la televisión, pensativa y con la mirada perdida mi mujer, con la frente apuntando a sus pies y la barbilla apoyada en su pecho, mi hija y Esther con los ojos sin vida, sentada en una silla con el respaldo muy alto y, a pesar de su invidencia, siguiendo cada uno de mis movimientos con la cabeza, como si fuese la única que ha advertido mi presencia.
Intuyo que ha vuelto a ocurrir algo que lleva días pasando, de forma recurrente y molesta. Sé que están preocupadas y yo mismo no me lo quito de la cabeza, pero intento animarlas con las viandas. Traigo una botella de lambrusco para compartir con Marta y su madre y un Nestea para Tinka, su bebida preferida. Los sábados toca comida basura y habitualmente lo disfrutamos en casa.
Nadie está preparado, nunca, para nada. Todas las situaciones son nuevas. En cualquier circunstancia, siempre hay un detalle, como mínimo, que la diferencia de otras similares e impide enfrentarse a ella de la manera en que se hizo anteriormente. Todas las situaciones son un reto, un desafío.
La enésima subida de azúcar, temida por los doctores y presumida por cualquiera que hubiese observado cómo comía caramelos y chocolates a escondidas, le secó la vista para siempre. Si para cualquiera de nosotros cada nuevo día supone una prueba, para Esther lo cotidiano se convirtió en un concurso, una gincana diaria.
Había vivido sola los últimos quince años, desde que el padre de Marta, que fumaba solamente prestado, salió a por tabaco y lo siguiente que supieron de él es que se había trasladado a Colombia, siguiendo el rastro de una bachata muy bien interpretada y mejor bailada. Nunca volvieron a tener de él más noticias que las que algún vecino tuvo por conocidos en común y dejó caer en conversaciones casuales, como gotas de una lluvia no deseada.
La ceguera le obligó a renunciar a una de sus prerrogativas más preciadas: la independencia. La falta de pericia, la inexperiencia, un piso mal adaptado a sus nuevas dificultades y la distancia hasta nuestra casa hizo imprescindible su traslado.
Ahora nos jode la vida con un malhumor más que justificado solamente por las noches, ya que el resto del día se lo pasa en las instalaciones de la Once, atendiendo a talleres y cursos de toda índole.
A pesar de llegar cansada, los momentos en los que todos nos reunimos son una fuente inagotable de insatisfacción, malas repuestas y opacas miradas de resentimiento. Por algún motivo que se me escapa, mi suegra acecha todos y cada uno de mis desplazamientos con intencionados giros de cuello, adivinando siempre, quién sabe si por el sonido de los pasos, de la ropa al rozar la piel o por el olor, dónde me encuentro. En todo momento, su expresión es de desagrado, de pretendidamente obvia falta de simpatía.
Lo he hablado con Marta, que la disculpa por su enfermedad y le quita importancia. A mí me inquieta, pero no me atrevo a recriminarle nada porque me acobarda la sensación de frío que me recorre la espalda cuando mis ojos se cruzan con los suyos.
Tinka lleva días taciturna y esquiva. De naturaleza alegre y transparente, a pesar de estar sumida de lleno en una adolescencia que se adivina tensa y compleja, suele comunicarse con su madre y conmigo de una forma fluida, le gusta explicar historias ciertas o inventadas y aporta una dosis de un buen humor que se aprecia especialmente en un hogar en el que las novedades no abundan.
Después de mucho insistir, Marta ha conseguido que su hija acabe confesando el origen de su disgusto. Lleva días oyendo cómo el vecino le susurra obscenidades a través de la pared de su habitación, que comunica con el dormitorio de éste. Le da vergüenza reproducirlas, pero su madre la conoce suficientemente bien para lograr que las diga en voz alta.
Después de cenar y viendo que el estado de ánimo de las comensales no mejora, decido sacar el tema:
—¿Ha vuelto a pasar?
—Dice que sí.
—Tinka, ¿qué te ha dicho?
—Lo de siempre.
