que no solo se instala como tal, sino que es deseado y esperado.
Benjamin somete, en estas breves y sentenciosas líneas, a una torsión sin precedentes la concepción tanto de lo religioso como del propio capitalismo. La constatación de lo extremo de sus planteamientos se encuentra en la elección misma de los calificativos empleados en ellos: monstruoso, único, sin precedentes, nunca escuchado, completamente inédito en términos históricos. La religión capitalista no es una reforma del ser, ni aspira a serlo, sino que constituye su trituración y su desintegración o, empleando una oscura palabra, su Zertrümmerung, término que resuena con crepúsculo y con aniquilación. Se trata, entonces, de esperar no la salvación externa ni interna, sino, por el contrario, la expansión de la desesperanza, para que esta se configure como un estadio mundial religioso en el que termina por producirse el colapso de la trascendencia de Dios.
Sin embargo, en desafiante contradicción con Nietzsche —la cual se reitera en otros de sus textos siempre con el propósito de ir más allá de los planteamientos de aquel—, esto lejos de implicar la muerte de Dios entraña su inclusión en el destino del hombre. La afirmación de Nietzsche —como un golpe de maza en la testa de los teólogos y filósofos alemanes, cuya oreja teologal en algún momento siempre habrá furtivamente de relucir— se da de golpe con la aseveración de que este se encuentra más vivo que nunca, secretamente alojado ahora en el destino individual de cada creyente o feligrés. El efecto del culto religioso capitalista no viene a ser algún tipo de exteriorización, sino una sinuosa interiorización del propio Dios, con lo cual queda, al mismo tiempo, excluida la posibilidad del afuera y, con ello, toda posible extinción de Dios. Este tipo de argumentación será enunciado, de nuevo, cuando en horas más sombrías, bajo el shock experimentado por la celebración del pacto de no agresión germano-soviético, Benjamin sostenga la certidumbre de que el capitalismo nunca morirá de muerte natural.
El superhombre nietzscheano, erigido en la soledad de sus cimas nevadas, con su desesperación noblemente asumida, contemplando el abismo a sus pies, viene a ser, de acuerdo con Benjamin, el primer ejemplar de ese tipo que la religión capitalista ha comenzado de lleno a producir. Contraviniendo una frecuente valoración filosófica, el planteamiento polémico radica en adscribir una raigambre a dicho personaje, que no escapa de la matriz capitalística cristiana. Al lado suyo, como figura inmersa en dicha matriz, Benjamin no vacila en alinear a Freud mediante la homología entre la represión y la deuda, en cuanto mecanismos de sujeción, compartiendo con ello la misma postura filosófica que será crucial en el caso de Deleuze.
Las condiciones religiosas del capitalismo y su escenificación contemporánea como religión pueden verse en el culto de las imágenes (la gran condición propia del cristianismo, tan diametralmente opuesto a los monoteísmos judaico y musulmán), en las efigies y en los billetes de banco, con su culto a los héroes, alusiones míticas y cifras esotéricas. Esta desmesura del culto arriba a un estado de endeudamiento sin fondo, que se expande sin fronteras —ni geográficas ni temporales—, ingurgitando a las generaciones venideras, anticipándose al nacimiento mismo de los miembros del culto, culminando en que, bajo estas condiciones, el elemento religioso termine por adquirir una condición puramente parasitaria en el interior de la dinámica capitalista.
Estos sendos textos, pese a su carácter fragmentario y temprano, roturaron parte de las grandes odiseas filosóficas emprendidas por ambos autores, delinearon tentativamente uno de los escollos duros levantados contra la emancipación, preludiaron una inquebrantable voluntad de resistencia contra los modos convencionales del pensamiento y contra las reverberaciones del fascismo. En esta tentativa sondearon inéditas formulaciones para escapar a las coordenadas del sujeto —la embriaguez y los viajes en Benjamin, los rizomas y puntos de fuga en Deleuze—, sin mencionarlo explícitamente, como tal, horadaron la gran máquina teológico-política —tratando de asir las astillas mesiánicas a las que Benjamin enunciaría como apocatástasis, con la irrupción de la singularidad o la hacceidad inmanente en Deleuze—, trastocarían todas las reparticiones disciplinares desde su estrategia de guerrilla filosófica y se rehusarían a construir una escuela que fuera deudora de su obra o cultivadora de su herencia. Ambos mostraron una testaruda fidelidad al núcleo revelador del pensamiento marxista rechazando sus dogmatismos dialécticos —Benjamin en sus polémicas con Adorno, Deleuze en su temprana ruptura con Kostas Axelos— sin renunciar a su sentido liberador, manteniendo una distancia con los hechizos del capitalismo; ambos pusieron siempre en obra su afinado sensorio político para detectar los fraudes filosóficos de la derecha —Benjamin rebatiendo a Kommerell y al guerrerista Jünger, Deleuze desenmascarando el sainete gálico de los “nuevos filósofos” en patéticas figuras como Bernard Henri-Levy—. Ambos denunciaron las miserias de las guerras que a cada cual les correspondió presenciar en medio de los encantamientos de la nueva tecnología —Benjamin alertando el desenlace europeo en una contienda cuyo material de uso serían las masas— y de los consensos agenciados por la voracidad imperialista infructuosamente enmascarados por el velo humanitarista —Deleuze fustigando como infame y abyecta la invasión a Irak en 1991—.
