era un adulto solamente en la cama. En la cama no era ningún cachorro, eso es cierto. Pero, para el resto de actividades, era un irresponsable con el que cada vez me daba más miedo dejar a mi hija. No porque temiese que pudiese hacerle algo malo, sino porque era muy probable que se olvidase de recogerla, de darle la merienda o que, en un descuido, la invitara a un cigarro o a beberse una cerveza.
De alguna manera, también ha influido en mi súbita determinación el encuentro, la semana pasada, con Daniel. Un antiguo amigo del vecindario que acaba de volver de un largo exilio en el extranjero. Antes de que se marchase, hace ya casi quince años, habíamos salido juntos alguna vez, siendo compañeros de clase en el instituto y después parte de la misma pandilla del barrio.
En una ocasión llegamos a acostarnos. Fue poco antes de que se fuese, que era algo que los dos sabíamos que sucedería, y silenciamos nuestros incipientes sentimientos para no lastimarnos mutuamente.
Hace unos días, me crucé con él delante de la ferretería de su padre y fue él quien me reconoció y me paró para saludarme. Mientras me explicaba sus intenciones de futuro y nos poníamos precariamente al día, me gustó cómo me miraba y puede que él lo notase, porque yo no lo recordaba tan cercano ni tan tocón. Aunque han pasado muchos años. Es posible que, simplemente, haya cambiado de hábitos, perdiendo parte de su juvenil timidez.
En todo caso, he quedado para tomar un café con él el sábado por la tarde y, aunque no es algo significativo “per se”, no creo que me hubiese sentido cómoda ocultándoselo a Gabriel.
Muerto el perro, se acabó la rabia.
3. Daniel
Me acabo de morder el interior de la boca al intentar comer una porción de pizza. Es doloroso, pero resulta aún más humillante. Se me humedecen los ojos y no sé si es del daño o de la vergüenza.
Hacía tiempo que no me pasaba y no tiene mucho sentido. Cuando era más joven estaba más delgado y había menos masa susceptible de ser mordida. Mientras mastico con sumo cuidado para no volver a lastimarme la zona herida (tumefacta y, en su concupiscente protuberancia, más cercana a los dientes y expuesta de una forma más evidente al peligro) deduzco que los motivos por los que la madurez me ha ido apartando de una actividad tan arriesgada es, quizá, la propia decadencia del espíritu. No solo como con menos ímpetu, sino que la mayor parte de las prácticas en las que estoy involucrado las realizo con una dosis decreciente de pasión. Siempre he oído que el paso de la edad añade sabiduría, íntimamente vinculada a la experiencia. Precisamente esa experiencia es la que me enseña que los años no enseñan apenas y lo poco que hacen es amortiguar los sentidos y los sentimientos. Poco a poco, nos vamos esponjando y no comemos, no dormimos, no nos relacionamos y no follamos con la misma intensidad con la que lo hacíamos tan solo unos meses antes. Es muy probable que esa sea la razón por la que me muerda menos: al atacar la pieza sin ansia, el riesgo de fallar en el bocado es menor.
Otra teoría que daría explicación a la pendiente descendente por la que deriva la curva de mis percances es la del narcisismo inverso. Hace 15 años estaba en una forma física diferente (por no decir divergente) y me gustaba tanto a mí mismo que me comía mi propia cara. Empezaba por dentro pero, como dolía, lo dejaba instantáneamente.
He ido a comprar las pizzas en un establecimiento cercano al mío, después de cerrar el negocio. Como he coincidido en el cierre con la peluquería de Mari y era Olga quien echaba la persiana, me ha acompañado a encargarlas y, mientras horneaban mi pedido, nos hemos sentado en la terraza del bar de al lado a tomar una cerveza.
Solamente había dos mesas ocupadas; la nuestra y otra con un grupo de muchachos vestidos con ropa de trabajo, en el pecho de cada uno el logo estampado de la empresa en la que, presuntamente, invierten su jornada laboral. Por el volumen de sus voces, se deducía que no se habían bebido tan solo una, sino que llevaban varias birras.
