de descodificación (del reconocimiento de objetos en el primer caso y de la semántica en el segundo).
2.3.5 Lenguaje y actividad motora
La relación lenguaje-visión atiende al aspecto receptivo de la facultad lingüística, a su capacidad para representar el mundo. Cuando la atención se centra en la capacidad productiva, es inevitable que volvamos nuestra atención a las actividades motoras de los primates. ¿Acaso existe algún procedimiento no lingüístico de representar activamente escenas del mundo para comunicárselas a otros individuos de la misma especie? Evidentemente existe: es la pantomima. Cualquiera que se asome a la jaula de los monos en el zoo se dará cuenta de que están continuamente haciendo gestos y visajes con los que imitan acciones que son una forma de comunicación: el mono que simula comer nos está pidiendo comida. No es aventurado suponer que esta habilidad tuvo algo que ver en el origen del lenguaje: al fin y al cabo los seres humanos, cuando se encuentran en un país de lengua desconocida, intentan darse a entender por señas y la misma conversación ordinaria se acompaña constantemente de gestos. Por lo demás, visión y gestualidad son dos caras de la misma moneda, pues los gestos comunican en tanto se ven.
Tomasello (1995) y sus colegas han estudiado los gestos de los que se sirven los gorilas del zoo de San Francisco y han descrito hasta treinta gestos diferentes, cada uno con un significado. Es verdad que estos animales también emiten algunos gritos. Pero hay una diferencia fundamental: mientras que los gritos se producen con independencia de que haya otro gorila presente o no (lo cual indica que son una expresión de emociones, no un intento de establecer comunicación), los gestos se emiten siempre cuando el otro está mirando y normalmente provocan reciprocidad, esto es, son contestados por otro gesto.
Lo anterior hace plausible la hipótesis de que los gestos manuales y faciales desempeñaron algún papel en el surgimiento del lenguaje. Así lo demuestran los experimentos, aludidos arriba, en los que se enseñó lengua de signos a los chimpancés y también la propia existencia de la lengua de signos. Durante siglos ser sordo era una tragedia porque los niños que nacían privados del sentido del oído quedaban aislados de la sociedad y del lenguaje e, inevitablemente, terminaban siendo deficientes mentales. Desde que son criados y escolarizados en lengua de signos, el cambio ha sido espectacular: mientras su cerebro madura, esto es, hasta que cumplen siete años, reciben mensajes y los producen en una lengua como cualquier otra, la lengua de signos, con la única salvedad de que su canal no es vocal, sino visual. Estas lenguas de signos no difieren estructuralmente de las orales: aunque las gesticulaciones con las que se acompaña el discurso oral no suelen poder analizarse en unidades discretas, en cambio las lenguas de signos sí lo son, surgen de la asociación arbitraria entre un conjunto de queremas o posturas tipificadas (el equivalente de los fonemas) y de sentidos correlativos.
La pregunta es cómo se logró pasar del gesto a la palabra, que es un gesto vocal. McGurk y MacDonald (1976) comprobaron que cuando se graba un sonido como ga en la banda sonora de una cinta de vídeo en la que una garganta está diciendo ba, se oye la sílaba da, es decir, la articulación dental intermedia entre la velar oral y la labial visual. El así llamado efecto McGurk demuestra que el surgimiento del lenguaje oral no fue ajeno a sus orígenes gestuales. Y es que, en realidad, las articulaciones fonéticas no dejan de ser gestos realizados con el aparato fonador: hay autores que piensan que lo que sucedió es que cada gesto manual se acompañaba de un gesto vocal silencioso (como cuando estamos recitando de memoria y en silencio un discurso) y que con el tiempo el gesto vocal acabó predominando.
2.4 El lenguaje y la conciencia
2.4.1 La imitación. Las neuronas especulares
La relación entre ambos componentes de la percepción pre-lingüística, el visual pasivo y el gestual activo, no se comprendía bien hasta que hace poco Rizzolatti (1998) y el equipo de neurólogos que dirige hicieron un descubrimiento espectacular: las neuronas especulares (mirror neurons). Se trata de unas neuronas ubicadas en la zona F5 del lóbulo frontal del cerebro de los monos, las cuales se activan cuando dichos monos hacen algo (saltar, tomar un plátano, agarrar a un compañero...), pero también cuando están viendo a otro mono que lo hace.
