Gilbert Sorrentino

La luna en fuga


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bañado en pecado y redención. Qué desprecio les tenía a las chicas irlandesas que iban a misa de once, legiones de piel rosada y chaquetas de primavera color lavanda, sombreros de paja blancos y planos, velos susurrantes sobre las caras desnudas. Ropa de iglesia, bajo la cual sus entrepiernas intactas se acurrucaban bajo un vello suave.

      Tenía unos dientes blancos y perfectos. La boca ancha. Estrellas cremosas, noches pálidas. Carreteras negras y polvorientas que dejaban atrás la playa. La luz del sol sobre la balsa, la luz de la luna sobre el lago. Pecas espolvoreadas sobre los hombros. Brisa aromática.

      Pues claro que fue un romance de verano, pero tened paciencia y veréis con qué banal ironía literaria se resuelve todo; o bien no se resuelve. El país jugaba a los bolos y hablaba de las agallas y la bravura de Truman. Con qué suavidad nos habíamos resbalado y caído por el borde de la civilización.

      La luz líquida de la luna llenando el pequeño aparcamiento que había al otro lado de las verjas de la playa. Las lubinas chapoteando suavemente en las aguas oscuras. ¿Qué aroma tenía el perfume de Rebecca? El ruido de la radio de un coche en las noches frías, la memoria colectiva americana. El cuerpo bronceado de ella, el delicado vello teñido de dorado de sus muslos. En el pabellón de la playa bailaban y bebían Coca-Cola. Mel Tormé y los Mel-Tones. Dizzy Gillespie. «Too Soon to Know.» Por las mañanas, un sol tan cristalino y reluciente que parecía la exhalación misma del cielo, Arnie nadaba solo hasta la balsa y se quedaba tumbado en ella, la playa vacía, la música procedente de la radio adjunta del pabellón llegándole a ráfagas. En aquellos momentos se emocionaba a sí mismo fingiendo que no había conocido a Rebecca y que aquella tarde la vería por primera vez.

      La primera vez que le tocó los pechos soltó una exclamación de vergüenza y placer. ¿Era posible que aquello hubiera sucedido en América? Los árboles susurraban para él, igual que caía la lluvia. Un día, en Nueva York, le compró un anillo de amistad de plata, dos minúsculos y perfectos bajorrelieves de corazones, con los bordes labrados de tal manera que la punta de un corazón encajaba perfectamente en la hendidura del otro. Un símbolo inocente que le torturaba la sangre. Ella se le plantó delante en sujetador y bragas blancos, los pantalones cortos y la blusa colgados de la alambrada de la pista de tenis abandonada e invadida por las malas hierbas, y él la abrazó, acariciando sus costados y nalgas y besándole los hombros. El olor de su piel, sudor tenue y perfume. Por supuesto que estaba loco. Ella lo acarició lo mejor que supo a través de los vaqueros cortos descoloridos. ¿Qué iban a hacer? ¿Adónde iban a ir? La idea misma del condón que llevaba en el bolsillo hacía que el corazón se le acelerase desesperado. A fin de cuentas, nada era como decía ser. La adoraba.

      Rebecca iba a empezar segundo curso en la Evander Childs aquel otoño. Arnie odiaba aquella escuela que nunca había visto, y odiaba a todos los compañeros y compañeras de ella. Anhelaba ser judío, oscuro y misterioso y privado de pecado. Le acariciaba el pelo a ella y le toqueteaba los pezones y se masturbaba con ferocidad en la carretera a oscuras después de acompañarla a casa. ¿Por qué no podía al menos vivir en el Bronx?

      Cualquier idiota puede ver que, con un minúsculo giro en una dirección u otra, todo esto es material para una sofisticada rutina cómica. De David Steinberg, por ejemplo. Casi se puede oír su voz certera registrando estos desastres insignificantes en forma de chistes. Y, sin embargo, toda aquella luz de luna era real. Arnie le besaba aquellas uñas luminosas y moría una y otra vez. Las mutilaciones del amor son infinitamente graciosas, igual que esas figuritas diminutas de animales parlantes que revientan en pedazos en los dibujos animados.

      Fue aquel mismo joven el que, tres años más tarde, chingaba con las putas de los pueblos de la frontera de México con una especie de hilaridad borracha, cayéndose por las calles polvorientas de Nuevo Laredo, Villa Acuña y Piedras Negras, su olor sofocante a colonia combinado con sus pantalones caqui arrugados, su camisa floreada y aquellos zapatos de cuero negro raspados y salpicados de cerveza que se arrastraban por los umbrales del Blue Room, el Ofelia’s, el 1-2-3 Club, el Felicia’s, el Cadillac y el Tres Hermanas. Sería un gran placer para mí permitirle que se encontrara allí a Rebecca, con vestido de cóctel de raso amarillo y tacones de aguja, perdida en la prostitución.

