como base de la medicina y no de la teología.
Algunos argumentos de Schmitt resultan aplicables a Salamanca y a toda España: solo el desconocimiento de la historia universitaria del Antiguo Régimen permite atribuir a un único centro académico el patrimonio compartido por múltiples instancias de una ciudad, un vasto territorio, un reino o toda la cristiandad. Por tanto, resulta insostenible afirmar que cierta continuidad, o los cíclicos momentos innovadores, son privativos de una institución, con exclusión del resto, o bien de un individuo o grupo, solo por haber tenido contacto, a veces breve, con ella. Antes bien, resultan del constante intercambio. Destaca que los maestros paduanos, con excepciones como Giacomo Zabarella,7 se formaron fuera de Padua, y su paso por la ciudad no era tan estable como para crear y sostener, de generación en generación, la pretendida «organized scientific tradition». Solían profesar en esas aulas luego de estudiar, y aun enseñar en otras partes, y al cabo de un espacio breve o largo de docencia paduana emigraban, llevados por sus intereses personales, en especial si tenían ofertas atractivas de otra universidad o un príncipe. Así, a más de difundir sus saberes, recibían influjo de las tradiciones locales. De ahí que la regla fuese el intercambio de «doctrinas» y no la pretendida singularidad de una estación de paso.
Resulta útil una mirada a dos casos concretos que suelen juzgarse paradigmáticos de la Escuela de Padua. El primero lo protagoniza Agostino Nifo (1469/70-1538). Inició sus estudios en el reino de Nápoles, su patria, de donde fue a Padua hacia los 14 años. En 1490 se graduó en artes y, pasados dos años, enseñó en su facultad hasta 1499, momento en el que dejó finalmente la ciudad. Reapareció en 1507 como lector en Salerno y, en 1509, en Nápoles. Se fue a Roma en 1514 y estuvo en Pisa de 1519 a 1521, año en el que volvió a Salerno por una década larga. Tornó a Nápoles de 1531 a 1532. Rehusó una invitación a Bolonia, y dedicó sus últimos años a escribir en su ciudad natal.8 De sus 68 años, siete estudió en Padua y otros tantos profesó. El resto divagó por Italia, de norte a sur.
Galileo, supuesto ápice de la Escuela de Padua, también revela vínculos, quizás no decisivos, con esa universidad. Nació en Pisa, en 1564. De 1581 a 1583 cursó medicina en su universidad, pero la dejó y estudió por su cuenta matemáticas, en especial a Arquímedes. De 1589 a 1592, enseñó la disciplina en Pisa. Huyó al Véneto, enemistado con los Médici. En Padua, la siguió dictando hasta 1610. Las universidades solían dar rango marginal a las matemáticas; tanto que muchas no exigían el grado doctoral al lector, quien quedaba fuera de los colegios –o claustros– doctorales. Así ocurrió en México, con Carlos de Sigüenza y Góngora, titular de Matemáticas en la Real Universidad, en el propio siglo XVII. Falto aún del grado de bachiller, el gremio doctoral lo desairaba.9 Quizás por razones análogas, Galileo, al mudar el horizonte florentino, volvió en 1610 a la corte medicea, donde vivió hasta su proceso en 1633. Condenado a reclusión domiciliaria perpetua, muere, prisionero, en 1642.10 De sus 67 años, menos de tres enseñó en Pisa, donde –según prueban sus manuscritos– ya exploraba los temas físicos y matemáticos que le darían fama. En Padua, falto de grados, no tuvo opción a impartir filosofía natural, y debió ceñirse a su disciplina casi dieciocho años. Antes de retornar editó su primera obra, Sidereus nuncius (Venecia, 1610). Las demás salieron en otros ámbitos, no derivan de cursos ni evidencian vínculos con Padua, pero Randall y sus adeptos tienden a explicar los aportes científicos que hicieron por su liga con la Escuela de Padua.
La propuesta de Randall, refutada por los principales historiadores del Renacimiento y la ciencia moderna italiana y extranjera, goza de cabal salud en tanto que contribuye a exaltar las glorias de la institución véneta, incluso si muchos de sus supuestos miembros carecieron de vínculos decisivos y estables con ella y circularon por toda la península, difundiendo y adoptando ideas. De ahí lo insostenible de la tesis de una tradición nativa y original, nutrida durante tres siglos por una secuela de maestros formados en ella, y transmisores fieles de su legado. Fuera de la Academia, muy poco valen las sólidas y argumentadas objeciones de Schmitt y otros: los mitos fluyen por canales ajenos a los del rigor histórico y crítico, inmunes a la razón. Por algo se sigue hablando de la Escuela de Padua.
