no dejamos de incorporar (y de perder) términos léxicos a lo largo de toda nuestra vida.
No hay, pues, fósiles lingüísticos que den cuenta, durante el desarrollo verbal del niño, de estas etapas. Lo que sí se ha hecho es proponer restos lingüísticos que, presumiblemente, quedarían fosilizados en el código como recuerdo de etapas anteriores. Jackendoff (2002) ha propuesto tres que se darían sucesivamente: las interjecciones, los adverbios y las estructuras predicativas. La primera sugerencia es razonable, ya que las interjecciones responden a leyes fonológicas distintas de las habituales (secuencias como /pst/ o /brrm/ son imposibles en español) y probablemente remiten al segundo cerebro del que hablábamos arriba (el protomamífero), que es el asiento de las emociones, de donde nace la interjección. En cambio, resulta muy improbable que la fase fósil siguiente la representen los adverbios, como quiere Jackendoff, pues su significado es muy abstracto (probablemente, tal vez, en mi opinión) y refleja un estadio cultural avanzado. Más verosímil es que las estructuras predicativas correspondan a un estadio fósil, dado que se trata de esquemas de acción o proceso que reflejan la estructura del mundo, aunque hay que decir que las distintas lenguas tienen esquemas actanciales no siempre coincidentes para representar la misma situación exterior (piénsese en las oraciones nominativas frente a las ergativas, por ejemplo).
2.6 Fundamentos genéticos del lenguaje
2.6.1 ¿Existen los genes del lenguaje?
Cualquiera que sea la razón, endógena o exógena, que dio lugar al lenguaje en la especie humana, lo que resulta evidente es que somos el único animal que lo posee y, por tanto, que nuestros genes están implicados en ello. Por supuesto, este es el punto de vista de los que sostienen que la facultad del lenguaje es innata y que existe un módulo lingüístico específico determinado genéticamente. Pero también desde el punto de vista contrario se llega a esta conclusión. Porque, aun suponiendo que el niño adquiere la lengua enteramente con el concurso de su inteligencia general, habrá que admitir que dicha inteligencia, propiciada igualmente por instrucciones del genoma, lo diferencia de los animales –como es obvio–, pero también diferencia esta capacidad de otras consideradas fruto de la inteligencia. Todos los seres humanos aprendemos nuestra lengua materna con la misma facilidad y más o menos con parecida perfección, pero no aprendemos igual a hacer ecuaciones, a mantener relaciones sociales o a bailar. Quiere decirse que, aun suponiendo que el lenguaje remonta a la inteligencia general, es necesario entroncarlo con una parte especialísima de la misma: la que se ocupa del lenguaje y sólo de él.
2.6.2 Alteraciones genéticas del lenguaje
Una prueba de que el lenguaje guarda relación con los genes es que últimamente se han descubierto alteraciones de la capacidad lingüística debidas a mutaciones genéticas. El caso más famoso es el de una familia inglesa, la familia KE, en la que una alteración del gen FOXP2, que está en la rama corta del cromosoma 7, acarrea una serie de desórdenes lingüísticos conocidos como trastorno específico de lenguaje. Así, Gopnik (1991) observó que más o menos la mitad de los miembros de la familia tenían problemas con las reglas gramaticales: por ejemplo, aprendían y retenían el plural de palabras familiares de uso frecuente, pero no disponían de una regla general para formar el plural de las palabras nuevas. La razón, según esta investigadora, es que había mutado el alelo de un gen autosómico (no sexual) y dominante: todo lo que había sucedido es que una Guanina había sido reemplazada por una Adenina (!). Luego se detectó este trastorno en otras familias de otras lenguas, así como otras enfermedades implicadas igualmente en el lenguaje (el síndrome de Tourette, por ejemplo).
2.6.3 Código genético y código lingüístico
Con todo, no se debe exagerar la importancia de este y de parecidos descubrimientos. Utilizando un símil, diremos que los estados de ánimo dependen en alto grado del nivel de dopamina en sangre y que éste está condicionado genéticamente. Pero, aunque todos sabemos que hay personas que son alegres por naturaleza y otras que son más tristonas, esto no quiere decir que los seres humanos no podamos controlar nuestra alegría o nuestra tristeza. Al contrario: precisamente porque seguimos las leyes de la libertad y no sólo las de la necesidad, la grandeza de la condición humana estriba en que siempre se ha rebelado contra el imperio de la naturaleza, aunque con suerte variable.
