al espirar, sin duda llegaría a expirar. El ser humano no. Y es que lo nuestro es hablar. Nos admira cómo puede un pez nadar millas y millas sin cansarse: no es un mérito, es que está hecho para eso. Pero, de la misma manera, el ser humano para lo que está hecho es para caminar erguido y, sobre todo, para hablar.
Hay que advertir, empero, que estos condicionamientos anatómicos constituyen un complemento del habla, pero no son su causa. Como todo el mundo sabe, existen muchas aves (loros, cotorras, papagayos...) capaces de imitar sorprendentemente bien la voz humana porque tienen unos órganos fonadores que les permiten hacerlo. A esto se solía contestar que las aves no comparten con nosotros la posición de la laringe y que esta propiedad es lo verdaderamente humano, pues permite que los niños no aprendan a hablar hasta que su cerebro, que nace inmaduro, haya madurado lo suficiente, más o menos cuando pasan el año y medio de vida (es lo que se suele llamar neotenia). Sin embargo, últimamente se han descubierto otras especies animales, como el ciervo, que también tienen una laringe muy baja, en este caso para que los machos puedan amenazar a sus congéneres y pretender a las hembras con graves lamentos (berrea). La conclusión a la que ello nos lleva es que la evolución es ventajista, pero no determinista: cada especie necesita adaptarse al entorno y el lenguaje constituye para los humanos un poderoso medio de lograrlo, si bien no el único. La especie social e inteligente que formamos pudo haber desarrollado otras peculiaridades anatómicas o fisiológicas al servicio de este objetivo.
2.1.3 Fundamentos neurológicos
Más importantes que las especializaciones anatómicas parecen las neurológicas. Hablar es una prueba de inteligencia y para hacerlo el ser humano tuvo que desarrollar notablemente su cerebro. Esto no es una hipótesis, la anatomía comparada permite comprobarlo a la perfección. Así, los cerebros de los póngidos tienen por término medio una capacidad de unos 400 c.c., mientras que el ser humano actual ronda los 1.500, más del triple. Realmente este tamaño tan considerable nos diferencia claramente de nuestros primos evolutivos.
Sin embargo, el tamaño no es lo más importante. Hay animales, como los elefantes, que tienen un cerebro todavía más grande en relación con el volumen de su masa corporal y, sin embargo, ni hablan ni su inteligencia puede compararse a la humana. Y es que lo relevante no es el peso-volumen del cerebro, sino la superficie cerebral. El cerebro humano tiene muchos más surcos (circunvoluciones cerebrales) que el de cualquier otro animal, de forma que puede establecer muchas más conexiones neuronales y servir de hardware al software del lenguaje y del razonamiento. Cualquier aficionado a la informática sabe que la capacidad del disco duro de un ordenador no depende de su tamaño y que los modelos antiguos eran muy voluminosos, pero muy poco potentes. En el caso del cerebro ocurre lo mismo: si el ser humano hubiese tenido un cerebro casi liso, su volumen habría sido enorme para poder sustentar todos sus procesos cognitivos, con lo que el cuello y la columna vertebral nunca habrían podido sostener una cabeza tan grande y pesada. En el cuadro que sigue se pueden comparar los cerebros de varios animales dibujados a la misma escala:
Figura 1
Hay que decir, con todo, que lo más notable en relación con el lenguaje no es ni el tamaño ni el número de circunvoluciones. El cerebro humano es el resultado de un triple proceso evolutivo, de la superposición de tres capas sucesivas: en el interior está el cerebro protorreptiliano, que compartimos con los reptiles, el cual rige el comportamiento instintivo; lo recubre el cerebro paleo-mamífero, asiento del sistema límbico, que es el responsable de las emociones y de la memoria; por fin, en la capa más exterior, está el cerebro neomamífero que regula la conducta voluntaria y tiene capacidad inhibitoria. Es esta última capa del cerebro la que creció desmesuradamente en la especie humana y es en ella adonde debemos buscar el sustento neuronal de la facultad del lenguaje.
