y editar fuentes culminó con el Bulario (1219-1549)16 y el Cartulario (1218-1600)17 de la Universidad, en nueve tomos.
Los dominicos, al rescatar la obra de sus ilustres ancestros, aportaron material invaluable a los futuros panegiristas de la Escuela. Dictaron también, en gran medida, el guion, centrado en la cuarteta de teólogos: Vitoria, Soto, Cano, Báñez. A la vez, evitaron referirse a la «Escuela». Algún estudioso halla «sorprendente» que Beltrán no disertara sobre ella.18 Él y los suyos parecían ver con recelo un enfoque que extendía a toda la universidad un mérito reclamado en exclusiva para los teólogos de su orden, claustrales de san Esteban.19
Es quizás Luciano Pereña (1920-2007) quien oficializó el término en el ámbito hispano. Sin embargo, él mismo, durante años, se vio reticente. Así, en 1954 publicó: La universidad de Salamanca, forja del pensamiento político español en el siglo XVI.20 Omitió, pues, a «La Escuela». Al parecer, en los sesenta aún prefería hablar de «Escuela española de la paz», o Corpus Hispanorum de pace, título de la serie bibliográfica que editó de 1963 hasta su muerte. Solo en 1984 adoptaría el mote, en Francisco de Vitoria y la Escuela de Salamanca. La ética en la conquista de América.21 En adelante tomó partido abierto por el nombre, pero en su serie aparecía después de su lema original. Con notable tenacidad publicó o promovió la edición de medio centenar de tomos con obras de autores de los siglos XVI y XVII. Al difundir otros nombres y diversificar enfoques, ensanchó el campo.
De hecho –y a diferencia de tantos coetáneos y antecesores–, su interés por la teología en sí parece nulo; prefiere sus derivaciones. Su enfoque lo acerca a nombres como Grice-Hutchinson, pero su tono es vindicativo, y abusa de anacronismos como democracia o internacionalismo. Ante todo, reclama para España la palma en la creación del derecho de gentes, y defiende la conquista de América como empresa civilizadora y moral. De Vitoria, le atrae su visión del Nuevo Mundo; de Cano, sus teorías sobre la guerra. Además, editó al menos veinte tomos del jesuita Francisco Suárez, quien, por cierto, jamás leyó en la Universidad salmantina.22 Al final de su vida, esbozó su idea de «La Escuela de Salamanca: notas de identidad».23 Consiste en un «sistema de principios éticos (de filosofía política, moral internacional y moral económica principalmente)». Su carácter «interdisciplinar» impide reducirla a escuela teológica, filosófica, jurídica, social o económica. Antes bien, conlleva «una comunidad de actitudes, de principios y de método». Señala que, frente a la imperante economía mercantilista de los tratos comerciales, los salmantinos promovieron una «economía humanista», utópica, que pretendía «la rehumanización, la pacificación y la reconciliación entre indios y españoles».24 Huelgan comentarios…
En 2000, Juan Belda Plans, de la Universidad de Navarra, estampó el voluminoso La Escuela de Salamanca y la renovación de la teología en el siglo XVI.25 Como el título sugiere, se limita al enfoque teológico y, en contraste con Pereña y Grice-Hutchinson, restringe al máximo el campo de la Escuela: los lectores de teología de prima y vísperas de Salamanca, desde el inicio de la enseñanza de Vitoria hasta la muerte de Báñez (1526-1604). Casi como concesión, acepta a los lectores de otras cátedras teológicas, tachados de «menores». En cambio, –sin explicar ni justificar– excluye la de la Biblia. Por tanto, fray Luis de León pasa a los «maestros menores», y ello porque leyó cátedras temporales. Resulta así que Melchor Cano, «teorizador del método teológico de la Escuela», lector efectivo en cátedra de prima durante algo más de un cuatrienio –sin contar los meses a cargo de suplentes–, merece a Belda doscientas cincuenta páginas, frente a las tres dedicadas a fray Luis, sin valorar sus treinta años de docencia teológica.26 Al hacerlo, además, obvia que el agustino era uno de los pocos teólogos que citan a Vitoria, de cuyos alumnos recopiló apuntes.27 Su visión, en extremo restrictiva, lo lleva a exigir «requisitos mínimos» para pertenecer a la Escuela, que reduce a una suerte de escalafón docente-teológico. Sobra añadir que también omite los derechos, medicina, filosofía y las humanidades impartidas por colegas de Vitoria. A la vez prescinde de los colegios y universidades donde leyeron, antes o después, los «maestros mayores».28
