módica cantidad, ofrecía alojamiento y trabajo en la ciudad.
Hizo un montoncito sobre su escritorio con los billetes y monedas que había ido ahorrando durante los últimos meses, ayudando los sábados en la ferretería y haciendo algún recado extra para el bufete, e hizo la llamada que cambiaría el rumbo de su vida.
Una vez en el extranjero, tuvo la oportunidad de comprobar que su inglés no era suficientemente bueno para haber entendido, en la letra pequeña del contrato que firmó en su ciudad, que lo que la agencia facilitaba era el contacto con un casero para que él mismo pactase el alquiler, así como una serie de direcciones de locales y empresas de la ciudad en las que se solicitaba personal. Recopilaban anuncios públicos y los vendían a aventureros que guardaban la precaución suficiente para no presentarse en Dublín con las manos vacías, pero mantenían la ingenuidad necesaria para creer que el pago de una cuota les iba a proporcionar curro y casa.
Daniel es de esa clase de personas.
Sin embargo, al cabo de unas horas estaba instalado en una habitación de un edificio de apartamentos, compartida con un muchacho italiano, y no tardó más de una semana en empezar a ayudar a un tapicero algunas horas al día, que le permitían pagar la renta y comer ligero.
Irse a Irlanda fue un triunfo trufado de pequeños fracasos, en el que ambos conceptos se mezclaron, se emborracharon, fornicaron se convirtieron en inseparables, borrando y confundiendo los límites que les separaban.
Antes de entrar de nuevo en la pelu oigo un estrépito de cacharros y asomo la cabeza a la puerta de la ferretería. Veo a dos hombres enfrentados, con las narices tocándose, resoplando, las caras de un rojo incandescente y los puños crispados, escupiéndose insultos mutuamente. Pero la cabeza de Daniel, que asoma por encima de ellos, me dedica un gesto tranquilizante, una sutil rotación de cuello acompañada de un fruncimiento de cejas que me dice que “no pasa nada”. Cierro entonces y vuelvo al tajo, a lavar cabezas y juntar montoncitos de pelo en el suelo, esperando a que la clienta de turno haga el chiste de los cojines.
Hoy acabo temprano, la jefa me debe horas de los últimos sábados, en los que hemos hecho novias y empezábamos a peinar a las siete de la mañana. A las seis de la tarde he quedado con mi amiga Maru para ir a nadar a la piscina. Maru había nadado en campeonatos de Europa y del mundo, no llegó a conseguir medallas internacionales pero es capaz de nadar más rápido que cualquier otra persona que yo conozca. Y más rato. Me gusta entrenar con ella porque me da pequeños consejos que me ayudan a mejorar la técnica. Hoy se ha concentrado en la patada de braza, haciéndome ondular levemente para conseguir una mejor penetración en el agua. No se me da mal y lo he cogido bastante fácilmente, pero en la natación lo que realmente ocurre con las mejoras es que no las fijas hasta que las has practicado infinidad de veces y consigues que el movimiento se convierta en automático. Por eso es tan difícil progresar. A lo mejor es que nadar es como vivir.
Sin acabar de decidir si es gracias a eso o a pesar de todo, salgo del agua contenta y cansada, más que dispuesta a invitar a una cerveza a mi amiga y después acompañarla en coche a su casa.
Cuando llegamos, aparco en doble fila delante de su portal y nos quedamos charlando un rato más. De técnicas de nado, del trabajo y de quedar un día para ir al cine. Pronto se nos acaba el tema de conversación y yo le doy las buenas noches, esperando a que abra la puerta y se despida. Pero Maru permanece en su asiento, mirando al frente y sonriendo. No sé cómo reaccionar, así que la imito y, al cabo de unos segundos, inconscientemente, empiezo a dar golpecitos con los dedos en el volante, tamborileando nerviosa. Miro a Maru de reojo, que mantiene la postura y ni siquiera se ha desabrochado el cinturón.
