Rosa Castilla Díaz-Maroto

El despertar de Volvoreta


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acostumbrada a que me llamen por mi apellido —las dos aceptan de buena gana con una sonrisa.

      —Nosotras estamos para ayudarla en todo lo que necesite. Estamos a su disposición —me vuelve a recordar Isabel—.Vamos al despacho —hace un ademán indicándome “mi despacho“.

      Mi despacho está cambiado, no está como recordaba. Un portátil, un teléfono con un montón de líneas y una lámpara de diseño en color acero reposan sobre la mesa. Me doy cuenta de que también hay una llave para el ascensor. En el mueble bajo con puertas rojas, un televisor de unas cuarenta pulgadas y un reproductor. Una alfombra roja y blanca bajo la mesa de centro que está junto al sofá. Encima de uno de los silloncitos pequeños de piel, hay un maletín.

      —Le he dejado una llave para el ascensor —coge la llave de encima de la mesa, me la enseña y la deposita de nuevo en el sitio—. Este maletín es el que va a necesitar —me lo entrega—. Dentro hay una agenda. Puede echarle un vistazo mientras el señor Carson llega. No tardará mucho —me sonríe complacida.

      Isabel sale de mi despacho y se dirige a su mesa cerrando la puerta tras ella. Y aquí me quedo yo, sin saber qué hacer.

      Miro a mi alrededor. Los nervios afloran en mí. No me lo puedo creer, es un sueño, un sueño que me da vértigo. Dejo mi abrigo y mi bolso sobre el blanco sofá. Me aproximo a la mesa de despacho y tumbo el maletín para sacar de él la agenda del señor Carson. Es necesario que le eche un vistazo para ponerme al día antes de que él llegue. Pero enseguida…

      Llaman con los nudillos a la puerta que comunica mi despacho con el del señor Carson. Se me acelera el corazón. ¡Tierra, trágame en un segundo! Estoy nerviosísima. No sé qué hacer. Se supone que él no tiene que pedir permiso, simplemente entra y punto. Para eso es el jefe, el dueño de su imperio. Finalmente contesto tras comprobar que no entra.

      —¡A… delante por… favor! Mi voz se entrecorta.

      —Buenos días, señorita Álvarez —me saluda el señor Carson con una ligera sonrisa mientras se acerca a mí con paso firme y decidido. Parece contento.

      —Buenos días, señor Carson —no esperaba que llegara tan pronto y aún menos que sea él el que llame a mi puerta pidiéndome permiso para entrar.

      —¿Está preparada para afrontar su primer día de trabajo? —me pregunta con mucho entusiasmo.

      —Sí, supongo —digo dudando.

      —La veo nerviosa señorita, pero no se preocupe, se le pasará el primer día en un suspiro y los demás… —hace un ademán con la mano como quitándole importancia—. Ya se irá viendo. Hoy todas mis citas han sido canceladas, de eso se ha ocupado Isabel. Nosotros dos vamos a hacer una ronda por todos los departamentos para que la conozcan; y a su vez conozca usted al responsable de cada departamento, ya que... en numerosas ocasiones, tendrá que tratar con ellos. Tan solo tendremos una reunión con un empresario alemán a las cuatro de la tarde y quiero que usted me haga un informe detallado de la misma. Además me gustaría que me aporte sus propias conclusiones.

      El señor Carson parece un hombre muy educado de refinados modales. Llama poderosamente la atención lo bien que habla español.

      —No hace falta que lleve consigo nada, no tiene que tomar notas. Y ahora… sígame, por favor.

      Le sigo a través de su despacho hasta llegar al ascensor.

      Fuimos de departamento en departamento conociendo a sus responsables. Me han recibido de buen grado. Se han ofrecido amablemente a ayudarme en todo lo que haga falta. Yo flipaba a cada momento. La sensación de que todos están dispuestos a colaborar conmigo… ¡vaya!… quién me lo iba a decir a mí, es difícil de digerir. Almorzamos en la cafetería que hay en la planta baja del edificio algo rápido y ligero y continuamos el recorrido hasta la hora de la entrevista con el empresario alemán. Me sorprende con que familiaridad trata a los trabajadores y como se mezcla con ellos en el comedor. Es uno más a la cola del buffet y es uno más a la hora de pagar la comida. ¡Ja! Me deja boquiabierta a cada instante.

      A las cuatro asistimos a la reunión en una de las salas de juntas. Esta no se alarga mucho. El alemán busca inversores para su proyecto, le interesa también la naviera que la compañía tiene en el puerto de Hamburgo para transportar mercancías peligrosas.

      La jornada se me ha hecho bastante corta, pero muy intensa. Lo más sorprendente del día fue la comida en la cafetería: el señor Carson y yo compartiendo la misma mesa... —¡guau!—. Lo que más me extrañó fue que comiera en el buffet y no una comida especialmente preparada para él. Se le ve una persona sencilla.

      Al llegar a casa, se me afloja todo el cuerpo, demasiadas emociones en tan pocos días.

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