Gilbert Sorrentino

La luna en fuga


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anécdota lo había provocado el olor a madreselva y magnolia de las plantaciones de tabaco de las afueras de Winston-Salem. El olor le recordó tanto a Rebecca que se quedó poseído. Sintió una vez más la llave mágica en la mano. Y, a fin de superar aquella oleada abrumadora de nostalgia, la degradó. Ciertamente el lector recordará incidentes igualmente ignominiosos en su propia vida.

      Después de licenciarse del ejército, Arnie se casó con una chavala y tuvo tres hijos con ella. Él le permitía sus intereses diversos y ella le permitía sus estúpidas infidelidades. Arnie tenía un buen trabajo en la industria publicitaria y vivían en Kew Gardens, en una casa adosada de ladrillo. Permitidme que le ponga a su casa una sala de estar soterrada para darle a esto cierta apariencia de realismo. Su madre había muerto en 1958 y le había dejado en herencia la casa del lago. Como ya llevaba diez años sin vivir allí, decidió venderla, en contra de los deseos de su esposa. La comunidad estaba creciendo y el valor de la propiedad se había duplicado.

      Todo esto es una artimaña para mostrarlo allí un plácido día de primavera de mayo. Había subido hasta allí en un Pontiac nuevo del año anterior. La oficina de la agencia inmobiliaria, el papeleo, etc. Ciertamente, todo aquello tenía un reverbero de nostalgia, aunque él se sentía un completo forastero. Dejó el coche junto a la carretera y decidió caminar hasta el lago, parcialmente visible a través de las hojas nuevas de los árboles. Muy bien, pues vamos allá. Una ranchera Cadillac le pasó al lado, se detuvo unos quince metros por delante de él y de ella salió Rebecca. Llevaba pantalones cortos blancos, zapatillas deportivas y sudadera azul. Tenía el pelo igual, quizás más corto, atado con una cinta de velvetón azul marino.

      Es imposible inventarse una conversación para darles. Arnie entró en el coche de Rebecca. Su perfume no era el mismo. Fueron con el coche a casa de los padres de ella para tomar un café, por los viejos tiempos. Si no, ¿cómo iban a poder estar juntos y a solas? Ella había subido para abrir la casa de cara a la temporada de vacaciones. Su marido era viajante de universidades para una editorial y estaba ahora mismo de viaje; sus hijos estaban pasando el día en casa de los abuelos. Canciones populares, letras recordadas a medias. Os conviene imaginaros el ambiente de toda esta escena como el de esas novelas de detectives donde el detective privado va a la casa de veraneo del hombre asesinado. Siempre pasa en temporada baja porque entonces todo es mágico: uno se ve a sí mismo como si existiera fuera del tiempo y los residentes de todo el año son dibujos sobre un fondo plano.

      En cuanto se adentraron en el frío de la casa, ella le pasó la mano junto al costado para cerrar el pestillo de la puerta y él le tocó la mano sobre el pestillo, luego el antebrazo, luego el hombro. Quítate la ropa, le dijo en tono amable. Muy amable. Por favor. Quítate la ropa, ¿no? Le desabrochó el botón de los pantalones cortos. Ya veis que por fin tienen a su disposición el refugio que yo suplicaba para ellos una década atrás. Todo llega si uno tiene fe. Ella tenía la piel fría.

      En el dormitorio, Rebecca bajó la colcha y ahuecó las almohadas, luego se sentó y se desvistió. Mientras se desanudaba los cordones de las deportivas, él dejó sus últimas prendas en una silla. Ella se levantó, con los pechos temblándole un poco, y él le vio unas tenues estrías adentrándose en la simetría de sombras de su vello púbico. Ella enchufó una estufa eléctrica pequeña, inclinándose ante él, y él le puso las manos debajo de las nalgas para que se quedara así. Ella suspiró y tembló y se incorporó, girándose hacia él. Dejadme que le ponga un velo de lágrimas en los ojos, de alegría amarga y de vergüenza, de desesperación. Ella se tumbó en la cama y abrió los muslos e hicieron el amor sin complicaciones.

      Por la noche, Arnie siguió al coche de Rebecca de regreso a la ciudad. Habían prometido volver a encontrarse la semana siguiente. Por supuesto, no sería sórdido. ¿Qué sería entonces? Quizás él había llorado amargamente aquella tarde mientras ella le besaba las rodillas. Se llamarían. Encontrarían un sitio al que ir. ¿Era feliz ella? ¿Feliz de verdad? ¡Dios sabía que él no era feliz! En la ciudad pararon a tomar una copa en un bar del Village y se sentaron el uno frente al otro en el reservado, con las rodillas tocándose, cogiéndose las manos. Evitaron meticulosamente hablar del pasado, no hicieron bromas. Era un asco para todo el mundo, era un asco pero aun así se verían, de alguna forma se lo debían. Encontrarían un sitio con sábanas limpias, una radio, whisky, y simplemente… continuarían. ¿Por qué no?