Por eso en los últimos años se ha ensayado un camino diferente. Lo abrió hace más de un cuarto de siglo Jakobson (1971) cuando nota que existen coincidencias verdaderamente sorprendentes entre el código genético y el código lingüístico:
Los descubrimientos espectaculares realizados estos últimos años en el terreno de la genética molecular son presentados por los investigadores mismos en términos tomados de la lingüística y de la teoría de la información... Cada palabra comprende tres subunidades de codificación llamadas «bases nucleotídicas» o «letras» del «alfabeto» que constituyen el código. Este alfabeto comprende cuatro letras diferentes «utilizadas para enunciar el mensaje genético». El «diccionario» del código genético comprende 64 palabras distintas que, teniendo en cuenta sus elementos constitutivos, se denominan «tripletes», pues cada uno de ellos forma una secuencia de tres letras; sesenta y uno de estos tripletes tienen una significación propia y los otros tres no se utilizan aparentemente más que para señalar el final de un mensaje genético... Por consiguiente, podemos afirmar que, de todos los sistemas transmisores de información, el código genético y el código verbal son los únicos que están fundados en el empleo de elementos discretos que, en sí mismos, están desprovistos de sentido, pero que sirven para constituir las unidades significativas mínimas, es decir, entidades dotadas de una significación que les es propia en el código en cuestión... El paso de las unidades léxicas a las unidades sintácticas de grados diferentes corresponde al paso de los codones a los «cistrones» y «operones», y los biólogos han establecido el paralelo entre estos dos últimos grados de secuencia genética y las construcciones sintácticas ascendentes, y las constricciones impuestas a la distribución de los codones en el interior de estas construcciones han sido llamadas «sintaxis de la cadena de ADN». La lingüística y las ciencias emparentadas con ella tratan principalmente del circuito del discurso y de las formas análogas de intercomunicación, es decir, de los papeles alternantes del destinatario y del receptor que da una respuesta, ya sea manifiesta, ya sea por lo menos muda, a su interlocutor. En cuanto al tratamiento de la información genética se dice que es irreversible: «el mecanismo de la célula no puede traducir más que en un solo sentido». Sin embargo, los circuitos reguladores descubiertos por los genetistas –la represión y la retroinhibición– parecen presentar una ligera analogía en el plan molecular con lo que es el diálogo para el lenguaje.
Las palabras de Jakobson despertaron un cúmulo de expectativas que el tiempo no ha confirmado. Tal vez ello sea debido a que el punto de partida de la homología «código lingüístico-código genético» estaba equivocado. Los primeros biólogos moleculares hablaban, en efecto, de un «alfabeto» de cuatro «letras» que daba lugar a sesenta y cuatro «palabras» de tres letras cada una. Este código presentaba doble articulación, según nota Jakobson: cada palabra consta de un sonido (sus tres letras integrantes) y un sentido (el aminoácido al que remite), pero, a su vez, el sonido es descomponible en cada una de las letras, que son ácidos nucleicos.
La magia de los vocablos es peligrosa y puede llevar demasiado lejos. A menudo se olvida que no sólo proponemos analogías injustificadas los lingüistas cuando tomamos metafóricamente las leyes de la naturaleza y construimos toda una metodología supuestamente científica a base de transplantarlas al dominio del lenguaje. El error de los neogramáticos también se ha dado en sentido contrario, también ha habido científicos naturales que han adoptado metáforas lingüísticas mal planteadas y peor resueltas: tal vez el caso de la Biología molecular sea paradigmático. ¿En qué sentido podemos considerar los cuatro ácidos nucleicos (Adenina, Timina-Uracilo, Citosina, Guanina) como «letras» y sus cadenas de tres ácidos nucleicos como «palabras»?
Por lo pronto, adviértase que la justificación que dan los biólogos es bastante pobre: como con cuatro ácidos nucleicos sólo son posibles 16 palabras de dos letras (42), es necesario utilizar tripletes, lo que permite 64 combinaciones (43) para un código degenerado de sólo 20 aminoácidos; ello da lugar al conocido inventario de aminoácidos, altamente