cita la STC 76/1988, de 26 de abril, cuando indicó que la CE «no es el resultado de un pacto entre instancias territoriales históricas que conserven sus derechos anteriores a la Constitución y superiores a ella, sino una norma del poder constituyente que se impone con fuerza vinculante general». De esta manera, prosigue,
podemos hablar de una legitimación nacionalista de la Constitución, pues la Constitución se justifica por su carácter nacional, en cuanto soporte de autogobierno propio. Así, la Constitución se acepta no solo por su utilidad o necesidad, en cuanto soporte de una determinada idea –democrática, liberal– del orden político, asumida de acuerdo con patrones universales de racionalidad o eficiencia técnica, sino porque es la nuestra, la que nos hemos dado según nuestras necesidades, conforme a nuestra experiencia y cultura histórica.16
Este análisis probablemente es mayoritario en la doctrina constitucional y creo que se ajusta a lo que realmente pensaba el constituyente. Otra cosa es que se comparta un cierto idealismo teleológico que aparece en algunos aspectos de la construcción teórica: como si la nación española estuviera llamada a constituirse políticamente precisamente como lo hizo, como si no hubiera otras alternativas.
Conviene contrastar estas opiniones con las de otro constitucionalista, González-Casanova, que ha criticado el redactado por considerar que la soberanía popular, proclamada en el artículo 1, «no podía permitir que la Constitución se fundamentara en la unidad española preexistente, pues esta era fruto de un unitarismo centralista de la Administración y no de un pacto patriótico entre españoles partidarios de crear una nueva unidad a partir de la diversidad reconocida», siendo, justamente, la propia CE «la que fundamentaba la futura unidad libre, porque ella era la base jurídica del Estado». La ambigüedad del artículo 2, al mismo tiempo, «permitía cualquier autonomía que el poder central considerara conveniente y oportuna […] pero también podía ser esgrimido como futura esperanza para los independentistas gradualistas de las nacionalidades». El precio pagado fue que la «retórica vacua» sobre el unitarismo español enmascaraba todas estas cuestiones y era posible que despertara más recelos entre las nacionalidades autónomas que los que evitaba en los más recalcitrantes españolistas uniformistas. Por todo ello,
al no hacer la Constitución afirmación alguna que implique un modelo preciso de Estado en función de su organización territorial, no se puede sostener explícitamente que el nuevo Estado español sea más unitario de lo que todo Estado deba serlo, ni que sea «federal», «regional» o «integral». Pero, tal vez, la razón más profunda por la que es imposible definir el Estado español en virtud de su organización territorial sea la de que la autonomía no se postula de una vez y en acto para todo el conjunto de nacionalidades y regiones. Hay tan solo la posibilidad de ejercitar el derecho común a todas ellas como expresión democrática del autogobierno de una parcela de la Nación-Estado.17
En todo caso, pese a las apreciaciones que niegan la existencia de un pacto por imposible, dada la unicidad del soberano, es evidente que la materia fue objeto de debate y acuerdo político concreto en las Cortes constituyentes. Desde este punto de vista podemos concluir con la opinión de Saz: la inclusión encadenada de los términos patria y nacionalidades
descansaba en el supuesto implícito de que el término patria […] «pertenecía» a la derecha y el de nacionalidades a la izquierda y los nacionalistas periféricos. España recobraba la democracia, pero con ella no se reproducía la vieja identificación liberal y republicana de patria y libertad. Aparecían los dos términos en el texto constitucional, pero ni el primero se fundamentaba en el segundo ni reaparecían explícitamente formulados los valores del viejo patriotismo liberal y republicano.18
Aparte de lo indicado cabe advertir la contradicción entre la alusión a la soberanía «popular» y su atribución a la «nación»: en la teoría clásica ambos conceptos son excluyentes, por los diversos significados a los que fueron anudándose históricamente. De hecho es muy difícil concebir una nación compuesta de naciones –aunque se intentara a través de la famosa expresión «nación de naciones», a la que se han atribuido varios orígenes con significados no siempre concordantes–, mientras que el pueblo sí puede ser plural y mostrar diferencias en sus lealtades prioritarias en torno a sentimientos distintos de pertenencia. La doble referencia a la unidad de la nación y patria españolas anula esta posible lectura. Este hecho hay que relacionarlo con los miedos a una involución, tan propios de la época.
