AAVV

Naciones y estado


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lenguas pueden quedar en una situación muy precaria.

      130S. Gallego, B. de la Cuadra: Crónica secreta…, op. cit., p. 105.

      131Estatuto de Autonomía de Cataluña…, op. cit., p. 166.

      CONSTRUCCIÓN Y DECADENCIA DEL ESTADO AUTONÓMICO

      Manuel Alcaraz Ramos Universitat d’Alacant

      La uniformidad nacional fue uno de los factores constitutivos del complejo ideológico en que se asentó el franquismo. Ese nacionalismo intensivo desempeñó

      un papel fundamental dentro del conjunto de discursos y recursos legitimadores de la dictadura, tales como la legitimidad de origen por la victoria en la Guerra Civil, la legitimidad de ejercicio asociada a una presunta gestión eficaz, la legitimidad carismática del Caudillo o la legitimidad social pseudodemocrática asociada a concentraciones de masas y consultas electorales y plebiscitarias. En dicho marco, el nacionalismo español puede entenderse como parte de los discursos encaminados a legitimar el régimen por la vía de los fundamentos político-culturales, junto a otros elementos como el autoritarismo, el catolicismo conservador, el anticomunismo, el ruralismo o el machismo.1

      Desde este punto de vista, el franquismo disolvió las posibles Españas en la España única del régimen. Incluso menoscabando elementos simbólicos en torno a los que se había construido el nacionalismo español tradicional, así, el 18 de julio desplazó al 2 de mayo o al 12 de octubre.2

      Todo ello era percibido por las capas de la sociedad que propugnaban un cambio en la etapa final de la dictadura y una crítica activa de esa realidad había permeado muchas actitudes y perspectivas intelectuales que no solo provenían de las nacionalidades periféricas. Un ejemplo significativo, por el impacto de la obra en determinados ámbitos: Castellet, en el prólogo de la edición de 2006 de Nueve novísimos poetas españoles,3 publicada en 1970, afirmaría que los poetas de la antología traslucían un «horror por todo lo español, precisamente porque en los pocos casos en que se introducen temas españoles éstos son tratados como elementos exóticos». Podríamos interpretar esa tendencia como reveladora de una fatiga de España, quizá porque apreciaban una España toda, total, sin distinciones nacional-culturales4 o, al menos, que pudieran constituir materia poética, algo que nunca antes había sucedido.

      Los restos mortales de las épicas fundacionales e imperiales habían desembocado en el reclamo «España es diferente», mero recurso publicitario en épocas de desarrollismo turístico. Podemos considerarlo un reflejo de la crisis profunda de algunos de los mecanismos especiales de reproducción del nacionalismo español: el Concilio Vaticano II dejó a la Iglesia sin fundamentos para proseguir en la línea del nacional-catolicismo, antiguos ideólogos del franquismo giraron a un liberalismo que descreía de los caracteres nacionales y se inclinaba al europeísmo, mientras que otros, en su afán por desmontar las ideologías en aras de la eficacia capitalista, se llevaban por delante el nacionalismo.5 Toda la maquinaria residual de españolización se debilitaría aún más en la medida en que crecieran los patriotismos periféricos, y la eficacia de otros elementos configuradores de la legitimación franquista disminuía con el final de las esperanzas de perpetuación del sistema. Por eso se ha dicho que «el franquismo pudo tener efectos tan nacionalizadores sobre amplios segmentos de la población como desnacionalizadores sobre otros».6

      Quizá, la mayor contradicción procedía del hecho de que la hipernacionalización españolista del franquismo estaba impostada sobre un país con una tradición relativamente débil en el uso de los instrumentos clásicos de nacionalización. Por eso, quizá, la nacionalización franquista estaba construida a retazos, no siempre cohesionados. A ello contribuyó que surgiera y germinara contra otra España, que también había procurado erigir un discurso nacional, pero sobre la base de integrar el regeneracionismo finisecular y laico e intentar un diálogo con la periferia. En todo caso, por encima –o por debajo, según se mire– de la miseria cultural tardofranquista, que lanzaba su sombra sobre España, florecía una cultura vital que, emergiendo sobre los restos mortales del falangismo o del integrismo, proyectaría su luz en la Transición, precisamente porque era una cultura que había cambiado, en buena medida, a España como centro de reflexión por la idea de libertad –y, probablemente, de europeidad.

