oyes los gritos?
—Mmh… Sí, ¿Qué pasa?
—Se ha montado un pollo importante. Se me ha formado un poco de cola en la ferretería y uno de los clientes, un gilipollas, ha dejado pasar a otro que llevaba solamente una bombilla.
—¿Y por eso es gilipollas?
—Los que iban detrás de él se han puesto a murmurar que tenía que haberles pedido permiso a ellos también, en plan de que ellos iban primero.
—Claro.
—Y entonces el gilipollas se ha puesto a gritar que él era el dueño de su lugar en la cola, de su dignidad y de su destino. Pero chillando mucho.
—Joder.
—Y el tipo que llevaba la bombilla se ha puesto nervioso y se le ha caído al suelo. A los del final de la cola se les han empezado a hinchar los huevos y han comenzado a vociferar y a insultar de gravedad al gilipollas.
—Quieres decir “gravemente”...
—Es lo mismo, ¿no?
—No, de gravedad es si lo hubiesen herido.
—Creo que están en ello. He intentado poner paz pero no me han hecho ni puto caso, así que me he salido a fumar.
—¿Y si te rompen algo de la tienda?
—Mejor que si me rompen algo a mí.
—Ya no se oyen gritos.
—Ya, voy a ver.
No es un percance habitual en nuestro barrio, sobre todo desde que pusimos en práctica el sistema para avisarnos entre todos. Cuando algún cliente pesado, raro o con alguna manía molesta acude a alguno de los comercios de la zona, el dependiente avisa a través de un grupo de WhatsApp, indicando el tipo de incordio que representa.
Al principio utilizábamos un walkie y los avisos eran muy detallados. Pero se hacía pesado, porque tenías que hacer descripciones muy precisas; mensajes como “cuidado que va uno con barba y vaqueros cortos, ya sabes, con las pantorrillas al aire, no cortos de que le llegan por encima del tobillo, sino por la rodilla o así, y se ha pasado veinte minutos revolviéndome los calzoncillos y preguntando precio de cada uno (y eso que la mayoría están marcados) y al final me ha dicho que como de rayas verdes en diagonal no tengo ninguno, que se lo piensa”. Además de lo plomizo de los mensajes, el sistema contaba con el inconveniente añadido de que el individuo objetivo podía interceptar la comunicación si entraba en alguno de los comercios mientras se estaba reproduciendo a un volumen suficientemente alto.
Con la aparición de las nuevas tecnologías se popularizaron las aplicaciones de mensajería y acabamos sustituyendo con ellas a los walkie-talkie, que contaban entre sus molestias la falta de discreción y los engorrosos mensajes protocolarios que casi todo el mundo olvidaba y convertían las conversaciones en esperpentos. Si Mari, por poner un ejemplo recurrente, quería finalizar una conversación, se le iba el santo al cielo y no pronunciaba un “corto y cierro” de manual. Al resto de oyentes no les daba por apagar el aparato y en todos los comercios del barrio se escuchaba un zumbido incesante y molesto. En alguna ocasión, los despistes con la etiqueta provocaban confusiones y malos entendidos que podían acabar en rencillas, como aquella vez que Mamen quiso dar paso a Julián, el de la barbería, con un “corto y cambio”, se le coló un “corto y calvo” y el barbero, que no era muy alto ni se peinaba nunca, reaccionó con un automático, “tu puta madre, gorda de los cojones”. Cualquiera puede imaginar el guirigay que se formó a continuación, con infinidad de voces interviniendo a la vez en una emisora colapsada y zumbante.
Una vez que alguien tuvo la feliz idea de crear un grupo de WhatsApp, entre todos tuvimos que ir descubriendo los vacíos que debíamos rellenar para allanar el canal de comunicación y hacerlo asequible a todos los integrantes. Si tenemos en cuenta que Alfonsa, la dueña de la mercería, tiene casi setenta años y escribe con un solo dedo en el teclado del teléfono, es fácil predecir que cuando el mensaje llegaba el sospechoso había desordenado el género en, por lo menos, cuatro comercios más del barrio.
