retira a Weiler, y la insurgencia se recobra. Un crucero acorazado norteamericano, el Maine, ancla en la bahía de la Habana sin más explicaciones en enero del 98. El gobierno español, para evitar lo peor, se comporta como si fuese una visita de cortesía. Pero 20 días después, una explosión hunde el barco y muere la mayoría de la tripulación. La comisión investigadora americana declara que el causante ha sido un explosivo o mina exterior colocada junto al buque. La comisión española afirma, por el contrario, que se trata de una explosión interna (lo que ratificará el Pentágono en declaración oficial, pero ya en 1974). En abril del 98, los Estados Unidos exigen a España el inmediato abandono de Cuba. Ante la negativa, declaran la guerra siete días después.
El ataque comenzó por Filipinas. La escuadra americana vence fácilmente a los barcos de madera españoles y pronto es tomada Manila, aunque la guerra siguió en el interior hasta la firma de la paz. En Cuba, la escuadra española del almirante Cervera, bloqueada en el puerto de Santiago por la poderosa americana, es deshecha al salir a mar abierto con completa inferioridad de medios186.
Ante el poderío del coloso americano, el gobierno español y la propia María Cristina resuelven que no queda otra opción, tras el heroico vano intento de Cervera, que rendirse. Por el Tratado de paz de París, firmado en diciembre del 98, Cuba y Filipinas, declaradas independientes, quedan en la órbita de los Estados Unidos, y la isla de Puerto Rico es anexada a la Unión sin mediar guerra alguna187.
El impacto moral del “desastre del 98” en la nación
El impacto moral por la pérdida de los últimos retazos del imperio de ultramar en 1898 fue inmenso en la nación. Significó una gran humillación, que precipitará hechos decisivos. El Desastre del 98 fue, sobre todo, –como resume Pío Moa– “una quiebra moral en la conciencia de la nación que facilitó la expansión del socialismo, el terrorismo anarquista y los nacionalismos o separatismos vasco y catalán, movimientos mesiánicos apenas significativos hasta entonces”188.
La conocida reacción literaria ante el Desastre, la llamada generación del 98, a la que “le duele España”, hace un diagnóstico sobre las raíces de lo sucedido del todo adverso a la tradición católica de España, salvo en casos contados como el de Ramiro de Maeztu vuelto a la fe. Esta literatura, en lugar de ponderar las raíces cristianas de la nación y el bien que éstas le han reportado por siglos, clama por espíritu liberal que los males le han venido precisamente por “no abrirse a Europa”, al laicismo europeísta.
Así lo hizo incluso uno de los menos incisivos de aquella generación, y a la vez su precursor, el regeneracionista Joaquín Costa. Afirmaba que lo que España necesita es “despensa, escuela y siete llaves al sepulcro del Cid”. Los escritores del 98 proseguían en sustancia la línea trazada por la Institución Libre de Enseñanza, que culpa a la Iglesia del atraso cultural y otros graves males que aquejan al pueblo español.
En este contexto, se dieron en los años inmediatamente siguientes al 98 las representaciones del drama Electra de Benito Pérez Galdós –que solían terminar con motines callejeros y pedreas contra conventos– , los discursos de Canalejas en el Congreso contra el “clericalismo”, y las alteraciones del orden público con ocasión del jubileo en honor de Cristo Rey concedido por León XIII ante la entrada del nuevo siglo189.
El significativo y breve gobierno de Silvela (de marzo del 99 a octubre de 1900)
Tras la firma del Tratado de París, cesa Sagasta en marzo del 99 y le sucede Francisco Silvela, jefe del partido liberal-conservador a la muerte de Cánovas del Castillo, con el propósito de sanear –“regenerar”– la política del país manteniendo los principios liberales. Antes, siendo ministro de Cánovas, había roto con él declaradamente por no impedir las múltiples maniobras electoralistas de su desinhibido ministro de la gobernación Romero Robledo. La política de los gobiernos de turno recurría por sistema a los caciques de cada lugar para llevar a sus candidatos a las Cortes; sistema, que se impuso sobre todo a partir de la implantación del sufragio universal masculino en 1890.