LA ESCUELA DE SALAMANCA, UN NOMBRE, DOS INTERPRETACIONES
Todo indica que el nombre Escuela de Salamanca llegó del exterior. Lo emplea en 1933 el alemán Martin Grabmann en su historia de la escolástica.11 Da por hecho la Escuela y le atribuye unos cuantos calificativos vagos, pero llamó a Francisco de Vitoria (1496-1546) su fundador. Y con todo, líneas abajo incorpora en ella a fray Matías de Paz, muerto en 1513…12 Vertido al español en la posguerra, el apelativo tardó en ser admitido.
En cambio, el mote circula desde hace décadas con plena carta de ciudadanía en los ámbitos germánico y anglosajón, si bien se le admite casi en exclusiva desde una perspectiva social, política y, más aún, económica. Marjorie Grice-Hutchinson, activa entre 1952 y 2002, parece ser la extranjera que más páginas dedica al tema, e identifica siempre a la School con la economía. En The School of Salamanca. Readings on the Spanish Monetary Theory, 1554-1605 (1952)13 vincula con esa universidad a cuanto tratadista económico hispanoamericano logró identificar, sin importar dónde se formó y dónde actuó profesionalmente. Así, dedica un capítulo al dominico Tomás de Mercado, formado entre Sevilla y México, y lector en ambas ciudades… Por lo demás, revela incontables errores factuales: se refiere al «dominico» Martín de Azpilcueta, quien –asegura– fue llevado a Portugal por el rey Joao III cuando creó la Universidad de Coímbra, en 1538… En París, Vitoria enseñó «in the Sorbonne»,14 entre otras perlas. Glosando a Schmitt, solo una ignorancia tan supina de la historia universitaria le permite vincular a todo autor ibérico e indiano con la famosa Salamanca. ¿Sabía de la existencia de otras en los dominios hispanos?
El Instituto Max Planck ha iniciado la loable tarea de editar en línea las obras más representativas de noventa y seis autores, bajo el rótulo de la Escuela de Salamanca.15 Todos trataron de temas jurídicos y económicos entre 1522 y 1675. Algunos, desde la teología moral; otros, tomaban la Prima secundae, de santo Tomás, para sus tratados De iustitia et iure. A más de los teólogos salmantinos Vitoria, Soto, Cano y Báñez, la lista incluye a legistas y canonistas como Martín de Azpilcueta, Diego de Covarrubias o Antonio Pérez. Ellos, y sin duda otros, tuvieron indudables vínculos con el estudio del Tormes. Pero el listado también recoge a estudiosos o profesores de instituciones –tanto universitarias como colegios o estudios de órdenes regulares– complutenses, vallisoletanas, aragonesas, granadinas, portuguesas, limeñas o mexicanas. Es más, se incluye a dos de los autores italianos más citados por tratadistas católicos del siglo XVI: Tomás de Vio y Silvestre Mazzolino. El criterio de selección difícilmente podría ser más amplio y generoso; o, si se prefiere, más difuso. ¿Qué criterios o vínculos académicos o biográficos permiten ligar a ese heterogéneo centenar de autores con la llamada Escuela de Salamanca? ¿Todo el saber iberoamericano de los siglos XVI y XVII es «proyección» de tan ilustre estudio?
Si bien Grabmann mencionó la Escuela, con mayúsculas, el título poco atrajo en España, a pesar de que el alemán la delineó como un movimiento de renovación teológica. Con todo, las tesis del alemán poco embonaban con la actividad editorial que, desde el inicio del siglo XX, promovían los dominicos de San Esteban para recuperar a sus teólogos del Quinientos, reeditando impresos olvidados desde el siglo XVII y rescatando inéditos. Primero destacaron Justo Cuervo (1859-1921), Alonso Getino (1877-1946) –fundador, en 1910, de la revista emblema Ciencia Tomista– y Venancio Carro (1894-1972). Su objetivo, antes que la Universidad como tal y en su complejidad, era exaltar, con beligerancia, a los autores de la orden, en especial a Francisco de Vitoria, Domingo de Soto, Melchor Cano y Domingo Báñez.
Vicente Beltrán de Heredia (1885-1973) continuó esa línea apologética. Fruto de su pluma fueron, a partir de 1911, más de trescientas recensiones o «notas críticas», en especial en Ciencia Tomista, y más de cien artículos, que seleccionó y reeditó en la Miscelánea Beltrán de Heredia (1972): sesenta y ocho estudios en cuatro tomos con más de 2.500 páginas sobre la actividad de los teólogos dominicos, ante todo, de san Esteban. Lo propio hizo en sus libros: catorce títulos en treinta y dos nutridos volúmenes; ante todo,