me llegue el reconocimiento es cuestión de tiempo. ¿Sabes qué pasará cuando llegue ese reconocimiento, si no soy capaz de atajarlo antes?
—No. ¿Qué pasará?
—…
—¿Hola?
—Perdona, es que me ha entrado un WhatsApp.
—¿Decías?
—Sí, claro. Digo que no puedo mostrar mi amabilidad, mi buena educación, mi mejor cara, a las personas con las que trato. Una vez que me llegue la fama, con la facilidad que tienen las masas para deificar a sus ídolos, el lastre de recibir el cariño desmesurado, la adulación sin límites y de ser considerado un adalid, no sólo de las letras de este país, sino del encanto, del magnetismo personal, de la seducción absoluta, caería sobre mis hombros. Te aseguro que se trata de una pesadísima carga, algo con lo que es mejor no tener que lidiar. No quiero no poder salir a la calle, tomarme una cerveza en un bar, tranquilo, sin que se arrojen sobre mí decenas de seguidores, creyendo que mi respuesta va a ser siempre atenta y serena. Si todo el mundo cree que soy el gilipollas insensible y sin escrúpulos que aparento, cuando llegue el momento, no tendré necesidad de protegerme de las hordas de fans.
—…
—Ya he acabado de hablar.
—¿Qué nos puedes contar de lo que escribes? ¿Alguna novela en ciernes?
—No sé si puedo adelantar nada. Bueno sí, ¡qué demonios! Mi próxima novela es una biografía apócrifa de Beethoven.
—¿Cómo que apócrifa?
—En mi novela, siendo aún un niño, Ludwig acompaña a sus padres a la ópera y, al salir, unos criminales les atacan para robarles y el futuro genio es testigo del asesinato de sus dos progenitores. Aprovechando la fortuna de la familia, dedica los años venideros a formarse en técnicas de lucha y militares para combatir la delincuencia y honrar, así, la memoria de sus padres.
—¿Y lo de la música?
—Es su tapadera. No puede revelar que, tras la fachada de músico brillante y atormentado, se esconde la figura de un defensor de la ley que actúa al margen de ésta.
—Eso es el argumento de Batman.
—No
—Bueno, con algunas ligeras diferencias, pero es igual.
—No. Lo de Batman pasa en Gotham City, mientras que mi novela está ambientada en Jacksonville, Minnesota.
—Tenía entendido que Beethoven era alemán.
—En mi novela se muda a EEUU.
—Pues nada. ¡Ah! ¿Qué hay de cierto en los rumores que circulan los últimos días? Algo referente a unos derechos…
—No comment!
—¿Cómo?
—Mis abogados no me permiten hacer comentarios al respecto, debo de ser muy discreto.
—Entonces, algo hay de cierto…
—No comment!
—Y esto ha sido todo, queridos oyentes. La semana que viene hablaremos de la función de final de curso del taller de teatro que organiza el centro cívico. Besos a todas y a todos y hasta pronto.
Epílogo: Tinka
Mi padre vive a dos manzanas de mi casa, con una chica un poco mayor que yo que me hace de madrastra un fin de semana al mes. Bueno, no todos los meses. Hay veces en que mi madre no se pone de acuerdo con ellos o a él no le va bien y pasan dos y hasta tres meses sin que nos veamos.
Cuando era pequeña le daba vueltas todo el rato, no lo entendía, tenía la improbable sospecha de que el exmarido de mamá pasaba de mí totalmente.
El día que discutieron y él se fue de casa yo tendría unos tres años. No me acuerdo de nada, sólo de que a veces me ponía unos calcetines suyos negros, de esos que llegan hasta la espinilla, en las manos. Como si fuesen unos guantes largos. Con ellos cubriéndome los brazos, unos zapatos de tacón del armario de mamá y unos collares que tenía escondidos detrás de la mesita, me ponía a hacer el monguer delante del espejo.
Es lo único que recuerdo echar de menos: los calcetines. Mi madre tenía medias color carne y tobilleros, pero nada que me hiciese quedar como la Gilda del cuadro que teníamos colgado, presidiendo el salón.
Después vivió Gabriel con nosotras, durante un tiempo, y, aunque me hacía reír y me dejaba quedarme a ver la tele hasta tarde, me pasaba chocolate y caramelos a escondidas y me firmaba las notas por mal comportamiento del cole sin decirle nada a mamá, eché en falta estar sola con ella. Además, apenas tenía calcetines emparejados y eran casi todos de deporte, blancos con rayas azules y rojas, o negras y amarillas, o verdes y naranja.
Entonces ya tenía siete años, pero mi modelo de belleza lo seguía encarnando el póster en blanco y negro del salón.
El primer día que vi a Daniel entrar por la puerta de casa, acompañando a mi madre después de dar un paseo, tuve la sensación inmediata de que las cosas iban a ir bien. Venía vestido con un polo, bermudas, zapatillas de skate y medias altas negras.
Después supe que, en verano, era su atuendo habitual para ir al trabajo. Según él, cuando estaba en la ferretería, lo que asomase por debajo de la bata gris debía mostrar la mínima seriedad y dignidad que debe preceder siempre a un profesional del ramo. Para Daniel, unas zapatillas bajas para patinar eran señal de distinción. Yo creo que, después de tanto tiempo en el extranjero, tenía el sentido de la estética un poco contaminado.
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