poco después. Recuerdo que por la tarde cogí un ferry y, antes de que terminara el día, acabé en el Luigi’s, un bar situado cerca de la universidad, donde me emborraché con la oferta de Kinsey y cerveza. Triste, triste, quería estar triste. Era delicioso.

      Pasó un tiempo y les perdí la pista a los Stein. Ben se había licenciado y Clara, el bebé y él se habían marchado de la ciudad; Ben había cogido un puesto de profesor asistente en el Medio Oeste. Yo había dejado la universidad y estaba trabajando en una fábrica de Pearl Street, operando una prensa troqueladora que producía juntas y manguitos de Teflón. El trabajo me agotaba, pero me reconfortaba el hecho de que me dejara la mente libre para escribir. Por supuesto, si uno tiene la mente demasiado libre mientras opera una troqueladora, ya se puede despedir de un dedo o dos. Pero yo vivía atrapado por la mitología del escritor pobre en América; con la distancia que da el tiempo, me doy cuenta de que también contribuí un poco a aquel mito. No es un consuelo, ¿pero qué es entonces? Por las noches intentaba penosamente escribir una novela gigantesca y difícil, De incendios parciales, que ya hacía tiempo que se me había ido por completo de las manos, pero que yo insistía en pensar que me iba a labrar una reputación. No sé qué más hacía. Tuve una aventura con una chica que trabajaba en la oficina de la fábrica y que miraba mi manuscrito con temor; veíamos un montón de películas juntos y después íbamos a mi apartamento de Coney Island Avenue y hacíamos el amor. Ella se marchaba a medianoche; yo la acompañaba al metro y luego volvía a casa para observar la densa prosa que había compuesto la noche anterior. Creo que nunca he estado tan cerca de la desesperación.

      De pronto, los Stein volvieron, sólo para pasar un verano. Ben iba a trabajar en un programa teatral al aire libre destinado a llevar la cultura a alguien bajo la guisa de versiones en demótico de comedias de la Restauración. Casi todos los sábados íbamos a la playa en el coche de Ben. June, mi amante, no soportaba a los Stein, y ellos la consideraban una cateta graciosa. Clara se deleitaba haciéndole a June preguntas como por ejemplo cuál de los Cuartetos le gustaba más. Ben bebía cantidades ingentes de vodka con zumo de naranja, igual que yo. Un día me despidieron por tomarme tres lunes seguidos libres y tuve la suerte de conseguir el subsidio de desempleo. El sábado siguiente, June me pegó con su bolsa de la playa cuando la llamé «pequeña rosa polaca» y se fue llorando a coger el autobús. El resto del día, Clara pareció contenta y de buen humor, y al atardecer fuimos a nadar juntos y nos alejamos bastante de la playa. Aquel día, Ben me pareció el hombre más afortunado del mundo.

      Hacia el Día del Trabajo, Ben se lió con una chica llamada Rosalind, una flautista que asistía a la Juilliard. Se pasaba las tardes con ella en su loft de la calle East Houston. Clara no decía nada, pero empezó a tomar Dexedrina en grandes cantidades y a hacer comentarios sobre mi atractivo sexual cada vez que Ben prestaba atención. Ben hacía muecas y decía: «¿Claa-raa, Claaaraaaa?». Un día en que Rosalind había venido a la playa con nosotros y Ben y ella se habían ido caminando hasta la orilla, cogidos de la mano —¡amor inocente!— y recogiendo conchas, me acerqué a Clara y la besé y ella me abofeteó y me arañó la cara. Estaba temblando y ruborizada.

      —¡Asqueroso de mierda! ¡Cabrón asqueroso de mierda! — Pero no le dijo nada a Ben, como si la hubiera oído.

      Cuando en septiembre los Stein se volvieron a su vida del Medio Oeste, Rosalind se fue con ellos. Oí que Ben se había saltado la isleta en una autopista de ocho carriles y había estado a punto de matarlos a todos. No puedo concebir que fuera otra cosa que un accidente; tenía a Rosalind, tenía a Clara y tenía dinero. Creo que más o menos por aquella época conseguí otro trabajo, de despachador de camiones para una compañía de jabones ubicada junto al North River. El capataz no paraba de contarme que solía tirarse a su mujer todas las noches hasta hacerla llorar de placer histérico. Me encantaría poder decir que lo que me contaba el capataz era verdad, pero no. Mentía desesperadamente, casi con gallardía, viendo descender todas las tardes el sol sobre la fealdad del norte de Nueva Jersey mientras esperábamos que regresaran los camiones.

      De vez en cuando, una de aquellas viejas cafeteras se averiaba en las afueras de Paterson o de Hackensack y nos tocaba esperar varias horas ya de noche a que llegara para poder marcharnos. Entonces el capataz mandaba a buscar bocadillos y café y me hablaba de las piernas y el culo increíbles que tenía alguna chati y de «todo lo demás» que había visto en alguna parte, donde fuera. Los ojos se le abrían mucho a causa de aquella nostalgia notablemente