      Una noche, una puta india enorme y sonriente le bañó el miembro en ginebra a modo de testamento de la estricta higiene que afirmaba practicar y Arnie pensó absurdamente en Rebecca, en que nunca la había visto desnuda, ni ella a él, bañado ahora en la rosada luz hollywoodiense de la habitación de la puta, con el Cristo colgando en su tortura perpetua de la pared de encima del camastro. La mujer era amable y la luz le arrancaba destellos del incisivo de oro y de la crucecita que llevaba en la garganta. Tú folla bien, Jack, le dijo, sonriendo a su manera mentirosa de puta. Él volvió a sentir la cálida carne de Rebecca bajo aquella luz del sol de Nueva Jersey muerta largo tiempo atrás. Haced un chiste con eso, venga.

      Estaban en el parque de atracciones del lago Hopatcong con otras dos parejas. Una noche calurosa y jadeante de finales de agosto, con ese olor patriótico a perritos calientes y a patatas fritas y la música de carraca del carrusel colándose por entre los árboles plantados de forma dispersa en dirección a la playa. Rebecca estaba pálida y sudorosa, se encontraba mal, y Arnie se la llevó de vuelta al coche y fumaron. Caminaron hasta la ribera del lago negro, que se extendía ante ellos con el neón azul y rojo de la otra orilla visible en la oscuridad tob dio un oir traho, oeroi ella isieórrida.

      Arnie le secó la frente y le masajeó los hombros, venerando su dolor. Le fue a buscar una Coca-Cola y se la trajo, pero ella sólo dio un sorbo, luego dijo: ¡oh Dios!, y se inclinó para vomitar. Él le sostuvo las caderas mientras vomitaba y le encantó el olor y la suciedad que venían de ella. Rebecca se quedó tumbada en el suelo y él se le tumbó al lado, acariciándole los pechos hasta que se le pusieron los pezones erectos bajo la blusa de algodón. Mi regla, dijo ella. Dios, me deja hecha polvo al principio. Sangras, vomitas, qué increíble eres, pensó Arnie. Te tendrías que haber quedado en casa, le dijo. La luz de luna de sus dientes. No me quería perder una noche contigo, dijo ella. Es agosto. Estrellas, amigo, grandes estrellas centelleantes caían sobre Alabama.

      Estaban a oscuras bajo la lluvia intensa, protegidos por el paraguas de ella. ¿Dónde pudo ser? ¿Nokomis Road? ¿Bliss Lane? Besándose con aquel frenesí atrapado y sin embargo completamente inocente peculiar de aquella era. La familia de Rebecca se iba a marchar de la ciudad hacia finales de semana. Se besaron, se besaron. Cantaron los ángeles. ¿Adónde podían ir para salir de aquella intensa lluvia?

      ¿Acaso no hay nadie, ningún articulista o cineasta de vanguardia, ningún amante de la vida u optimista entregado que esté dispuesto a trasladarlos a una casita de campo, ya cerrada por haberse terminado la temporada de veraneo, en cuyo exterior de troncos encuentren una puerta sin cerrar con llave? Dentro habrá una cama, whisky, una estufa eléctrica. O mejor, una chimenea. Lámparas blancas, luz suave. Música dulce. Una radio en la que sintonicen Cooky’s Caravan o Symphony Sid. Billy Eckstine cantará «My Deep Blue Dream». ¿Quién los puede juntar y permitir que él la penetre? Lágrimas de agradecimiento y liberación, la disposición sublime y sombreada con elegancia de sus piernas cuando yazcan juntos. Aquello era América en 1948. No los podían ayudar ni el arte falso ni los cansinos trucos del cine.

      Ella se tambaleó, sosteniendo el paraguas torcido mientras él se ponía de rodillas y la agarraba, con la lluvia empapándolo, le metía la cabeza debajo de la falda y le besaba el vientre, la lamía como un loco por debajo de la ropa interior.

      Amantes modernos, liberados por Mick Jagger y el orgasmo, prestadles por el amor de Dios, aunque sólo sea durante una hora, vuestro pequeño y fantástico apartamento. No se fumarán vuestra marihuana ni os tocarán los pósteres de Indiana. No os cogerán prestados los libros de Fanon, de Cleaver, de Barthelme o de Vonnegut. Os harán la cama antes de marcharse. Susurrarán buenas noches y bailarán en la oscuridad.

      Rebecca estaba llorando y acariciándole el pelo. Ah, por Dios, cómo caían las hojas marrones de los árboles, ¿se acuerdan? Arnie la vio entrar en su casa y cerrar la puerta. La lluvia que le caía por la barbilla se llevó una parte de su vida.

      Una chica llamada Sheila, cuyo padre era propietario de una flota de taxis, montó