Jordi Corominas

Ética, hermenéutica y política


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El mal físico: por ejemplo, un temblor, una enfermedad, etc.

      b) El mal moral: producto de las acciones de los agentes morales, es decir, de los hombres.

      c) El mal metafísico: radica en la finitud de las creaturas, ya que no pueden ser eternas y tienen un fin o término.

      Esta clasificación no es de menor importancia, ya que permite distinguir clases de males. Ya en la época de Leibniz esta teoría fue puesta a prueba con el terremoto de Lisboa, acontecido en 1755. Voltaire (1694–1778), en su obra Cándido, buscó ridiculizar la teoría leibniziana, ya que si el temblor provocó la muerte de hombres, mujeres y niños, ¿no será acaso éste el peor de los mundos posibles? ¿No hay compasión por parte de la divinidad con respecto a los acontecimientos naturales y sus efectos con respecto a los seres humanos? Como se podrá observar, el temblor constituía para Voltaire una suerte de refutación o contraejemplo a la teoría de la armonía pre–establecida. Empero, la teoría de Leibniz se sostiene al señalar que el mal natural es inevitable y se lo puede ligar con el mal metafísico, ya que las creaturas son finitas y, además, el reacomodo de las capas tectónicas puede darse en función de un bien en relación con la naturaleza considerada en su conjunto y no sólo en relación con los fines e intereses de los seres humanos. Al respecto, Leibniz argumenta a favor de Dios:

      Es decir, para Leibniz el mal es inevitable si se considera la finitud de los seres sensibles. Además, siguiendo la anterior cita, se puede inferir que Dios ha creado el mundo y que los acontecimientos que se presentan se dan en función del bien de la totalidad, por lo que la afectación de un temblor con respecto a las víctimas humanas depende de una interpretación en la que el hombre se ve a sí mismo como centro de la creación.

      Por otra parte, ese terremoto provocó una serie de polémicas entre los estudiosos del tema. Algunos consideraron, junto con Voltaire, que aquél fue señal suficiente para dudar de la bondad y omnipotencia divinas; mientras que, para otros, el terremoto era una señal de la justicia divina, dado que en Lisboa se concentraban las riquezas que los europeos extraían de América. De este modo el terremoto se interpretaba como un castigo ante los abusos cometidos contra los indios. Quienes sostenían este último punto de vista establecieron una conexión entre el mal moral y el mal físico. Es decir, el terremoto, en tanto mal natural, era un castigo derivado de un mal moral (en este caso, el mal cometido por los europeos contra los nativos de América).

      No obstante, en cuanto a los males inherentes a la generación de los seres finitos —o afectados de potencialidad, como indicó Aristóteles—, Leibniz defiende que Dios diseñó el mundo de manera tal que con el libre albedrío pudiese haber lugar suficiente para el bien y la felicidad del hombre:

      De esta cita podemos retener la invitación de Leibniz a la sensatez. No podemos evitar los males naturales en tanto no dependen de nosotros, sino de la naturaleza. No obstante, se puede señalar que, siguiendo a Leibniz, si somos sensatos podemos evitar una gran cantidad de males morales, que probablemente son los que más afectan la vida humana.

      Siguiendo este breve recorrido por la modernidad filosófica llegamos al encuentro de la filosofía de Immanuel Kant, quien escribió un texto titulado Sobre el fracaso de todos los ensayos filosóficos de teodicea. A primera vista, el solo título de la obra podría sugerir una oposición total a la filosofía de Leibniz. Y es que la razón del fracaso de la teodicea estriba en que su autor pretendió ir más allá del campo de los fenómenos para explorar racionalmente la esfera de las ideas incognoscibles de la metafísica. En efecto, para Kant las ideas metafísicas (Dios, alma y mundo) son incognoscibles. La filosofía de Leibniz, en conclusión, implicaría un dogmatismo metafísico, es decir, la posibilidad de la metafísica como ciencia.

      No obstante, a pesar de la oposición a la obra de Leibniz, cabe señalar que en Kant el problema del mal gira en torno a la ética. Así, por tanto, ambos autores tienen en común postular la libertad como condición de posibilidad de los agentes morales.

      Las premisas básicas del razonamiento kantiano, de las que se sigue la imposibilidad de la teodicea, se obtienen de su teoría del conocimiento, tal y como la formuló en su clásica obra Crítica de la razón pura. De acuerdo con esta teoría, el sujeto trascendental puede conocer los fenómenos naturales mediante dos facultades cognitivas que posee: la sensibilidad y el entendimiento. Por la primera los objetos son dados a las intuiciones puras del espacio y del tiempo; por la segunda los objetos son pensados a través de categorías. El producto de la combinación de ambas facultades nos conduce al conocimiento de los fenómenos. No obstante, Kant admite la razón como algo distinto del entendimiento. En efecto, considera que la razón se enfoca en los problemas metafísicos vinculados con la existencia de Dios, la inmortalidad del alma y el origen del mundo. Dios, alma y mundo son considerados como ideas metafísicas, ya que trascienden las condiciones de toda experiencia posible. Y puesto que tales ideas no nos son dadas a través de las intuiciones de espacio y tiempo —es decir, no son objeto de una percepción posible—, Kant dedujo la imposibilidad del conocimiento de las ideas de la metafísica, lo que implica la negación de la teodicea, pues ¿cómo puede conocer un filósofo los designios de la voluntad divina? Más aún: ¿cómo podría conocer Leibniz que Dios eligió el mejor de los mundos posibles? Desde el planteamiento kantiano se puede decir que Dios es en–sí mismo incognoscible y sólo puede ser objeto de fe.

      Aunado al imperativo categórico, en Kant subyace una visión de la persona considerada como un fin en sí mismo, lo que implica el respeto básico y el no ver a los otros sólo como simples medios para cualquier propósito, sino siempre al mismo tiempo como fines en sí mismos. Tomando la ética como base Kant escribe La religión dentro de los límites de la mera razón. En esa obra propone que la religión depende de la ética porque las ideas de la existencia de Dios y de la inmortalidad del alma son postulados de la razón práctica. Tales postulados no son cognoscibles teoréticamente, pero podemos actuar como si Dios existiese y como si el alma fuese inmortal. En este contexto, el bien y el mal moral dependen de la elección voluntaria del agente moral. La libertad puede tender hacia el bien o hacia el mal. Al respecto, el autor señala que: