Gilbert Sorrentino

La luna en fuga


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del poema entero, pero estaba forjado con un lenguaje curioso y afectado, una especie de argot vanguardista que por entonces abundaba mucho. Los primeros versos decían así:

       Yo te toco y tú me

       tocas, tu panza y la mía

       tenía razón el viejo Catulo

       un millón de besos…

      En la página de colaboradores decía que el señor Stein era un «ex profesor de literatura inglesa que ahora vivía en la Bahía de San Francisco con su mujer y su hijo». No soy capaz de expresar la sensación de derrota que aquel pequeño poema me infundió en el espíritu. Entendí, eso sí, que mi abortado «regreso a la escritura» presentaba afinidades muy estrechas con aquella basura ridícula de Ben.

      Al día siguiente, ya no volví al trabajo, ni al otro, y luego fui a recoger lo que se me debía y a decirle al jefe que me tenía que ir a Chicago por una emergencia familiar. Viví con frugalidad de un dinero que tenía ahorrado, al que se añadían trabajillos ocasionales de corrector freelance; me asomaba a la ventana y componía mentalmente cientos de cartas a Ben y Clara. Pero eran imposibles de escribir, ya que necesariamente tendrían que estar llenas de nada que contar. Supongo que me avergonzaba un poco de mí mismo.

      Unas seis semanas antes de que se me terminaran los ahorros, me metí en una conversación ridícula con un idiota al que conocía desde hacía años. Él me estaba invitando a las copas y yo, con sinceridad de gorrón, no paraba de decirle, a medida que nos emborrachábamos, que no le podía devolver la invitación. De alguna manera, hicimos planes para colaborar en una obra de teatro que explotara la vertiente ridícula de los hippies. «¡Un exitazo, colega, un exitazo! ¡Quizás hasta podamos conseguir una puñetera beca y hacerla en los parques!» De forma que nos hicimos colaboradores y me mudé a vivir con él después de explicarle mi lamentable estado financiero. En fin, no quiero dar detalles, pero empecé a montármelo con su chica, que siempre estaba convenientemente en casa cuando no estaba él. Era una auténtica chica de anuncio de cereales, dientes blancos, ojos azules, pelo soleado estilo California; oh, Dios mío. Por supuesto, ella le contó nuestras infidelidades después de que una noche nos peleáramos amargamente por el valor artístico real de los Beatles. ¡Los Beatles! Ya podéis ver que yo había llegado más allá de la simple tontería.

      Mi amigo me echó de casa y alquilé una habitación por semanas en el Hotel Albert hasta que conseguí reunir las agallas para escribir a Ben y pedirle el dinero suficiente para pagar la fianza y el primer mes de alquiler de un piso estrecho en la Avenida C. Mientras le escribía, caí en la cuenta de que no tenía a nadie más a quien escribir. No esperaba que me mandara el dinero, pero dos semanas más tarde me lo mandó, un giro postal por ciento cincuenta dólares y una nota: Paz. La carta tenía matasellos de Venice, California, otro enclave del batallón perdido. Me mudé al piso nuevo, empecé a hacer trabajos temporales de oficina y recuperé parte de mi solvencia. Hasta conseguí mandar a Ben diez o quince dólares semanales para pagar la deuda. Pasaron unos meses, durante los cuales no supe nada de Ben ni tampoco de Clara. Mi experiencia me había permitido obtener otro trabajo de despachador de camiones para una compañía de publicidad por correo directo de la Cuarta Avenida, a unas cuantas manzanas al norte del Klein’s. Me encargaba de los camiones que hacían los trayectos diarios a las oficinas de correos, y ejercía un poco de capataz del constante ir y venir de personal. Como despreciaba a la dirección tanto como los trabajadores me despreciaban a mí, el trabajo era una pesadilla, y empecé a pasarme la hora del almuerzo bebiendo en un bar de la Calle 14. Las tardes me las pasaba en una neblina borrachuza de sudor, palabrotas y gritos. Por aquello cobraba cuarenta y ocho dólares semanales.

      Una tarde me llamó al trabajo Clara. Me preguntó si quería tomar una copa con ella después del trabajo; alguien le había dicho dónde trabajaba yo y se le había ocurrido que… Su voz era gentil, casi gentil, y también, me pareció, resignada. Ben estaba haciendo lo que siempre había querido hacer, escribir. Era feliz. ¿Acaso les importaba a Clara o a él que fuera mal escritor? ¿Acaso le importaba a alguien? Quedamos en encontrarnos a las cinco y media en un pequeño bar de University Place.