Claro que un cerebro como este no es exclusivo del ser humano, ya se da en todos los mamíferos superiores. Lo que la evolución añade hasta llegar a nuestra especie es un desarrollo espectacular de la parte anterior de la zona frontal, el llamado neocortex, y sobre todo de dos zonas que tan apenas se dan en los primates. Gracias a las técnicas de coloración diferenciada de la mielina, una sustancia que recubre las fibras nerviosas, sabemos que estas zonas son de maduración bastante tardía: fueron rotuladas por Brodmann con los números 39, 40, 44 y 45. Corresponden a lo que se conoce como área de Wernicke (39 y 40), la que en el ser humano se encarga de la comprensión y que es incipiente en los simios, y a la llamada área de Broca (44 y 45), que en los humanos es responsable de la producción y que falta por completo en las demás especies. Esto se aprecia claramente comparando el mapa citoarquitectónico del hemisferio izquierdo de un cerebro humano con el del cerebro de un orangután.
Esta diferencia evolutiva entre el área de Broca y la de Wernicke era de esperar: todos comprendemos más de lo que somos capaces de expresar y muchos animales domésticos, como los perros y los gatos, llegan a comprender lo que se les dice, aunque sean totalmente incapaces de hablar. Por cierto que la asimetría entre ambos hemisferios, el izquierdo (donde se asientan el área de Broca y la de Wernicke) y el derecho, constituye otra notable característica neurológica de la especie humana, que se suele llamar lateralización. Desde luego, no es una casualidad que la lateralización del cerebro parezca estar precisamente al servicio de la facultad lingüística.
2.2 El origen de la mente comunicativa
2.2.1 De los primates a los homínidos
Según lo anterior, el cerebro fue evolucionando, en el sentido de incrementar su tamaño y sobre todo su complejidad estructural, conforme aumentaban las necesidades cognitivas de la especie humana. Sin embargo, es evidente que en este panorama todavía no necesitamos el lenguaje. Un ser inteligente no desarrollará el lenguaje a menos que tenga necesidad de hacer partícipes a otros congéneres de sus descubrimientos. En el planteamiento formalista esto se da por supuesto, pero siempre de manera que la fase comunicativa se considera posterior a la cognitiva. El naturalista alemán Haeckel formuló una célebre ley que afirma que la morfogénesis de cualquier especie recapitula el proceso evolutivo de las especies que la precedieron: por ejemplo, los embriones de cualquier mamífero, incluido el ser humano, muestran unas branquias incipientes, las cuales son un recuerdo de los peces de los que procede. Y así parece ocurrir en los niños, pues en los primeros años son autistas, es decir, hablan para sí mismos, para representarse el mundo en la conciencia, y sólo más tarde, hacia los seis años, llegan a comunicarse con los adultos.
Hay que decir, no obstante, que esta primacía de lo biológico-cognitivo sobre lo comunicativo-cultural, está lejos de haber sido demostrada. S. Mithen (1996) ha estudiado lo que llama la mente primigenia y ha llegado a la conclusión de que en los primates existen tres tipos de conocimiento, los cuales se han desarrollado de forma muy irregular. Mientras que el conocimiento social (S) es muy complejo, el conocimiento tecnológico (T) y el del medio natural (N) son sólo incipientes:
Figura 2
Hay abundantes evidencias de esto entre los primates. Las observaciones que la primatóloga Jane Goodall (1990) realizó sobre la vida de gorilas en libertad muestran que es habitual que desarrollen complejas relaciones sociales (S): suele haber un jefe al que se subordinan los demás miembros de la manada, pero cuando un macho joven intenta reemplazarlo, en vez de hacerlo brutalmente, aprovecha las ausencias de aquel para contraer alianzas con las hembras y con otros machos jóvenes haciendo uso del halago y del engaño hasta que entre todos logran derrocarlo. En los otros dos ámbitos cognitivos no hay nada parecido: los chimpancés y los gorilas no fabrican herramientas (T), aunque suelen cascar nueces con piedras y cortar ramas delgadas para alcanzar la miel del fondo de los panales; tampoco conocen su medio natural (N) más allá del instinto de supervivencia, si bien suelen recordar las zonas en las que había alimento o peligro, es decir, memorizan mapas mentales.
La situación de los seres humanos es completamente diferente. Hace unos cincuenta mil años apareció la agricultura en Sumeria y para desarrollar esta actividad era necesario que los tres tipos de conocimiento, S, T y N, estuviesen equilibrados y bien desarrollados. Piénsese que cultivar un campo de