Agustín Rivero Franyutti

España y su mundo en los Siglos de Oro


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      No cabe duda de que uno de los rasgos esenciales del Renacimiento –así lo pensaba Vasari– fue la sustitución de las formas un tanto burdas heredadas del arte bizantino por otras más realistas, derivadas de los modelos clásicos y del estudio directo de la naturaleza. Sin embargo, hay estudiosos que, con desdén por la originalidad del Renacimiento, afirman que la observación de la naturaleza existía ya entre los hombres medievales y que en sus obras escritas abundan pasajes que describen precisa y minuciosamente las cosas y las personas. Es verdad. Pero ese realismo es siempre sensorial e inmediato, limitado al detalle y al episodio, mientras que el realismo del Renacimiento quizá sea menos colorido en el detalle y la anécdota, pero en el conjunto se eleva a un todo que se subordina a los intereses y a las pasiones del individuo. Mientras que el artista medieval creó obras para la gloria de Dios, el artista del Renacimiento buscó crear una obra que tuviera verdad y belleza en sí misma, en fiel reflejo de la naturaleza.

      Esta autonomía con respecto a los fines extramundanos desarrolló en los hombres del Renacimiento un sentimiento individualista que sería insertado en un proceso de autoperfeccionamiento espiritual y moral continuo. En este proceso era indispensable la formación literaria y el creciente desarrollo en la apreciación de la belleza, la búsqueda de exquisitez en las formas y el conocimiento de la verdad, todo ello adquirido a través del estudio de los clásicos. Se iniciaba así el humanismo que, a través de la filología y de la arqueología, fue perfilando el contenido real de la humanitas. Este ideal, por la altura de las aspiraciones en que se fundaba, engendró una especie de aristocracia espiritual en la que individuos excepcionales, maduros intelectual y moralmente, se alejaban de la masa.

      Por todo lo anterior, es posible afirmar que el humanismo significó un regreso a la confianza en la creatividad humana y en la razón, así como un interés renovado en la belleza y en la verdad del mundo material; inspiró una revuelta no contra la religión, sino contra la filosofía de la escolástica, la ignorancia de los monjes y la tradición sacerdotal aceptada ciegamente. La necesidad de los humanistas de contar con textos clásicos para modelar su vida y su pensamiento propició un auge de las ediciones en que se depuraban los textos eliminando las alteraciones e interpolaciones de los copistas. Comenzó así la crítica académica y la carrera por hallar nuevos textos manuscritos. Sin este esfuerzo, muchos de los textos clásicos se hubieran perdido sin remedio.

      El noble empeño de los humanistas hubiera sido imposible, o por lo menos mucho más complicado, sin el conjunto de avances tecnológicos que desembocaron en la posibilidad de editar libros desde el siglo XV. Además de modificar todos los ámbitos de la cultura, la edición de libros tuvo también una honda significación económica: desde el principio fue una industria capitalista que requería gran inversión y la coordinación de trabajadores con distintas habilidades, todos enfocados hacia el mismo fin. Durante mucho tiempo, la edición de libros fue la única forma de producción en que el objeto único hecho a mano era sustituido por otro, repetido en serie y elaborado con una máquina.

      Individuo, sociedad y religión

      La sociedad en el siglo XVI

      En esta época el individuo vivió con más intensidad y estaba más entregado a la vida mundana; su aprehensión del mundo exterior era más inmediata y espontánea que la del hombre medieval. Como era impulsivo y voluble, lo mismo entraba en conflicto con otros hombres, hasta el grado de llegar a las armas, que abrazaba y elogiaba a sus contrarios. Era contradictorio: podía ser fanático de un ideal y traicionarlo cuando se enfrentaba a un reto mayor del que se creía capaz, podía ser humilde y tener arrebatos de soberbia, heroico y débil al mismo tiempo, refinado en las artes y tosco en sus modales cotidianos. Estaba siempre dispuesto a defenderse y a tomar decisiones rápidas y vigorosas porque vivía en condiciones difíciles: casas inhóspitas y frías, viajes a pie y a caballo, peligros en los caminos... La cultura de su tiempo lo hacía especialmente apto para las artes, por su sensibilidad despierta y su pasión hacia todas las formas de la belleza.