      No es este el lugar para entrar en matices, pero sí hay que señalar que la complejidad no está ausente de un escenario que aún tiene muchas bambalinas por examinar, pero en el que parece obvio que estos vaivenes, que se expresaron a través de signos culturales, ofrecen las claves de debates soterrados eminentemente políticos, a la espera de espacios más libres en los que poder expresarse. Así, por ejemplo, se ha destacado7 que la Transición puso en primer plano a una abstracción pictórica que venía fraguando desde los años sesenta –y aún antes podríamos buscar antecedentes– y que emblematizan Tàpies, Millares o Saura, que, muy próximos en sus obras a las corrientes imperantes en Estados Unidos, sin embargo se esforzarían en apelar en sus textos a una herencia directa de Goya y otros elementos españolísimos, quizá brindándose como puente entre lo nacional y lo cosmopolita. En cierto sentido, el regreso del Guernica nos remite a la misma idea, inscrita en esas disonancias de difícil integración entre el desprecio por España como sinónimo de charanga y pandereta y la apertura a lugares renovadamente democráticos que, a la vez, prescindían de lo español y buscaban reintegrarlo.

      Sin duda España existía y los niveles de identificación política y adhesión emocional con ella, como abstracción, eran altamente mayoritarios. Pero no eran una existencia y una adhesión privadas de malestar. En ese camino, la afirmación de la pluralidad regional/nacional será esencial y explica por sí misma la alta apreciación de la vitalidad cultural en algunas zonas del Estado –en particular en las que poseían una lengua distinta del castellano–. Esa consideración serviría, llegado el momento, para estimular corrientes de simpatía y solidaridad con algunos territorios en sus demandas nacional-democráticas, sin las que sería imposible explicar el desarrollo de una cultura democrática común, aunque permanentemente inmersa en debates sobre las «señas de identidad».8 En encuestas realizadas en 1976 solo en las luego denominadas «nacionalidades históricas», País Valenciano y Canarias, triunfaban las posiciones autonomistas, mientras que en Aragón, Andalucía, las Castillas o Extremadura eran mayoritarias las posiciones centralistas, aunque, en algunos casos, por un estrechísimo margen. Esas cifras se mantuvieron estables en 1977 y crecieron mucho a favor del autonomismo en 1978.9 Para alguno eso demostraría que el fervor autonomista posterior tuvo mucho de componente artificial. Pero lo que requiere una auténtica explicación es cómo, tras cuarenta años de centralismo, las mentalidades habían viajado tan rápidamente, sacudiéndose la ideología franquista: solo ligando ese viraje a la acelerada democratización de las expectativas generales se puede explicar. Por otra parte, la tradición republicana de nacionalismo español fue postergada en la medida en que las fuerzas de izquierda aceptaron –o fueron obligadas a asumir, o ambas cosas a la vez– la restauración monárquica con un olvido manifiesto por las tradiciones republicanas en su conjunto.10

      TRANSICIÓN Y CONSENSO: HACIA EL ESTADO DE LAS AUTONOMÍAS

      Lejos de ser un producto coherente y ajustado a una estrategia previamente definida, hay que concebir la Transición como un sistema de tensiones que se resolvieron en pactos yuxtapuestos e incluso contradictorios,11 que, a veces, se condensaban en artículos constitucionales o en otras normas y, a veces, en prácticas políticas que fueron conformando la cultura política de la democracia española. Insistiendo en la idea de que ninguno de estos pactos fue perfecto, se deben destacar los siguientes compromisos parciales:

      A. Pacto por la Monarquía: la restauración funcionó como el a priori de todo el sistema y como paradoja máxima de este. Necesaria para la democratización porque actuaba como freno de los involucionistas, fue también el límite moral de la Transición, pues significaba aceptar un hecho no democrático, estabilizar y sacramentar la herencia del franquismo en el máximo nivel simbólico del Estado. La Corona mostraría que no sabía ni de éticas de