Que una re-presentación visual pasiva tenga el mismo sustrato neuronal que una cenestesia activa sugiere que la evolución pudo conducir perfectamente a una habilidad que conjuga ambas capacidades. Dicha habilidad podría haber sido, en el ser humano, el lenguaje, el cual consta de un momento codificador activo (como hablante) y de un momento descodificador pasivo (como oyente): al fin y al cabo, aunque ambos procesos no sean del todo paralelos, saber una lengua es ser capaz de producir y de entender mensajes en dicha lengua al mismo tiempo. Esta hipótesis se refuerza considerablemente cuando se añade que la zona cerebral F5 de los monos corresponde precisamente al área de Broca (el área lingüística por excelencia) en la especie humana.
2.4.2 La memoria. El aumento de encefalización
Lo anterior constituye un prerrequisito necesario para el surgimiento del lenguaje, pero no suficiente. Esto es debido a que hablar una lengua no sólo supone ser capaz de representar verbalmente el mundo: también implica poseer una enorme memoria léxica de la que se extraen elementos con los que construimos informaciones pasadas o simplemente imaginarias. Los intentos de enseñar lengua de signos a los primates siempre han fracasado en este punto: los chimpancés son animales inteligentes que lograban aprender a decir los equivalentes signados de quiero plátano, tengo frío o dame la mano, pero que nunca lograron expresar mensajes tan sencillos y habituales para cualquier ser humano como ayer me dolía la cabeza, este verano iremos a la playa o yo haré de vaquero y tú, de indio (dicho por unos niños que se disponen a jugar). Hay varias razones que explican el fracaso de los chimpancés, pero la más obvia es que su vocabulario es muy limitado. Por esto, también, la cultura que llega a desarrollarse en los grupos de primates no deja de ser bastante rudimentaria: cualquier lengua es el depósito de la cultura que los seres humanos que la hablan han ido construyendo a lo largo del tiempo y consta de varias decenas de miles de términos léxicos que contraen relaciones complejas.
Los psicólogos suelen distinguir dos tipos de memoria, la memoria corta, que es una memoria reproductiva (como la de una grabadora), y la memoria larga, que es una memoria creativa (como una serie de archivos de ordenador vinculados a un programa): la memoria corta nos permite recordar el enunciado que acabamos de oír (hasta unas siete palabras más o menos) y reproducirlo literalmente; la memoria larga nos permite construir relatos, por ejemplo contarle a alguien lo que ocurrió ayer. Los primates que han aprendido lengua de signos, incapaces de recordar el pasado o de construir el futuro, sólo parecen tener memoria corta: es fácil comprender que las neuronas especulares son el instrumento neuronal que les permite repetir secuencias aprendidas previamente.
La aparición de la memoria larga no fue posible sin un aumento espectacular de los circuitos neuronales. En términos informáticos diríamos que el problema que debió resolver la evolución no estribaba en el programa, sino en el disco duro, el cual tuvo que incrementar su capacidad. Ya hemos visto que este salto tuvo lugar al pasar de los australopitecinos al género humano y culmina con el Homo sapiens cuyo cerebro tiene el triple de volumen –y presumiblemente de capacidad de almacenamiento de información– que el de los primates. Lo que activó el crecimiento del cerebro no fue, sin embargo, la necesidad de almacenar informaciones sobre el mundo exterior, pues la gran cantidad de conocimientos que atesora un ciudadano moderno es relativamente reciente: los seres humanos de cualquier aldea medieval o de un poblado neolítico sabían muchas menos cosas que nosotros, pero su cerebro era prácticamente como el nuestro. Lo que catalizó el desarrollo de la capacidad mnemotécnica, y con ella el desarrollo del volumen del cerebro, fue el incremento de las informaciones relativas a los demás miembros del grupo.
Aiello y Dunbar (1993) han establecido una correlación entre el tamaño del grupo social de primates y el del cerebro. Aplicando esta misma fórmula a los seres humanos, resulta que el tamaño de nuestro cerebro corresponde a un grupo de unos ciento cincuenta individuos. Es evidente que un humano adulto se relaciona con más personas (en torno a trescientas o cuatrocientas) y en ciertas profesiones (profesores, políticos, periodistas) con muchísimas más. ¿Qué ocurrió? Según estos autores, la cohesión del grupo de primates viene asegurada por el acicalamiento mutuo (grooming), en particular por el espulgado, el cual les suele