      En contraste con el ensanchamiento de la individualidad, la familia siguió siendo la misma unidad social básica con los rasgos que había tenido desde la Edad Media. Podía constar de cuatro o de cincuenta miembros, pero todos dependían económicamente del jefe, que tenía poder legal sobre cada uno de ellos y era el dueño de todos los bienes. La familia no se formaba por la decisión de dos personas que se amaban, sino por la posesión de recursos económicos o de una casa para vivir. Era el centro de la organización del trabajo y se mantenía unida por la dependencia económica y la seguridad material de cada uno de los miembros. Aunque personas sin parentesco sanguíneo vivían en la casa, formaban parte de la familia y no se distinguían en el momento de trabajar. La consanguinidad tenía su importancia: sólo los hijos capacitados para ello podían heredar los bienes familiares. La casa era independiente, pero guardaba estrechas relaciones basadas en la ayuda mutua de los vecinos, tanto en el medio urbano como en el rural. Si el jefe de la familia quería ser respetado, debía respetar los intereses de los vecinos y del pueblo.

      También la estratificación social heredada de la Edad Media cambió poco durante el siglo XVI, sobre todo para hacerse más rígida. Cada individuo, dependiendo de su nacimiento o de los privilegios que pudiera obtener, pertenecía a una clase social determinada y gozaba de las prerrogativas o sufría las limitaciones propias de su estrato. Aunque en países como Inglaterra y Holanda el capitalismo había tendido a nivelar la sociedad por la mayor participación de todos los grupos, el hecho es que en casi toda Europa este sistema más bien consolidaba las diferencias y endurecía las sociedades, que se volvían más cerradas. Para muchos, la existencia de estratos bien diferenciados garantizaba el orden político y la armonía de intereses entre los grupos; de hecho, fomentaba la desigualdad y encubría los crecientes conflictos sociales ocasionados por la lucha de poder.

      Las clases sociales

      En el fondo de la estratificación social estaban los campesinos, que era el grupo más numeroso y el que permanecería más o menos en las mismas condiciones a pesar del auge capitalista y el desarrollo de las ciudades de la primera mitad del siglo XVI. La situación de los campesinos era muy grave, ya que dependían de factores muy volubles y rigurosos como el clima, la guerra, la legislación local y la imposición de tributos (incluido el diezmo religioso). Entre el 60 y el 70 % de los campesinos ganaban lo necesario para sobrevivir apenas. Cuando había problemas con las cosechas, los campesinos desempeñaban labores de jornaleros o artesanos, pero podían morir de hambre. Siempre estaban sometidos a un trabajo duro y monótono, y a la pobreza. Vivían en casas hechas de barro y madera, con pisos de tierra y techos de paja; comían pan de centeno, avena y garbanzos o lentejas cocidas y bebían agua y leche. Tenían que hacer la mayor parte de su trabajo con las manos, pues las mejoras tecnológicas alcanzaron a muy pocos.

      En países como Italia y Holanda floreció una clase social que, si bien era numéricamente inferior a la de los campesinos, tendría un papel muy destacado en el desarrollo social y económico por su influencia en el comercio, la industria y la política. La burguesía no era una clase social homogénea y se diferenciaba mucho de un país a otro. Estaba formada por tres grupos: el patriciado o los herederos de las antiguas familias de consejeros, los comerciantes y la burguesía media: artesanos, tenderos, funcionarios públicos y letrados. La jerarquía social de estos grupos no estaba en proporción directa con la abundancia de sus posesiones: había comerciantes más ricos que los patricios y maestros artesanos más ricos que los comerciantes. En general, gozaban de mayor independencia que el campesino y tenían mayor movilidad social a causa de su trabajo, que implicaba viajes. La preparación que necesitaban para realizar su trabajo provocó que muchos de ellos se convirtieran en altos funcionarios de Estado, y otros, a causa de su riqueza, consiguieron llegar a ser aristócratas.

      La capa superior de la sociedad, la que gobernaba, era la de los nobles. Aunque era la menos numerosa, poseía la mayor cantidad de tierras y ocupaba los principales puestos políticos; recibían tributos de sus súbditos, se beneficiaban con el comercio y la artesanía, no pagaban impuestos y reinaban en su propia jurisdicción. Su posición social dependía más de su nacimiento o de sus vínculos con la dinastía gobernante que de sus méritos. Era el grupo social más cerrado y en el que había más diferenciación interna. Durante el siglo XVI había tres grupos principales: la alta nobleza (aspirante