profesores y figuras nucleadas alrededor de la prominente égida de Max Weber, quizá buscando con dicho texto entrar en diálogo con este, proponiendo tesis que superaban de lejos las del viejo maestro y, al mismo tiempo, sirviéndose de las posibles enseñanzas de su profesor en Berlín, George Simmel, quien en su Filosofía del dinero (1900) apuntaba ya reflexiones sobre su función mediadora en el seno de sociedades modernas.
Los dos términos duros del ensayo de Deleuze están anunciados en el título de este. De un lado, el Cristo apuntalado históricamente mediante el uso del artículo definido que busca disociar ese sustantivo universal de su naturalidad por fuera de la historia, y del otro, la categoría sociohistórica de la clase, pero también de la ideología, propia de ese conglomerado históricamente conformado que se vincula a la modernidad. El ensayo habla de la cristiandad más que del cristianismo, es decir, se refiere a esta como una época, un estrato temporal definido, desde su entonces hasta su ahora, en su realidad de complejo institucional materializado, y no se refiere a ella propiamente como una ideología o una construcción mental. Pero, además, al hacer uso de la terminología utilizada por la propia intelectualidad burguesa europea —recuérdese la combativa identidad esbozada por Novalis bajo el título de Cristianismo o Europa, al inicio mismo de la centuria decimonónica, cuando la revolución había sido reemplazada por el proyecto imperial napoleónico—, el planteamiento polémico del texto irrumpe con mayor fuerza provocadora. Así, la cristiandad es una monumental empresa de subjetivación cuyo efecto históricamente capital no es otro que “la disociación de la Naturaleza y el Espíritu”.3
No resulta demasiado relevante la indagación acerca del estadio anterior a dicha disociación, si tuvo lugar en la Antigüedad o bajo el límpido cielo azul de los griegos. Más aún, no se trata de saber si la unidad se dio en los presocráticos o si logró subsistir antes del pecado original e, incluso, antes del propio psicoanálisis, con su noción del trauma del nacimiento. Tal disociación ha tenido lugar varias veces, en los contextos históricos más diferentes y de la mano de las construcciones mentales aparentemente más dispares, luego se ha reforzado y soldado, de nuevo, sobre la disociación previa. Lo efectivo es su continua producción y el estatuto de dato fáctico para el presente, más que su datación precisa, cuya búsqueda implicaría caer en el mito o en la ideología de los orígenes.
El efecto pertinente en términos de la economía textual de esta inicial toma de posición en 1946 es que el Occidente, al inicio de aquel periodo que vendría a denominarse la posguerra, se encuentra tajantemente escindido entre un afuera y un adentro, mediante un corte cuyos bordes han sido determinados por la cristiandad y, en particular, por el Evangelio de Cristo. Esta constatación es radical y palmaria, sin perjuicio de lo cual, en la forzosa brevedad del ensayo, quedan claramente signados los tres grandes bloques tectónicos en contra de los cuales, décadas más tarde, y casi podría afirmarse, a lo largo de su vida, Deleuze habría de dirigir varias de sus obras filosóficas más importantes: el platonismo esencialista fijado en los arquetipos y la esencia, en contra del cual se librará una incesante guerra encaminada a su inversión, a horadar el gran dispositivo de arquetipos y jerarquización con su horror ante las copias y las virtualidades; la sagrada familia con su hijo redentor del hombre caído tras la salida del paraíso, construida dogmáticamente en la teología agustiniana, que termina imponiendo la universalidad del pecado, su transmisión hereditaria y la absolutización de la trascendencia de la gracia en una suerte de triangulación que, desde entonces, prefigura el modelo edípico. Y, por último, el psicoanálisis, junto con su empresa colonial de recodificación familiarista de los flujos en torno a un Edipo global, en el que Freud actualiza y expande el trabajo disociador de Agustín.
En dicho estadio previo “la naturaleza era espíritu, y el espíritu era naturaleza”,4 y esa unión conformaba el mundo exterior, con lo cual el estatuto del sujeto resultaba, de modo necesario, completamente distinto al conformado después. Deleuze no detalla el estatuto de esta condición del sujeto anterior a la gran subjetivación, salvo para señalar que “el sujeto no intervenía más allá que como un margen de error”.5 Esta indicación que es casi volátil, pues el blanco fijado es el estatuto contemporáneo del sujeto y no las alternativas a este, cuando se lee desde la privilegiada y cómoda perspectiva del corpus deleuziano posterior, permite encontrar ya la signatura de una de las vertientes cruciales de su pensamiento, alrededor de la cual planearían sus hallazgos y formulaciones más propias: las singularidades, las multiplicidades, las preindividualidades cuya praxis se buscará en los primitivos, en los esquizos, en los artistas marginales, como parte de un incesante combate teórico contra el cuarteto de la identidad, la analogía, el juicio y la semejanza.
