XVI y XVII, y que los usé como columna vertebral de muchas de las fichas, aunque luego maticé con obras especializadas.
Un apéndice, que divide por países y en orden cronológico a los soberanos de Europa, y un índice de nombres (propios, de batallas y de tratados de paz) se incluyen para hacer más fácil el manejo de este libro.
Tenía tres opciones para establecer la bibliografía: 1) citaba todas las obras que consulté, 2) sólo aquéllas con información aprovechable o 3) recomendaba al lector un conjunto de obras para ampliar lo dicho aquí. Como creo que las opciones 2 y 3 pueden fundirse en una sola, la bibliografía definitiva las abarca, y nada más queda fuera la 1, que hubiera alargado innecesariamente una bibliografía ya de por sí amplia.
Estoy consciente de que cualquier criterio elegido para hacer lo que sea es subjetivo y por tanto discutible, a veces hasta criticable: ordenar por un lado significa desordenar por el otro. ¿Por qué elegí, por ejemplo, organizar la información dentro de cada año tomando en cuenta la región geográfica donde se produjo el hecho histórico? ¿No hubiera sido mejor ordenar las fichas de acuerdo con la fecha en que ocurrieron? La única respuesta que puedo dar –desde luego, insatisfactoria– es que así surgió espontáneamente mientras reunía la información. Supongo que es imposible darle gusto a todo el mundo (a veces, ni a nosotros mismos), por eso, pido su condescendencia al lector.
Hoy ya es un lugar común, pero vale la pena repetirlo: uno escribe los libros que le hubiera gustado leer. Porque estaba convencido de que al colmar mi necesidad podría también colmar la misma en otros, me animé a elaborar este libro, ya que, según afirma Samuel Johnson, en el prefacio de su Diccionario, vi «que ese libro remitía a otro libro, que buscar no era siempre encontrar y que encontrar no significaba siempre estar informado».
En el por fortuna largo camino que me falta para ser especialista en los siglos XVI y XVII, el libro que propongo es apenas un primer paso. Ya no recuerdo si fue Aristóteles quien escribió que los autores deberían saber lo que saben sus libros. ¡Ojalá yo supiera lo que sabe mi libro!
Agustín Rivero Franyutti.
Temixco, septiembre de 2017.
El siglo XVI
Herencia del siglo XVI
Por cómoda que resulte la división temporal tajante de los hechos humanos en sucesivas y exactas fases de desarrollo histórico, hay que tener en cuenta que la compleja realidad no se deja atrapar entre fechas. No todo cambió a partir de 1500 para que el siglo XVI llegara puntual a su nacimiento. Como veremos en casi cada sección, las instituciones, las costumbres, las creencias y las técnicas que caracterizaron a este siglo estaban ya existiendo en el anterior, y los países que se disputaron la hegemonía durante el XVI –Inglaterra, Francia y España– ya eran, en el siglo XV, Estados nacionales fácilmente reconocibles. Pero si el siglo XVI heredó mucho del anterior, también consolidó, aumentó los bienes heredados y los llevó a un nivel superior de perfección.
La monarquía inglesa había sido relativamente poderosa a principios del siglo XV y, como nación, estaba más o menos unida por su geografía. Sin embargo, al final de la Guerra de Cien Años (1453) se debilitó hasta llegar a una anarquía feudal en que la Corona se volvía el objeto de disputa entre las facciones de nobles que luchaban entre sí. Fue Enrique Tudor quien, a raíz de su victoria en la Batalla de Bosworth (1485), llegó al poder y, aunque tambaleante en un principio, fue apoyado por el pueblo (harto de la inestabilidad política y social), sobrevivió la crisis de los primeros años de su gobierno y consolidó su autoridad, hacia fines del siglo, mediante una hábil diplomacia y una política financiera que convertían a Inglaterra en una potencia dentro de Europa.
También la monarquía francesa, que había inspirado sobrecogimiento durante la Edad Media tardía, se desmoronó durante la Guerra de Cien Años. Comenzaría a fortalecerse de nuevo cuando Juana de Arco, símbolo de los franceses en la fe por su rey, condujo al ejército para liberar Orleans en 1429. Durante los veinticuatro años siguientes, Carlos VII, haciendo uso de la diplomacia, de la ayuda económica de los burgueses y del poderío de sus nuevos cañones, fue recuperando su reino. Quedaba pendiente la incorporación de los feudos (en poder de parientes de la familia real) al poder de la Corona, tarea que Luis XI llevó a cabo con éxito, sobre todo, por tener la suerte de sobrevivir a sus parientes. Pero correspondió a Carlos VIII, por su matrimonio en 1491 con la heredera de Bretaña, anexionar a la Corona el último gran feudo: Francia estaba unida y era muy fuerte.