      Cuando llegué, Clara ya estaba en la barra, ventilándose el que parecía ser, a juzgar por sus modales, su tercer Gibson. Iba veraniega y bronceada con un vestido amarillo, sandalias amarillas y el pelo recogido. Me pedí un bourbon con soda y me senté en el taburete contiguo al suyo, dándole a su muñeca lo que confié que fuera un simple apretón de amigos. Cómo me despreciaba a mí mismo. ¿Qué debí decirle? Es asombroso que sea completamente incapaz de recordar nuestra conversación. Bueno, tenéis que recordar que ya estaba medio beodo cuando llegué allí, y los bourbons que me bebí después tampoco ayudaron a quitarme la borrachera. Es extraño que sea así, que no pueda recordar nada de lo que se dijo, ya que aquella fue seguramente una de las conversaciones más importantes de mi vida; es decir, si estáis dispuestos a aceptar que mi vida ha tenido alguna importancia. De camino al bar, me había decidido a preguntarle a Clara si estaría dispuesta a «estar» conmigo durante su estancia en la ciudad. Luego ya veríamos; ya veríamos lo que pasaba. Dios sabe que yo no era peor que Ben; en cierto sentido, era mejor. Me había quedado en la ciudad, había aguantado allí, no me había engañado a mí mismo pensando que era escritor. En suma, había dado la cara. No creo que me considerara un fracasado; tampoco lo pienso ahora, claro. Pero sí que he llegado a ser consciente de que hay ciertas opciones, digamos, que me están negadas. Los círculos artísticos sofisticadamente desarrapados de Nueva York están llenos de gente como yo, gente lo bastante amable como para mentir sobre tus posibilidades con la certidumbre implícita de que tú les mentirás sobre las suyas. Ciertamente, si todo el mundo dijera la verdad, en todos aquellos bares y lofts, en todas aquellas fiestas e inauguraciones, casi todo el Downtown de Manhattan desaparecía en un aterrador destello de odio, repugnancia y autodesprecio.

      Bueno, hablamos de Ben, eso está claro. Ah, qué maravillosamente borrachos nos estábamos poniendo, mirándonos el uno al otro con aquellas gafas de color rosa que llevan todos los bebedores. Ben había vuelto a dejar a Clara y se había ido a una comuna de Colorado con una jovencita a la que había conocido en un concierto de rock en Los Ángeles. Debí de preguntarle sutilmente a Clara por sus sentimientos al respecto; o sea, quería saber si le importaba y si quería volver con él. La recuerdo allí mirándome, con las piernas cruzadas, rozándome el tobillo con una pierna cada vez que la meneaba de adelante atrás, con el frágil vaso en los labios. Oh, no lo sé. No sé cómo lo dije, cómo dije lo que fuera. Seguramente debió de ser algo parecido a «¿Por qué no lo intentamos un poco? ¿Unos días?». Lo que en realidad quería decirle era: «Tu vestido amarillo. Tus sandalias amarillas. Tu piel oscura y dulce. Tus piernas. No me importa Ben y no me importa nada más que tú». Pero sí que la recuerdo diciendo: «Vamos a mi hotel. Es lo que quieres, ¿verdad? ¿No es lo que quieres?». Y también que le dije algo así como (oh, estaba decidido a obligarla a estropear nuestras posibilidades, si es que teníamos posibilidades): «No pasa nada, ¿verdad? Por Ben, quiero decir».

      De camino al Fifth Avenue Hotel, compré una botella de Gordon’s y nos pusimos a beber nada más llegar a su habitación; sin hielo ni soda, sólo la ginebra áspera y caliente directamente de la botella. Le puse la botella en la boca mientras ella dejaba caer a sus pies el vestido y la media enagua.

      Hicimos el amor bajo la ducha, serpenteando y empujando y estremeciéndonos en medio de aquella espuma flotante de agua caliente que parecía estar poniéndome más borracho. Clara se apoyó en los azulejos de porcelana de la ducha, inclinada hacia delante, y yo me puse detrás de ella, con los ojos cegados por los chorros de agua y su calor metálico en la boca abierta.

      —¡Ben! —dijo ella, riendo—. ¡Oh, Ben! ¡Párteme en dos, hijo de la gran puta! ¡Hijo de puta asqueroso! —No me importó. No me importó.

      Después de secarme y de secarla a ella, se quedó tumbada en la cama, sonriéndome.

      —Estoy aquí dos días —me dijo—. ¿No estás enfadado conmigo? ¿Me perdonas?

      —¿Por qué iba a estar enfadado contigo?

      —Ven a dormir —me dijo—.