Esta condición de margen de variabilidad, de rango de dispersión y de franja de error le otorga al sujeto una condición que será demolida bajo la máquina o el gran dispositivo cristiano, cuya especificidad Deleuze es muy cuidadoso en apuntar con toda claridad. Dicha gran subjetivación se lleva a cabo en dos planos. La naturaleza es subjetivada como vida natural, a partir de la cual el cuerpo queda fatalmente sometido al pecado —podría decirse, agustinianamente, bajo la sombra impura y casi repulsiva de la concupiscencia de la carne—. A su vez, el espíritu es subjetivado como vida espiritual, como interioridad, sumisa y obediente, y a partir de ahí se buscarán siempre las nupcias evanescentes y seráficas entre aquella y esta, en una seudoidentidad miserable. La Gran Subjetivación es, pues, una doble subjetivación, una interiorización potenciada que, como tal, en los procesos posteriores, terminará por extraviar la conexión entre una y otra, lo que llevará, además, a una pérdida irreversible del afuera. Ahí es donde se articula el mensaje evangélico que promete una guerra: ofrece una aventura, aferra la espada en lugar de la paz y así propone un cambio.
Cristo es un mediador que pareciera proponerse una revolución de ese estado de cosas. De alguna manera, tiende a dañar los arreglos institucionales, ofrece un margen que no se deja asimilar a las reparticiones convenidas previamente, experimenta un sacrificio o una inmolación que será una de sus fuentes de inagotable precedencia, sacude las cadenas causales introduciendo la excepción del milagro, inspirará continuamente palabras que se apartan del dogma y rozan los límites de la herejía. Cristo es el hereje en cuyo nombre se implantará el más letal de los dogmas para aplastar, definitivamente, a todas las sobrevinientes e infinitas herejías. Cuántas revueltas no se iniciarán en su nombre, cuántos movimientos no se inspirarán en su palabra y, en el mismo sentido, cuántos no serán abatidos en nombre de esa misma palabra. Pero es allí donde se introduce una nueva desmarcación, pues el mediador que ofrece esa palabra para restaurar la relación perdida es, justamente, la palabra peligrosa.
La arriesgada oferta de una nueva palabra para encontrar “su relación interior con Dios” aparece, entonces, condensada en la figura de Cristo, que constituye la propia paradoja del Evangelio: la exterioridad que él ofrece es la interioridad. La figura, Cristo, y su mensaje, el Evangelio, son, en la reiterada formulación de Deleuze, no otra cosa sino la “exterioridad de una interioridad”, expresión repetida textualmente en dos frases del ensayo no demasiado separadas una de la otra.6 Casi podría decirse que la máquina monoteísta cristiana consuma una triple subjetivación, pues luego de haber interiorizado la naturaleza (la physis griega) como vida natural —alojándola en una subjetividad despotenciada y amputada de sí misma como singularidad irreductible—, y después de haber interiorizado el espíritu (el pneuma o la psyché) como espiritualidad interior, la máquina procede, mediante la intervención del mediador en la voz y el mensaje —de Cristo y el Evangelio— a presentar la anterior interiorización como una nueva e inédita exterioridad que debe alcanzarse, esta vez, a través de su figura como una primigenia interiorización. Doble subjetivación cristiana e interiorización crística en las profundidades abismales de la psiquis. A la doble vuelta de tuerca inicial corresponde una tercera, cuyo carácter inédito y cuya radicalidad son la propiedad singular de la figura de Cristo. Se trata de interiorizar lo interiorizado bajo el expediente de hacer pasar este como una exterioridad en el alojamiento de Cristo en el interior del creyente, que es el destinatario del nuevo pacto.
Esta es, pues, la consumación de una experiencia históricamente situada, apuntalada teológicamente en centurias de refinamiento argumental e implementada materialmente por imperios y monarcas. Todo ello no es sino la primera parte, la parte de Cristo. Falta hablar de la conjunción