Sin embargo, y gracias a episodios como éste, es a base de repetir patrones que hemos llegado a establecer un código que nos ayuda a identificar a clientes de hábitos perniciosos. Ahora lo resolvemos de una forma más mecánica y escueta: para el que revuelve la mercancía sin comprar nada hemos establecido el emoticono de la sevillana, para el que se prueba prendas y pide precio con la intención de buscar la oferta en internet, ponemos el del monito con la boca tapada, si advertimos a alguno cuya finalidad es sustraer mercancía, enviamos el policía y, para el que intenta colarse o busca lío en la cola, usamos la mierda con ojos.
Todos los códigos permiten combinaciones múltiples y nos hemos acostumbrado a descifrar mensajes con una cara sonriente, una cara llorando, un policía, una calavera y un sombrero de copa, por ejemplo. Eso reduce mucho los incidentes, ya que podemos prever ciertas conductas y evitarlas.
Hace unos cinco años que conozco a Daniel. Enseguida me cayó bien: es un ferretero poco común.
A lo mejor ésta es una observación clasista (además de generalista, ya que no conozco a más ferreteros). Pero el prejuicio que les acompaña es el de ser gente gris, oscura, seria y dedicada a un negocio al que se puede describir con los mismos adjetivos. Expertos en tornillería, cables, pilas, bombillas y herramientas, copiadores de llaves, diligentes y calvos.
Daniel es calvo, en eso no se aparta ni un milímetro de la imagen típica que proyectan sus compañeros de gremio. Pero es un tipo divertido, culto y sensible. Me llamó la atención tan pronto como se hizo cargo de la tienda, cuando su padre se jubiló y, con un sutil chantaje emocional, le hizo volver de Dublín para heredar un negocio del que había huido más de tres lustros atrás.
La verdad es que pasaron, al menos, otros tres años desde que llegó hasta que pasamos de un simple saludo al cruzarnos, a coincidir en el patio trasero, compartir cigarros, conversaciones y confesiones. Ahora le considero uno de mis mejores amigos.
A lo largo de estos breves encuentros, Daniel me ha ido relatando su trayectoria, sus fracasos y sus triunfos.
En cualquier vida siempre hay más fracasos que éxitos. Nadie gana siempre, ni siquiera la mayoría de las veces. Pero tenemos la sana costumbre de olvidar lo que duele, lo que nos frustra. O de disimularlo, o incluso de justificarlo para sentirnos menos perdedores. ¿Quién soporta el peso de tantos golpes bajo la piel?
Su mayor triunfo fue, precisamente, su exilio a Irlanda. Después de sacarse derecho, se dio cuenta de que no le gustaba ninguna de las salidas que a un licenciado en aquella carrera le ofrecía el mercado laboral. De todas formas, lo intentó durante un tiempo. Una pasantía en un despacho pequeño donde archivaba y fotocopiaba como si de ello dependiese su felicidad y la de los suyos, como si al final del día un contador invisible tuviese la misión de aprobar su desempeño y concederle un nuevo día en la tierra, como si su vida perdiese todo atisbo de sentido al alejarse de las carpetas y la impresora. Siguió intentándolo, enviando cientos de currículos a los mejores y más importantes bufetes de la ciudad, a muchos de los medianos y a algunos francamente malos. Todo lo que consiguió, finalmente, fue vencer la tentación de preparar oposiciones y esquivar la amenaza, en forma de maldición, de su familia: su padre, antes de acabar la carrera, le advirtió que no debía pasar más de un año desde su licenciatura sin encontrar un empleo remunerado. En caso contrario, trabajaría para él en el comercio familiar. El hombre se mantenía saludable en su madurez, pero el paso de los años comenzaba a ser una evidencia y quería asegurar la continuidad de un negocio que había levantado de la nada.
Y nada horrorizaba a Daniel más que el gris futuro que como ferretero le esperaba. Se angustiaba al saber que su vida se circunscribiría al mismo barrio en el que se había criado, que por horizonte tendría un escaparate con máquinas perforadoras, sierras eléctricas y mangueras. Se imaginaba casándose con una vecina, criando niños como el que él mismo había sido, sin ser capaz de darles la posibilidad de huir, de escapar, de ser alguien diferente en un sitio distinto.
Cuando faltaba un mes