La práctica a gran escala de la compra del voto en vísperas de elecciones se dio en casi todo el país rural. Menos fácil era imponerla en las ciudades. En el mundo rural, sólo fueron refractarias a tal práctica, y no se votaba a ninguno de los dos partidos del turno, en las zonas carlistas, la mayor parte de Navarra y del País Vasco, y en las federalistas republicanas del litoral catalán.
Silvela logra incorporar a su gobierno a algunas notables personalidades representativas de otras fuerzas como el regionalista catalán Durán y Bas, y “el general cristiano”, Polavieja, de gran popularidad desde su gobierno en Filipinas. Entra también como ministro el competente hacendista Fernández Villaverde.
Varios incidentes concurren al rápido crecimiento de las tensiones políticas en el país. Alguna prensa lanza graves acusaciones no probadas contra mandos del ejército vencido en Filipinas. En las elecciones municipales de 1899 triunfan los republicanos en Barcelona, Valencia y otras capitales. La reforma del plan de estudios del Bachillerato, favorable a la enseñanza de la religión, promovida por el católico Alejandro Pidal, desata a la prensa liberal contra él, y es aprovechada la ocasión para multiplicar muy concurridos mítines con oradores republicanos (y también algunos monárquicos como Canalejas). Oradores republicanos reclaman la revisión de los procesos contra los anarquistas detenidos por actos terroristas como el del Teatro Liceo de Barcelona en 1893, que había causado unos treinta muertos y más de ochenta heridos.
Pero, no se produce la augurada unidad del partido gobernante liberal-conservador que preside Silvela. Pronto le advienen las divisiones. En el Parlamento surge la discusión de si puede ser confirmado diputado por Valencia el recién elegido, Miguel Morayta, reconocido gran maestre de la masonería española, y ante la notoria responsabilidad de la masonería filipina –del katipunan– en la reciente independencia de las islas. Los diputados del partido gobernante se dividen y no prospera el voto de censura contra Morayta, que pudo así ocupar el escaño. Por otra parte, las austeridades presupuestarias requeridas por Fernández Villaverde para levantar la maltrecha economía del país hacen que pronto dimitan Durán y Polavieja. El mismo Silvela, desazonado, desiste y se retira de la política. En marzo de 1901 le sucede Sagasta190.
El gobierno de Sagasta (1901-1902)
Fue el último gobierno de la Regencia de María Cristina de Habsburgo. Persona relevante a partir de entonces en las distintas combinaciones políticas de la monarquía y hasta su final en 1931 será el conde de Romanones, Álvaro Figueroa. Ministro de Instrucción Pública en el nuevo gobierno, comunica en 1901 a los rectores de las universidades que todos los profesores podrán disponer de la “libertad de cátedra” para exponer cualquier doctrina, a la vez que suprime la asignatura de religión de las materias obligatorias en el bachillerato. El mismo Sagasta plantea a las Cámaras la cuestión del estatuto jurídico de las órdenes y congregaciones religiosas. Alega que han crecido desmesuradamente en efectivos al ser acogidos en España buena parte de los religiosos expulsados de Francia por la III República. Se habla entonces del Concordato y de hacer una nueva revisión de las relaciones entre la Iglesia y el Estado191.
Inicios del nacionalismo catalanista
El “desastre del 98”, sentido nacionalmente como la gran humillación, pondrá en marcha un conjunto de movimientos sociales y fuerzas políticas ajenas al bipartidismo de la Restauración con la convicción de que algo muy grave no marcha. Los diagnósticos sobre cuáles son los males y los necesarios remedios varían mucho. Poco antes del 98 aparecen los primeros gérmenes de nacionalismo que esta crisis reforzará.
Pero era un fenómeno nuevo el nacionalismo catalanista. La separación de Cataluña en 1640 y su unión a Francia fue en extremo breve y de gran desengaño (“había que volver a la vieja piel de toro”)192. Y la resistencia de Cataluña, que asombró a toda Europa, hasta el 11 de septiembre de 1714 a los ejércitos de Felipe V no fue una guerra de secesión –como contra toda objetividad histórica es presentada cada año en la celebración de “la Diada”– sino de sucesión, y con un espíritu tradicional frente al absolutismo borbónico, y contrario al espíritu de la Ilustración que pronto será propiciado