Me asalta la duda de si he acertado con la dirección de su casa, a pesar de haber venido en innumerables ocasiones y estar lo suficientemente cerca de la mía para conocer bien el barrio. De todas formas, miro el portal, compruebo el número de bloque y me cercioro aún más de estar en lo cierto al reconocer los toldos de los balcones, la bicicleta aparcada en la farola de delante y la tienda de ultramarinos junto a la entrada, ya cerrada a estas horas. Todo está donde debería estar, salvo mi amiga, que debería estar saliendo de mi Renault Clío y, en lugar de eso, está mirando, silenciosa, el final de su propia calle.
Me impaciento:
—Maru
—¿Sí?
—¿No tienes que ir a casa?
—No.
—Pero yo tendría que irme.
—Pues vete.
—Pero si tú no te bajas, no me puedo ir.
—Sí que puedes.
—No, coño Maru, no puedo.
—Claro que puedes, yo no me bajo.
—No me jodas, claro que te bajas, que te he traído a tu casa para algo.
—Pues estoy muy a gusto aquí. Y no me bajo.
Arranco el motor, embrago y meto primera. Pero estoy confundida, vuelvo a poner punto muerto, apago el coche otra vez y me quedo callada, mirando de nuevo al frente y sin saber qué hacer.
Tras pensarlo unos instantes, vuelvo a encender, emprendo la marcha y me voy a mi casa. Encuentro sitio cerca y aparco en batería. Me bajo del coche, pregunto por última vez a la copiloto:
—¿Te bajas? Y hacemos algo de cenar y te quedas a dormir en mi casa.
—No, gracias. No quiero bajar del coche.
—Buenas noches.
—Buenas noches.
Abro el portal con el amenazante presentimiento de que mi amiga Maru es una mamarracha. Pero solamente por aprovechar la oportunidad de darle uso al insulto. Me subyuga esa palabra: MAMARRACHA. También me subyuga la palabra subyugar, pero eso es otra historia.
La palabra mamarracha empieza tierna, cariñosa y acaba degenerando en algo despectivo, un desprecio. No quiero resultar demasiado severa con ella. En realidad, sólo he conocido a alguien que personifique de manera fidedigna al Mamarracho definitivo, al original y genuino.
Tuve un profesor de expresión corporal, en el instituto de teatro en el que atendía clases, que tenía tanto control de su propio cuerpo como llegó a tenerlo del mío. Para ser justa, debo de admitir que me dejé seducir y, para ser aún más ecuánime, confesar que para ser seducida tuve una dura pugna con un par de alumnas y algún compañero igual de interesados en ser objeto de las atenciones íntimas del mamarracho. El hecho es que me dejó embarazada antes de acabar el curso y, para proteger su carrera como docente, se aprovechó de la inocencia de quien yo era entonces: una cría de veinte años. Me convenció de que lo mejor era abandonar los estudios y abortar. Me ayudó a pagar la clínica y a que me desenamorara de él, de golpe y en un único gesto de desprecio. Empezó cariñoso y acabó humillando, como la palabra de la que, desde entonces, el Mamarracho es estandarte mundial.
Antes de acostarme, asomo la cabeza por la ventana para descubrir que Maru ha abandonado la guardia en mi coche. Lo cierro con el mando, apago las luces y me quedo un buen rato dando vueltas a mi época de estudiante.
2. Marta
Tengo el tiempo justo para sacar el coche del parking, dejar a Tinka en la puerta de la escuela casi sin parar y volar hasta el centro para no entrar muy tarde en la oficina. Si normalmente ya voy apurada, hoy la extravagancia de Gabriel ha acabado de dar al traste con mi meticuloso plan de preparación de las mañanas.
Me levanto a las seis. Café, cigarro y cuarto de baño (no voy a darle al lector la satisfacción de completar la rima). Ducha, preparar desayuno para los tres, empezar a desperezar a la niña, recoger la cocina y barrer el piso, vestirme, arreglarme un poco, levantar la persiana y abrir la ventana de la habitación para que mi pareja se despierte. Daría igual que se levantase más tarde, porque lleva dos años en el paro y sin visos de querer cambiar de estado, pero insiste en hacerlo a las ocho, cuando mi hija y yo nos disponemos a salir.
Pues hoy, en el espacio de tiempo que va de preparar el desayuno