En España, los partidarios de la estabilidad política encontraron un momento de respiro en 1469, cuando Isabel, pretendiente al trono de Castilla, se casaba con Fernando, heredero del trono de Aragón. Castilla era un reino en el que la autoridad prácticamente se había colapsado: los nobles poderosos, con ejércitos privados, saqueaban los territorios hasta que las empobrecidas poblaciones se unían entre sí para protegerse con ejércitos propios. Esta situación llegó a su fin cuando Isabel estableció su derecho al trono y, en compañía de su esposo, ayudada por los pobladores de la región y por la nueva artillería, en sólo cinco años puso en orden a los nobles. Inmediatamente después, se lanzó a la reconquista del reino de Granada. Cuando Cristóbal Colón zarpó en su viaje de descubrimento (1492) caía la última fortaleza de los moros y los “Reyes Católicos” gobernaban con la más absoluta autoridad que había conocido España hasta entonces.
La cuarta potencia europea durante el siglo XVI también se hallaba formada en lo esencial desde el siglo anterior. La diferencia fue que el Sacro Imperio Romano Germánico no era un Estado nacional, sino dinástico y multiterritorial. Empezó a consolidarse en 1477, cuando Maximiliano de Habsburgo se casaba con la heredera del gran Duque de Borgoña. En 1493 Maximiliano sucedió a su padre, Federico III, como soberano en todos los territorios reunidos de Austria y como Emperador del Sacro Imperio. La prosperidad de las regiones alemanas y un nuevo sentimiento nacionalista surgido en ellas alimentaron la esperanza en el florecimiento del Sacro Imperio. Maximiliano aprovechó la situación y afianzó su autoridad para entrar, a fines del siglo XV, en la diplomacia internacional.
Si en lo político el siglo XVI heredó fuertes naciones unificadas que cambiarían la historia por sus guerras y la visión que se tenía del mundo por sus descubrimientos (sobre todo América, el más precioso botín de Europa), en el ámbito de la cultura le tocó a este siglo prolongar ese brillo singular de la humanidad que se llama Renacimiento.
Renacimiento y humanismo
Desde que Jakob Burckhardt, en su libro La cultura del Renacimiento en Italia, dejó entrever que el humanismo había significado mucho más que la vuelta al estudio de los clásicos –en realidad significó, según él, el triunfo del Estado secular, el redescubrimiento del mundo natural y la afirmación de la personalidad individual del ser humano–, la discusión de los historiadores no ha cesado. Hay quienes afirman que los humanistas del siglo XVI eran muy cristianos, que la cultura italiana no era pagana y que el conocimiento se buscaba casi siempre con fines religiosos. También se ha dicho que los hombres medievales no eran tan ignorantes en materia de autores clásicos ni tan desentendidos de la naturaleza como creía Burckhardt. Haciendo a un lado la validez de las críticas, puede aceptarse que la visión de Burckhardt señala la tendencia más importante ocurrida en la cultura europea durante el siglo XV: el surgimiento de valores que serían el fundamento de la sociedad secular y civil sobre los que apuntalaban a la sociedad feudal y eclesiástica.
El Renacimiento prolongó tendencias ya existentes en la Edad Media y al mismo tiempo las negó, fundando una visión original del mundo y de los seres humanos. El regreso a la antigüedad clásica implicaba la creencia de que, en una etapa anterior de la historia, el ser humano había vivido en plenitud y que esa plenitud podía ser revivida en aquel presente. En ese sentido, el Renacimiento se asemejó a la mentalidad religiosa medieval, que concebía la verdad como una revelación ocurrida en el pasado y que tenía vigencia perenne. En ambos casos fue un volver a los orígenes para buscar la renovación de una naturaleza humana que –se creía– era inmutable a lo largo del tiempo. La diferencia fue que, mientras que para los hombres de la Edad Media los clásicos eran fuente de abundantes materiales para la imitación estilística y la ejemplificación en el discurso,