Raúl Hoces

Un patio común


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niego nunca”, que si “no me haces ni caso”. Me ha perseguido por toda la cocina, cogiéndome la mano y poniéndomela en el paquete, “mira como estoy, ¿cómo me vas a dejar así?” Y yo tratando de ganar tiempo, “esta noche te la hago, que ahora voy con la hora pegada al culo y no puedo”. Y él “¿cómo voy a esperar así hasta la noche? Me va a dar un ataque de priapismo y se me va a engangrenar y me van a tener que extirpar la polla y me voy a quedar eunuco, o igual me da un ictus y me encuentras aquí tirado y tieso como un muñeco”.

      Lo del priapismo es culpa mía, se lo he enseñado yo. Lo leí hace tiempo en una novela del Gran Wyoming y se me quedó la palabra. Por lo visto, viene de un personaje de la mitología con problemas de proporción. Me pregunto qué clase de médico tiene tanto tiempo como para conocer la mitología griega a un nivel de profundidad tal como para utilizar a un personaje como éste, que no es de los protagonistas, al nombrar una enfermedad que ha descubierto, con la alegría y la confusión del momento. Para que se le ocurra así, espontáneamente, tiene que tener al tal Priapo muy presente.

      Aunque, pensándolo bien, igual el médico que le puso el nombre era griego, de la época, y tenía la mitología más a mano. Total, los síntomas son evidentes y no creo que sea muy difícil de diagnosticar.

      En fin, que no me dejaba hacer nada. Veía que se me iba a hacer tardísimo y he acabado coligiendo que iba a ser más practicable ceder que resistirme.

      Claro, luego iba tarde para todo y he llegado a la oficina en un estado de nervios que, cuando Maru me ha dicho de ir a tomar un café mientras arrancaba el Windows en el ordenador, me he tenido que acercar al despacho del jefe a distraer una infusión del cajón de su mesa, aprovechando que él viene más tarde.

      Me he pasado la mañana un poco absorta en mis cosas, la verdad. He ido realizando asientos contables sin fijarme mucho en que las cifras cuadrasen. Llevo tantos años haciéndolo que confío casi ciegamente en que el instinto me pellizque si en una factura el precio no coincide con la entrada en el sistema. Hoy no me ha pellizcado ni una vez, el maldito instinto. En los próximos días sabré si ha sido por la ausencia de errores o porque también la intuición, hoy, estaba en Katmandú.

      Después de comer, me acuerdo de que ayer compré Nesquick de fresa y sigo las instrucciones de una novela que acabo de leerme para echar una cucharada en el té.

      Lo escupo inmediatamente: “vete a tomar por culo, Ben Brooks, con tus inventos”. Maru se ríe, al principio disimulando un poco, por debajo del bigote, pero al cabo de unos segundos está tronchándose, doblada en una esquina de la cocina, llorando y dándose golpes en los muslos. No es la primera vez que le pasa; ya sé que, si no quiero que vengan a llamarnos la atención a las dos, es mejor que vuelva a mi sitio. A mi compañera tardará en pasársele el ataque, por lo menos, un cuarto de hora.

      Al salir, paso por casa de mi madre, que hoy iba al médico, a ver qué le ha dicho.

      Para variar, no lo ha entendido. Llamaré yo mañana para que me diga si tiene que dejar de tomar azúcar o si necesita más azúcar de la que ingiere, que es lo que sospechosamente ha comprendido ella. Me da un tupper con arroz y otro con migas y salgo otra vez corriendo, a recoger a Tinka de sus clases de inglés en el colegio.

      En el corto trayecto en coche, me explica un cuento tradicional irlandés que la profesora les ha explicado. Me extraña que haya entendido tanto y presumo que, la mayor parte, se la está inventando sobre la marcha. Pero me gusta la historia y no le pongo pegas, dejo que acabe y aplaudo cuando dice “fin” con su vocecita de siete años.

      «Había un irlandés gigante que vivía en una cueva junto al mar y otro escocés gigante que en una cueva, junto al mar, vivía. Se pasaban el día gritándose cosas de cueva a cueva y tirándose piedras sin darse, como si fuesen italianos. Tantas piedras se lanzaron, que se hizo un camino a través del mar, desde la cueva de Irlanda hasta la cueva en Escocia. Un día, el irlandés salió a pasear a su gigante perro y éste se le escapó. Echó a correr tras el can, que atravesó el mar por el camino de piedras hasta Escocia. Cuando llegó, vio que el gigante escocés estaba por allí, con su falda y su flauta con bolsa. La mascota del de Irlanda le mordió en el tobillo desnudo y se volvió a la isla, dando gigantes saltos de gigante, con el pie del gaitero en la boca.