—No tengas miedo, no te va a hacer nada.
—Pero me amenaza. ¿Y si un día me lo encuentro en la escalera?
—Mañana mismo voy a ver a la policía, esto ya lleva demasiado tiempo pasando y a ese hijo de puta se le ha acabado el margen.
—Y ¿qué le vas a decir a la policía?
—No lo sé, le explicaré lo que pasa y que me digan ellos qué se puede hacer.
Esta noche, Tinka duerme en nuestra cama, con Marta. Yo me quedo en su habitación, haciendo guardia. Al cabo de un par de horas, en completo silencio, me vence el sueño.
Fernando, el policía local de la comisaría del barrio, que fue compañero de colegio, me escucha atento y se indigna conmigo, demuestra empatía y resuelve enviar una patrulla a la dirección que le doy, con indicaciones de hablar con el inquilino e intimidarle, ya que no se pueden tomar acciones de otro tipo. Le explico que la vivienda pertenece a una viuda que tiene un hijo de unos 35 años. No estoy seguro de que viva con ella pero, a juzgar por cómo se van desarrollando los hechos, debe de ser el adulto varón que asusta a la niña.
Acompaño a la pareja de guardias, que me permiten asistir a la visita siempre que permanezca al margen y en silencio.
La señora, al ser preguntada por su vástago, da una dirección en Azerbaiyán, donde, según ella, lleva viviendo casi un año. Los agentes insisten e insinúan la necesidad de comprobar que ni él, ni ningún otro hombre, conviven con ella en el piso. Con lo que parece sincera amabilidad, les invita a pasar.
Nadie más que ella habita en la casa.
Mientras los urbanos abandonan la finca y yo les acompaño hasta la puerta, camino de la ferretería, calculo las posibilidades que existen de que mi vecina y mi suegra se hagan tan amigas que compartir piso les parezca una opción satisfactoria. A pesar del motivo de la visita, me despido de la policía con una sonrisa que a ellos les desconcierta y a mí me avergüenza un poco.
El primer cliente al que atiendo ese día me pide bombillas de bajo consumo, le pregunto que para qué tipo de porta-bombillas y, sacando el móvil del bolsillo, comienza a enseñarme fotos de unas piedras preciosas:
—¿Ves? Son ópalos. Es uno de las piedras más buscadas y de más valor. Se extraen principalmente en Australia y hay gente que dedica su vida entera a buscar alguna, muchas veces sin encontrar nada. Se juegan la vida en excavaciones peligrosísimas y uno de sus mayores temores es que las máquinas con las que perforan levanten un ópalo, lo extraigan a la superficie sin que el operario lo advierta y sean los ladrones de piedras que merodean por el exterior quienes se apoderen de él.
—Son bonitas.
—Ponme tres unidades de rosca grande y una de pequeña. Pero que no sean de marca, de las baratas.
En la radio, comienza el programa que presenta Olga. Una vez a la semana, tiene un espacio de una hora donde comenta novedades del mundo del arte, la cultura, la literatura, el cine y, sobre todo, el teatro. En ocasiones, como hoy, entrevista a algún personaje de cierto renombre. Está con ella Gabriel, a quien al parecer se le ha despertado el espíritu artístico y dice haber acabado una novela y estar escribiendo un libro de poemas.
Sabedor de poseer cierta mala reputación en el barrio, se justifica de una forma que llama mi atención y, probablemente, la del resto de oyentes:
—Ya sabes lo que dicen de mí por aquí.
—No, ¿qué dicen?
—Pues cosas, que a veces no soy agradable, que en ocasiones me comporto un poco como un gilipollas… cosas.
—No tenía ni idea. Y ¿a qué crees que se debe?
—…
—¿Gabriel?
—Dime.
—¿Cuál crees que es el motivo de estos comentarios?
—Los provoco yo. A propósito.
—¿Te gusta que te llamen gilipollas?
—A la cara no, por supuesto. Pero mira, yo tengo una carrera por delante que puedo, sencillamente,