      Estos accidentes destructivos y agridulces no pasan todos los días. Arnie se apuntó el número de Rebecca en la agenda, pero no la quiso llamar. Quizás lo llamaría ella y, si lo hacía, pues ya verían, ya verían. Pero él no la llamaría. No estaba tan loco. De camino a Queens revivió la sensación de estar dentro de ella y el coche derrapó erráticamente. Cuando llegó a casa estaba agotado.

      Tenéis todo el derecho de soltar un soplido de burla ante semejante obviedad escandalosa si os digo que su mujer le dijo que estaba tan pálido que parecía que hubiera visto un fantasma, pero es lo que le dijo, en serio. El arte no puede rescatar a nadie de nada.

       DÉCADAS

      Ben y Clara Stein estaban hechos el uno para el otro. No llegaré a decir que habían nacido el uno para el otro, pero son tres cuartos de lo mismo. Me resulta imposible, incluso hoy, después de los quince años más o menos que han pasado desde que los conocí, pensar en ellos salvo como «los Stein».

      No tengo ni idea de cómo ni dónde se conocieron, pero quizás fuera en una fiesta durante las vacaciones de Navidad; calculo que hacia 1955 o algo así. Por entonces, Clara estudiaba en el Bard College, adonde había llegado procedente del Bennington, adonde había llegado procedente del Antioch, adonde había llegado procedente del Brooklyn College. Todos aquellos traslados habían tenido algo que ver con el arte, es decir, Clara iba allí donde el arte era «posible». Vale, de acuerdo, tampoco sé qué significa eso. Había publicado poemas en varias revistas estudiantiles y en una de ellas un ensayo sobre los Nueve cuentos de Salinger, que le había reportado un premio de veinticinco dólares en libros. Era una chica de tez oscura, esbelta e hipernerviosa, cuyo padre creía que iba a acabar siendo maestra. La idea lo reconfortaba, aunque os aseguro que la habría mandado a la universidad independientemente de lo que pensara que ella quería ser, porque para su padre la universidad era buena, era como un día soleado o como los plátanos con nata. No le faltaba el dinero gracias a su negocio, que estaba relacionado con el equipamiento electrónico para los hospitales, y no le negaba nada a Clara.

      Ben era estudiante de literatura inglesa en el Brooklyn College cuando conoció a Clara en aquella fiesta. Voy a situar su primer encuentro en aquella fiesta porque todas las fiestas universitarias son esencialmente iguales y por tanto así me ahorro el trabajo de describirla. Pero se conocieron, conversación en el rincón, café en el Riker’s, etcétera. Ben llevaba camisas de trabajo azules, chaquetas de tweed con coderas de cuero y bufandas largas enrolladas en torno al cuello y echadas al hombro. Su padre se dedicaba a algo. Da igual a qué se dedicara el tuyo, el suyo se dedicaba a esto: el lento paso de los años, marcado por Chevys destartalados y vacaciones febriles, las Series Mundiales de Béisbol y el antiácido Gelusil. Ben cursaba literatura francesa como itinerario secundario y leía a Apollinaire y Cocteau. El hecho de leer francés lo anglicanizaba un poco al estilo Ronald Firbank, y afectaba un hastío y una sensibilidad que resultaban dignos de verse en Flatbush y Nostrand. Tenía una mente veloz y arcana, de un cariz que hizo que Clara olvidara para siempre que alguna vez había admirado a Salinger. En alguna parte encontraron un sitio para estar solos, y en un par de meses Clara ya estaba embarazada. Ben se casó con ella, después de una larga y seria conversación con los padres de Clara, durante la cual agitó nerviosamente el pie, les dedicó su sonrisa compulsiva e hizo chistes desconcertantes acerca de W. H. Auden. El padre de Clara le estrechó la mano y los dos se quedaron así, sumidos en una desdicha sin palabras, riéndose cordialmente. El padre no entendía cómo Clara había permitido que aquel mentecato entrara en su cuerpo delgado y firme.

      Conocí a Ben en una clase de civilización clásica del Brooklyn College. Por entonces, yo iba a la universidad gracias a la Ley de Veteranos de la Guerra de Corea, y mis amigos de la facultad eran ex soldados como yo, una panda mísera y patética como pocas. Ben era el primer no veterano