Víctor Guerrero Apráez

Walter Benjamin: fragmento, umbralidad, fantasma


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imposibilidad de continuación, Deleuze señala una gran continuidad entre ese Cristo paradojal y la nueva clase advenediza. También en la burguesía hay un corte entre naturaleza y espíritu que no es distinto al agenciado por Cristo, sino que constituye, también, una nueva interiorización de la interioridad concebida como mediación entre ambos términos.

      Bajo la burguesía la naturaleza se convierte en vida privada y se espiritualiza bajo la forma de la familia y el buen carácter; por su parte, el espíritu se convierte en el Estado y se naturaliza bajo la forma de la patria. La burguesía, pues, ha llevado a cabo una doble subjetivación interiorizante que se inscribe plenamente en el horizonte abierto por Cristo, el Estado espiritual y la Sagrada Familia, cuyos términos compositivos resultan plenamente reversibles: el espíritu se consuma en el Estado y el Estado recoge todas las fuerzas espirituales; la familia es la institución clásica y su centralidad inamovible es proyección de su sacra configuración. Dicho en términos caros a la política contemporánea, de un lado está lo público y del otro, lo privado, es decir, lo inconfesable. Quizá la diferencia estribe en la incómoda posición en la que esta partición pone a la burguesía, a diferencia de Cristo, que está cómodamente instalado como mediador de los excesos, sin renunciar él mismo a estos. La burguesía teme a la hybris a la que puede dar lugar lo privado, a sus arremolinamientos en los abismos del yo, a esa sobreabundancia de reflexión cogitativa que el Romanticismo hará refulgir en el seno mismo de la Ilustración y del entusiasmo revolucionario burgués; así mismo teme a las potencias de la sexualidad y a sus inabarcables desórdenes encarnados en libertinos y perversos, sádicos y masoquistas, que acechan en los salones ilustrados y en las callejuelas urbanas.

      Al mismo tiempo, la burguesía no se siente muy confortable con las lógicas estatales que tardarán demasiado en apoderarse de la patria como mascarón de proa para su capacidad ilimitada de subjetivación. Se trata, entonces, de encontrar una mediación sustancializada, en términos de Deleuze, entre el Estado y la familia, ese vínculo que finalmente instaure la convivencia pacífica y equilibrada entre ambos términos. En primera instancia, el vínculo no va a ser otro que el contrato o la propiedad, al igual que la consagración de estos como parte de los derechos humanos. Tanto la propiedad como la familia encuentran un suelo común en el modelo burgués de interiorización de la exterioridad, pues no importa si cada uno se asegura bajo la solemne autoridad de un sacramento o bajo la secularizada práctica de un contrato, ambos rituales de interiorización posibilitan su preeminencia respectiva.

      La búsqueda de dicho vínculo y de un suelo natal en el que se consuma la subjetivación dejará la huella de su emprendimiento en los fisiócratas —el suelo patrio engendra riqueza y la titularidad propietarial produce el sujeto tantas veces subjetivado e interiorizado— y en los socialistas, quienes, por su parte, buscarán una suerte de fisiocratismo socializado en el que se reconozca el derecho a la propiedad y el derecho a la ganancia. Puesto en otros términos: tanto la propiedad garantizada por el Estado espiritual como la familia asegurada en la evidencia de la vida natural permanecen desconectados y en la sombra en este primer estadio de la interioridad burguesa, es decir, no están en condiciones de asegurar la tranquilidad suficiente para el cultivo de las virtudes familiares y espirituales.

      El vínculo sustancial que ahora entra en escena es el dinero, ese medio fluido, ese flujo decodificador que niega su propia esencia, instaura su propio panteón con su peristilo infinito de fetiches y permite la sustitución de la burguesía de la propiedad por la burguesía de los negocios. El planteamiento de Deleuze sobre el efecto subjetivador de la propiedad es muy sugestivo, pues permite encontrar la fina distinción entre lo interior de la vida burguesa y el interior del domicilio burgués, donde se aloja su secreto, su sucio secretico. Este dispositivo de interiorización de la burguesía encuentra una de sus cifras expresivas más notables en el denominado interior del burgués ciudadano, al que Benjamin dedicó varias anotaciones y referencias en su inconcluso trabajo, el Libro de los pasajes: se trata del salón, del hall o el recibidor, como espacialidad diferenciada y nueva en las viviendas y residencias, en donde se ponen los pequeños aparadores colmados de porcelanas, adornos, bibelots y retratos. La pérdida de experiencia y la participación se compensa con esta permanente exhibición de fruslerías personales y, al mismo tiempo, estas se convierten en cifra expresiva domiciliaria del proceso histórico de subjetivación capitalista en el que el burgués se halla montado. El burgués es dueño y señor de sus porcelanas exhibidas en el sancta sanctorum de su individualidad —propietarial e infinita en los pliegues de su personalidad—. El interior de las viviendas expresa, con toda claridad, el tipo de subjetivación al que ha conducido esta particular recomposición entre la naturaleza y el espíritu, mediada por el vínculo incorporal y aséptico del dinero. El crimen cuyas huellas se ocultan en el interior sustituye el fantasma ululante y espectral sepultado en las sentinas del castillo señorial.