Juliá19 ha criticado que se piense que los términos del artículo 2 fueron dictados por el poder militar. Pero la opinión parece extemporánea, pues con independencia del significado preciso, en este contexto, del verbo dictar, toda la Transición está atravesada por la «preocupación» mostrada por los militares por la posible ruptura de la unidad de España. Preocupación que actuaba como un prejuicio, pues incluso antes del debate constituyente se explicitaba como algo intrínsecamente asociado a la desaparición de la dictadura. Valga un ejemplo entre muchos: cuando se produce la legalización del PCE, en abril de 1977, el Consejo Superior del Ejército emitió una nota que tenía tanto de acatamiento forzado a la disciplina como de aviso de navegantes y de amenaza latente que pesaría en el futuro; en él puede leerse que el Consejo muestra su «profunda preocupación» por «la Unidad de la Patria, el honor y respeto a su Bandera, la solidez y permanencia de la Corona y el prestigio y dignidad de las Fuerzas Armadas» y, tras «exigir» al Gobierno que adopte las medidas oportunas para garantizar esos principios, proclama que «el ejército se compromete» a cumplir sus deberes «con la Patria y la Corona».20 El mismo Gutiérrez Mellado21 situó la cuestión en estos términos:
Dije […] que «España era una y no permitiríamos que nos la rompieran». ¿Por qué fui tan tajante en aquella ocasión? Por responder de una vez por todas […]. La preocupación por el separatismo se ha desmesurado y se ha utilizado como pretexto político. Pero a mí no me ha quitado ni una hora de sueño. […] Ha preocupado en el estamento militar y ha habido gente que ha hecho lo posible para que esa preocupación aumentara.
Con más precisión, Álvarez Junco ha aludido a que, tras filtrarse el primer borrador del texto constitucional, el estamento castrense envió una nota a La Moncloa exigiendo que se garantizase la unidad nacional con términos claros y rotundos.22 En cualquier caso, todo parece indicar que el clima de tensión en torno a la cuestión territorial condicionó la alambicada redacción. En su invitación a que el ciudadano se convierta en un hermeneuta especializado en desciframiento de códigos ocultos, encontramos ahora, décadas después, un ejemplo del envejecimiento del sentido de los equilibrios de la Transición y, con ello, de parte de la CE.23
Pero ese pacto nacional que implica la aceptación de la supremacía ideológica y jurídica de la nación española llevaba implícito el aludido «pacto de diferencias», que se evidencia en:
–El preámbulo, cuando la Nación Española proclama su voluntad de «Proteger a todos los españoles y pueblos de España en el ejercicio de los derechos humanos, sus culturas y tradiciones, lenguas e instituciones».
–El artículo 2, al reconocer el derecho a la autonomía de regiones y nacionalidades,24 y más si se tiene en cuenta que el «reconocimiento» de un derecho implica una realidad previa, aunque no se sabe sobre qué base –salvo en el de las «nacionalidades históricas» y a la foral Navarra–. Mucho se ha debatido sobre el significado del término nacionalidades en la CE y, creo, nadie ha llegado a desentrañarlo ni los mismos ponentes han sido capaces de explicarlo.25 Quizá la mejor aproximación sintética sea la que ha hecho Solozábal: «una nación sin soberanía, pero ciertamente con trascendencia política».26 Probablemente nos encontramos con una salida de emergencia ante un posible bloqueo: dice menos de lo que parece decir, en su contexto, pero abre la puerta a que se piense que dice más de lo que en realidad se pretendió. Por ello, el concepto, solo o asociado al de «hecho diferencial», ha servido de muy poco para fundamentar una exégesis doctrinal y/o jurisprudencial. Su virtualidad máxima es que, junto con expresiones derivadas o asimilables, ha acabado valiendo para enfatizar los procesos de reforma estatutaria, introduciéndose en las dinámicas de agravio/emulación.27 Sobre