Gritan tanto, de forma tan desaforada, con tanta destemplanza y con tal falta de sintonía, de empatía entre ellos y de complicidad, que no resulta creíble. Más que un grupo de amigos, parecen actores contratados para dar un ambiente concreto al lugar. Actores que no se conocen entre ellos e improvisan consignas ridículas y completamente inadecuadas. Uno grita CHUPITOOOOO, a la vez que levanta su botellín de cerveza y brinda con otro que repite el estridente chillido: CHUPITOOOOO. Hablan de temas aleatorios, con la premisa única de que se recurra siempre a tópicos machistas, xenófobos u homófobos, con la más que probable intención de que cualquiera pueda confundirlos con hombres del Cromagnon.
—Pues las chinas son capaces de disparar dardos y comer fruta con el coño.
—Tú lo que quieres es que te encule un negro.
A ratos, el tono de su voz decae, víctima del cansancio, pero entonces alguno de ellos advierte la circunstancia y grita alguna otra sandez, cada vez más inconexa, cada una más absurda que la anterior.
Mantener una conversación con Olga, en esas condiciones, se convierte en una tarea casi titánica. Los dos debemos esforzarnos mucho en elevar la voz sin resultar chillones, manteniendo la compostura. Por un momento, tengo que disuadir a mi contertulia de reprender a los comensales de la mesa colindante. No me parece buena idea, ya que los vecinos van mirando de reojo hacia nosotros y me parece adivinar cierta ira, cierta provocación en la que sería preferible no caer. Tan seguro de que sean figuración del bar no estoy y prefiero no poner en riesgo mi integridad física.
Entre los alaridos, consigo entender a mi amiga:
—¿Sabes que Gabriel va por el barrio diciendo que ha heredado?
—Que ha heredado, ¿el qué?
—En serio, ¿no has oído nada?
—No, en serio. ¿Qué ha heredado?
—No me lo puedo creer, ¡cómo chillan!
—Shht, baja la voz, que no te oigan.
—¿Cómo coño me van a oír? ¡Si no se oyen ni entre ellos!
—Bueno, ¿qué ha heredado Gabriel?
—Vas a flipar: Se ha muerto su tío Esteban y le ha dejado los derechos de autor de Tolkien.
—¿Qué dices?
—Eso dice él.
—¿Y qué relación tenía con Tolkien?
—Poca. Parece ser que Tolkien tuvo una única hija, que vivió en Estados Unidos. La señora enviudó con casi sesenta años y acabó conociendo a Esteban, el hermano de la madre de Gabriel.
—Que se murió el año pasado…
—Angustias, sí. Pobrecita, con lo que ha llegado a padecer. En fin, que el tío de Gabriel y la hija de Tolkien se casaron y ella, que era la depositaria de los derechos de su padre, murió hace ya tiempo, sin descendencia, y esos derechos recayeron en Esteban. El deceso de su tío deja a Gabriel como único heredero.
—Joder, a ver si con eso es capaz de salir del barrio, aunque sea a conocer a los Hobbit. ¡Y que vaya a ser gracias a su tío Esteban, con lo mal que había llegado a hablar de él!
—Es que el tito Esteban se fue a hacer las américas dejando a su hermana con lo puesto, con los pocos ahorros que habían podido juntar entre los dos.
—Pues ya ves, a última hora se le ha ocurrido una forma de devolvérselo y con intereses. A ver si me encuentro con Gabri y se invita a algo, para variar.
—De momento, le ha propuesto a Maru que se vaya a vivir con él.
—No creo que sea la mejor de las ideas, se iban a juntar el hambre con las ganas de comer.
—No, Maru le ha dicho que no. Lo conoce demasiado bien.
—Lo conocemos todos, pero la pasta cambia a cualquiera.
—Les voy a decir que bajen la puta voz.
—¡Olga, ni se te ocurra! Mis pizzas ya deben de estar listas.
—Pues vámonos, que esto es insoportable.