      «El escocés arrancó un pino del suelo y lo usó de bastón para cruzar hasta el otro lado, gritando como un loco y con el muñón tiñendo el camino de sangre. El irlandés mandó al perro a vigilar o a comerse unas ovejas y se escondió en su cueva. Le dijo a su mujer que tenía sueño y se metió en la cama. La giganta le dijo que de eso nada, que había un montón de cosas que hacer en la cueva, que se pusiese a barrer y a sacar el polvo del estante de las hachas, que estaba comidito de mierda.

      «Cuando el cojo se disponía a aporrear la puerta, oyó el estruendo que causaba el vozarrón de la irlandesa, que se ampliaba por el eco al rebotar contra las paredes de piedra. Se enamoró de ella al instante, tiró el pedazo de madera que cerraba el paso con un golpe de tobillo y, de un ágil movimiento con el árbol que hacía las veces de bastón, separó a la mujer de su marido, salvando de esta manera la vida de éste, que a estas alturas yacía arrodillado en el suelo, llorando e implorando clemencia. Al cruzar sus miradas, sintió que su amor era correspondido. Juntos corrieron hasta Escocia, con saltos tan jubilosos y alegres que, a su paso, hundieron el camino de piedras en el océano, perdiéndose para siempre la unión entre las dos islas. Fin.»

      Al soltar el volante para el aplauso se me va un pelín el coche y del bordillazo reviento un neumático.

      Por suerte, es cerca de casa y le acompaño a pie hasta el portal, le dejo que suba y me quedo esperando al servicio técnico, porque yo no sé cambiar una rueda en estos autos modernos y Gabriel, que está en en plan Bukowski -pero sin escribir-, viendo la tele y bebiendo cerveza en calzoncillos, no sabe cambiarlas en ningún tipo de coches.

      Cuando, por fin, llego a mi casa, me descalzo, me pongo el pijama y me desmaquillo, es la hora de cenar. Por el estado en el que se encuentra la cocina, deduzco que eso es algo que deberá esperar.

      Llamo a mi compañero y le doy instrucciones precisas de cómo tiene que ponerse unos pantalones, unos zapatos y una camisa, meter todas sus mierdas en una maleta y largarse de mi casa en diez minutos.

      Hace un mohín de disgusto y levanta un poco la mano para discutir alguna de las indicaciones, pero me doy la vuelta y me pongo a cocinar para dos. Oigo cómo va a la habitación, trastea con sus cuatro prendas, tintinea el cepillo de dientes al sacarlo del vaso del lavabo, se acerca a la nevera con una mochila al hombro, coge una cerveza, me da una palmada en el culo y se marcha dando un sonoro portazo.

      No tengo ni un solo remordimiento. Busco en mi interior mientras hierven las judías verdes y nada, ni uno. Me siento como Napoleón o algún otro genocida ilustre que, según Dostoievski, estaba diseñado genéticamente de tal manera que podía cometer el crimen más vil, la más grande tropelía, sin inmutarse, sin ni siquiera necesitar plantearse si era un acto éticamente lícito, atendiendo únicamente a la utilidad del mismo. Cualquiera que, antes de cometer un acto ruin, bajo, despreciable, se planteaba la naturaleza moral del mismo, dejaba de pertenecer al grupo de elegidos que podían actuar como psicópatas sin perder el sueño.

      Probablemente yo forme parte de ese grupo. Aunque no estoy segura. A lo peor, sólo por dedicar unos segundos a explorar algún rastro de culpa, me estoy excluyendo de tan selecto conjunto y no valgo para ejercer de abominable criminal.

      Acabo confirmando que tengo motivos que me redimen. Llevo dándole vueltas a dejar a Gabriel casi desde que apareció en el piso. Hace unos seis meses que, después de salir unas cuantas veces con él, se quedó a dormir una noche y a la siguiente se empezó a instalar, sigilosamente, sin que apenas se notase, como si fuese una corriente de aire que se cuela por una puerta mal cerrada, el puto Gabriel. Fui plenamente consciente un día que estaba buscando el mando de la tele y, desde el sofá, me dijo “lo tengo yo, ¿qué quieres que ponga?”. Yo me acomodé, no voy a negarlo. Tener una persona adulta en casa me daba algo más de margen con la niña y me permitía no agobiarme tanto si un día se ponía mala, como si se alargaba una reunión, el tráfico era menos fluido de lo que anunciaban por la radio o mi madre