Alega, con razón, que deben delinearse los alcances del término, o pierde sentido. Define la Escuela –teológica– como «realidad unitaria y homogénea en una serie de aspectos: unidad de espacio y tiempo (un lugar y periodo concreto); unidad de personas que se suceden (un grupo cohesionado); unidad de fines, de espíritu, de medios (un proyecto y unos métodos comunes); unidad, por último, de doctrinas en puntos básicos (una cierta tradición doctrinal)». Todo se aplica –dice– al «grupo unitario de teólogos con unas notas comunes». Es decir, los sucesivos lectores salmantinos «a partir del magisterio de Vitoria y bajo su influencia (directa o indirecta)», y animados por «ideales y objetivos comunes»: renovar la teología desde una «tradición doctrinal común», cuyo centro es la Summa «como guía principal de los estudios y enseñanza teológica universitaria». Un legado, en fin, «que se transmite de unos a otros y que se va enriqueciendo progresivamente». Ellos formaron «un verdadero equipo colectivo» cuyos aportes personales enriquecían la labor conjunta, por ejemplo.29
Otros estudiosos, como los profesores salmantinos José Barrientos y Miguel Anxo Pena, asumen, por principio o de hecho, el restrictivo enfoque de Belda, si bien ambos se extienden hasta el siglo XVII. Barrientos declara sin atenuantes: «La Escuela de Salamanca debe quedar limitada a aquellos docentes de la Universidad, dominicos y no dominicos, en quienes concurren las dos notas que, entiendo, caracterizan o definen la Escuela: teología y tomismo».30 Fiel a su tesis, ha emprendido minuciosas pesquisas de archivo para reconstruir la docencia de los lectores salmantinos de teología entre el XVI y mediados del XVII, en una treintena larga de títulos, desde artículos a densos libros.31 Además, en su Repertorio de Moral económica (1526-1670). La Escuela de Salamanca y su Proyección (2011)32 presenta a diez catedráticos y, a continuación, a ochenta y cinco teólogos tratadistas de «moral económica», con los que acredita la «proyección» de la Escuela. Pero, por supuesto, excluye a los canonistas. Ni siquiera escapa Martín de Azpilcueta (1492-1586), el autor más influyente en temas de moral y economía, por sus popularísimos manuales de confesión y sus tratados sobre cambios, usura, etc. Lo omite, incluso si enseñó catorce años en el estudio y tuvo decisiva actuación en cánones. Prescinde de que hoy, el bando menos intolerante de los defensores de la Escuela lo sitúa al lado de Vitoria y lo considera el más agudo de los salmantinos en temas monetarios. Por supuesto, también deja fuera a su discípulo dilecto y sucesor en prima, Diego de Covarrubias (1512-1577), capital reformador de la universidad.
Si Barrientos estudió los archivos, Miguel Anxo Pena, la historiografía. Casi a la vez sacó dos libros. En el primero, Aproximación bibliográfica a la(s) Escuela(s) de Salamanca,33 bajo tan singular título ofrece 6.101 fichas bibliográficas relativas de algún modo con aquella. Añade a la lista alfabética un útil índice de «Descriptores temáticos», y una «Aproximación histórica al concepto “Escuela de Salamanca”», donde afirma: «nadie puede negar la existencia clara de una Escuela, que viene configurada por una manera de hacer y de pensar, donde la teología es el motor propio y singular que da sentido a la misma».34 Sin una definición mejor trabada, Pena se suma, de hecho, a quienes entienden la Escuela como teología, y esa visión dominará en su otro libro.
En La Escuela de Salamanca. De la monarquía hispánica al orbe católico,35 se advierte una constante vacilación. Si bien realiza un amplio repaso historiográfico sobre lo escrito del siglo XVI al XXI en torno a la «Escuela», muestra un empeño constante por presentarla como un hecho –o si se prefiere– como un concepto irrebatible, cuyas características busca precisar basándose en esa misma historiografía, tan heterogénea. En consecuencia, al supeditarse al punto de vista del estudioso que va glosando, hace de la Escuela un fenómeno exclusivamente teológico, o bien insiste, con el autor siguiente, en que se debe estudiar también su dimensión social, política y económica.
En la práctica –basta con repasar su índice– ni un solo capítulo se dedica a los juristas, a los filósofos o a quienes trataron el pensamiento económico; todo