      El interior burgués es la apoteosis del propietario, más que la apoteosis de la mercancía, la cual será, sin duda, epitomizada en las instalaciones de las exposiciones universales iniciadas en el periodo mismo de la Restauración. En el desciframiento de ese interior siempre refulgirá, misteriosamente, el barrunto de un crimen, cuya investigación engendrará la novela de detectives y la serie negra (género del que Deleuze se ocuparía desde una perspectiva filosófica). El burgués va a caracterizarse, entonces, por una estrategia dual, que asegure su equilibrio entre los polos de lo público y lo privado: al fraude y la interpretación. El fraude o la trampa es la confirmación de su autonomía y libertad, la interpretación, por su parte, es la lectura que le permite distinguir entre el sujeto privado y lo impersonal o lo público, como aquello que es constitutivo de lo político; entre lo real y sus conceptos, como aquello constitutivo de la ciencia, y entre el pecador y el sujeto espiritual como nivel de lo religioso. El auténtico crimen teológico viene a ser el cheque sin fondos y la mediación pasa a ser la fiadora de su estabilidad. Esta recomposición del sujeto, en su condición burguesa, combina el rasgo de la vida espiritual cristiana que le hace un mártir para superar el pecado, reconciliarse con Dios y responder a la persecución del Estado, aceptando su inmolación.

      En la medida en que subsista la división entre el sujeto privado y el Estado, cualquier profesión de ateísmo no permitirá salir de lo religioso. Situado ya en el marco del contrato social, “ese intento magistral por reducir el hombre interior a ciudadano”,7 en cuya invención participaron con pasión semejante el autoritario Hobbes y el democrático Rousseau, el burgués, que en el ínterin ha participado tanto de la trampa como de la indiferencia, reencuentra de nuevo a la divinidad en la voluntad general. Todo ello confirma la honda continuidad, la correspondencia entre la división introducida por el cristianismo, mediante su mensaje evangélico, y su puesta en acción actualizada por la burguesía. Ello implica un cuestionamiento de fondo al momento histórico en que se formula este planteamiento de Deleuze. Así, la reciente liberación de Francia y las nacientes promesas revolucionarias que surgieron en el momento preciso en que se había derrotado al fascismo (esa fue la lectura inicial que los hechos permitieron) encuentran la lúcida señal de advertencia de un veinteañero que muestra la gran máquina o el megadispositivo, diríamos hoy, de la configuración cristiano-burguesa, cuyas premisas de permanecer incontestadas tornarían imposible tanto la emancipación como la secularización. La retórica revolucionaria del sacrificio y el cambio emplearía mejor sus recursos y tropismos si desmantelara la gran máquina de la subjetividad cristiano-burguesa. Deleuze explora el efecto de ambas divisiones como un resultado que se descubre, pero cuyo proceso de conformación no se indaga como tal. El inmenso piélago de los mecanismos y dispositivos puestos en movimiento para tal empresa de largo aliento histórico no son objeto del ensayo. Buena parte de su obra posterior se dedicará a su examen y sacudimiento desde las categorías filosóficas que le fueron inherentes, pasando por las formaciones estatales en las que se apoyó y arribando a la propuesta de una nueva práctica de la filosofía, una distinta manera de pensar.

      En su primer ensayo publicado siendo casi un adolescente, el filósofo de quien Foucault vaticinara —su acierto no es relevante, sino la potencia allí intuida— que proporcionaría la signatura a nuestro siglo perfila ya con toda clarividencia la vastísima fortaleza de la doble interiorización a la que el sujeto occidental ha sido sometido, anunciando los bloqueos y sin salidas derivados de ello para el pensamiento, la emancipación y la vida. Medio siglo de actividad filosófica a partir de entonces consistió