Ambos sostuvieron con igual denuedo lo que podría llamarse un imperativo de la expresión, que erigiera a esta como la categoría crucial para la comprensión del mundo, en lugar de la dialéctica hegeliana y su versión crudamente materialista, empleada en la pareja de estructura y superestructura. Este imperativo le permitió a Deleuze una aproximación renovadora al inmanentismo de Spinoza develando una complejidad y actualidad hasta entonces no descubierta, mientras que Benjamin pudo exigir, como demanda crítica irrenunciable, la expresión como categoría necesaria para dar cuenta de la correlación entre mercancía capitalista y formaciones simbólicas y culturales en sus casi infinitos aprestamientos teóricos para su Passagen-Werk. En un impulso compartido, ambos reivindicaron la concepción de Leibniz sobre la mónada como aquella unidad en la que el detalle y el universo pudieran encontrarse unidos, como exigencia para arribar a un conocimiento filosóficamente relevante y políticamente emancipador.
Ello los hizo profundamente solidarios de los impulsos filosóficos y estéticos del Barroco: mientras Benjamin se adentró tempranamente en sus laberintos dramáticos para encontrar como una joya olvidada la refulgencia de la alegoría, con su capacidad de resistencia en la más que centenaria contienda por imponer los referentes icónicos en Occidente, dentro de una nunca agotada fascinación por dicha época, Deleuze encontraría en el penúltimo de sus grandes textos, explorando los alambicamientos de una razón desaforada en las exigencias de Leibniz, la potencia iluminadora del pliegue como categoría filosófica para superar las limitaciones binarias de las identidades y las separaciones generalizadoras. Resta el desafío por articular la potencia del pasaje y del pliegue como herramientas para descifrar los misterios de nuestra contemporaneidad en esta aurora o medianoche posmilenaria donde el revisionismo y el languidecimiento del pensar emancipatorio son los ejes reales de la globalización biopolítica. Ambos también, en una secreta afinidad electiva, compartieron una profunda admiración por la figura de Charles Péguy —ese poeta y filósofo caído en las trincheras de la Gran Guerra—, un semejante deleite por la brillantez de su prosa y una común intención de escribir sobre su obra y vida, que jamás llegaría a materializarse.
Es imposible renunciar a la fantasía retrospectiva de un encuentro aleatorio, mutuamente ignorado por sus protagonistas, en la primavera de 1940. El exiliado y apátrida alemán de poblado bigote y raída indumentaria que deambula, parsimoniosa y dignamente, por las calles de una París ad portas de la ocupación por los nazis y que intenta poner a salvo sus escritos se cruza con el joven estudiante de bachillerato, que recorre parajes similares en la gran urbe con su irrenunciable cigarrillo encendido. Sus miradas se cruzan sin reconocerse, anunciando, sin embargo, el profundo parentesco de sus respectivas trayectorias vitales y de pensamiento. En esa esquina imposible pero real donde los dos se entrecruzaron como habitantes anónimos inmersos en la matrix de la multitud, desembocaban, como los ríos, dos calles singulares cuyos nombres, cuidadosamente asignados en el planeamiento urbanístico de su nomenclatura por una administración que, desde Haussman, se había propuesto impedir el desencadenamiento de la revuelta, pero, sin embargo, no podía evitar el estallido alegórico del choque de sus respectivas denominaciones: Rue de la Révolte y la Rue de l’Avenir, en cuyo chisporroteo dialéctico conjunto estallaban otra vez los fulgores de nuevas resistencias. Mientras la barricada se unirá siempre