Marina Marlasca Hernández

Siempre tú. El despertar


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preocupado pensando cómo conseguiría el dinero cuando, un día, se presentó la oportunidad delante de mis narices.

      Había ido al supermercado de al lado de casa a comprar lo que me había pedido mi abuela para poder hacer la cena. Estaba en la cola de la caja, esperando que una mujer mayor pagara a la cajera. Cuando se disponía a pagar, le resbaló de las manos el billetero y se le cayó al suelo. Al caer salió disparado un billete de dos mil pesetas que fue a parar bajo el mueble de la caja. Me agaché rápidamente y mientras con una mano cogía el billetero con la otra cogí el billete y, con un gesto rápido, me lo guardé en el bolsillo del pantalón disimuladamente. Fue un gesto instintivo y, cuando me levanté para devolverle el billetero a la mujer, no podía creer lo que acababa de hacer. Estaba petrificado. Pensaba que todo el mundo me había visto coger el billete y, además, ¡era plenamente consciente de que estaba robando! No me gustaba nada la idea. Y menos el hecho de robar a una señora tan mayor como mi abuela que, por lo que reflejaba su aspecto, no iba demasiado sobrada de dinero. Pero ya estaba hecho y no había marcha atrás. Sacar el billete del bolsillo en aquel momento era como sacar la prueba del delito. Me quedé quieto como un pasmarote, esperando que alguien reaccionara. No pasó nada. La mujer me dio las gracias, pagó y se fue mientras la cajera registró mi compra y me pedía doscientas pesetas.

      Al salir del supermercado corrí como un poseso hasta el portal de casa y entré rápidamente. Después de un rato, ya más sereno, me di cuenta de que... ¡lo había conseguido! Estaba muy contento y nervioso, sabiendo que pronto probaría aquel polvo tan especial. Esa noche casi no dormí.

      Al día siguiente llegué el primero al parque antes que el resto de mis amigos. Estaba impaciente. Al cabo de un rato, que me pareció eterno, llegó Paco. Fui directamente hacia él con el billete de dos mil pesetas en la mano. Me sentía triunfal y lo iba exhibiendo para que lo viera bien.

      —¡¿Qué haces estúpido?! ¿Quieres que nos pillen? —dijo.

      Con urgencia me llevó detrás de unos matorrales. Nos sentamos y cogió el billete. Sacó un paquetito de papel con una pequeña cantidad de aquel polvo blanco. En otro papel que tenía puso una parte y, tras envolverlo con cuidado, me lo pasó. Me dio una rápida explicación de cómo debía tomarlo. Después, hizo una demostración práctica simulada, comprobando que no nos veía nadie. Por último, me dijo: «Hazlo en casa cuando no te vea nadie». Y, rápidamente, se alejó.

      No podía volver a casa tan temprano, mi abuela lo encontraría extraño. Yo era de los que intentaban siempre alargar al máximo el tiempo establecido para el juego y, si volvía demasiado pronto, se preocuparía pensando que estaba enfermo o que me pasaba algo y no me perdería de vista en todo el día. Me quedé jugando solo al balón. De vez en cuando comprobaba si en el bolsillo llevaba aún el apreciado paquetito de polvo blanco.

      Al llegar a casa fui directamente a mi habitación. Mi abuela me avisó que íbamos a cenar en diez minutos. ¡Tenía tiempo suficiente! Desenvolví el paquetito con mucho cuidado para no tirar su contenido al suelo. Lo coloqué sobre el escritorio, hice una raya bien dibujada pasando una regla por ambos lados y luego, con la parte exterior de un bolígrafo de plástico que había partido en dos, aspiré el polvo por la nariz como Paco me había enseñado. Bien. Solo recuerdo una explosión en el cerebro y de repente todo estaba blanco y en silencio.

      Cuando me desperté estaba en la sala de un hospital, lleno de tubos y rodeado de monitores. Nunca olvidaré la cara de todos los que me vinieron a ver mientras estuve en esa especie de habitación de paredes de vidrio y llena de máquinas extrañas. Todos, absolutamente todos, empezando por el mismo médico, las enfermeras que me vigilaban día y noche, mis abuelos, mis tíos y mi padre, me mostraron su rechazo. Estaban decepcionados, tristes, frustrados y enrabiados. Yo no acababa de entender qué me había ocurrido y pensaba que habían descubierto el robo de las dos mil pesetas. El día en que me trasladaron a una habitación, con parte de mi familia delante, intenté hablar para meter aún más la pata.

      —Devolveré el dinero —comenté con voz débil y apagada.

      Al decir esto, mi padre enrojeció, soltó unos cuantos tacos de los gordos y salió de la habitación sin mirarme. Me sentía aún muy cansado y débil y con su reacción me acabé de hundir.

      —¿Qué he hecho? —pregunté de forma casi inaudible y los ojos llorosos.

      —¿Qué has hecho? —dijo mi abuelo en voz alta.

      Mi abuela le puso la mano sobre el brazo en un intento de apaciguar su reacción y él calló. Entonces habló ella.

      —Has estado a punto de morir por una sobredosis de cocaína y, por lo que la policía ha encontrado en tu habitación, parece que eres adicto a la marihuana. Sin contar el dinero que debes haber robado para poder pagarla. ¡¡Eres un delincuente de once años!! ¡Dios mío! ¿Cómo es posible? Todo esto es demasiado gordo para nosotros, Álex.

      Se tapó la cara con las manos para contener los pensamientos y las emociones que le brotaban de su interior.

      Unos inspectores de policía vinieron un par de veces para preguntarme cómo había conseguido la droga y quién me la había proporcionado. Yo les respondí a todo, lleno de miedo, temiendo que me metieran en la cárcel y con el alma rota de sentir cómo molestaba todo aquel asunto a mi familia. Realmente, esa estupidez mía marcó la vida de todos. A partir de ese momento sentí que había perdido la confianza de los que me querían y la libertad.

      Inglaterra

      Cuando salí del hospital ―afortunadamente sin tener que ir a la cárcel―, mi padre ya lo tenía todo decidido y organizado. Llegamos a casa y tuvimos la única conversación o el único monólogo que se dignó a dirigirme. Yo le escuchaba sin tener el valor suficiente de contradecirlo. Me informó de que iría a estudiar a Inglaterra, en un internado especial para «chicos difíciles como tú», dijo. Me explicó también que, a la mañana siguiente, me llevaría para que me despidiera de mi madre, mis abuelos y tíos. Por la tarde iríamos al aeropuerto a coger un vuelo que nos llevaría a ese país y, desde ese otro aeropuerto, alquilaríamos un coche para llegar a Chelmsford, donde, a diez kilómetros de distancia, se encontraba el internado. Después de explicarme todo esto, no volvió a dirigirme la palabra en ningún momento. Tampoco me habló en el avión, donde la excitación no me dejaba estar quieto y le preguntaba sobre todo lo que para mí era nuevo, ya que era la primera vez que volaba. Al final, me hizo callar dedicándome una dura mirada y todas mis preguntas quedaron sin respuesta. Permanecí mudo el resto del viaje y durante el trayecto en coche, consciente de que, si abría la boca, solo sentiría mi voz y su mirada llena de odio. Intenté fijarme en el paisaje, pero estaba ya demasiado oscuro para apreciar nada. Así pues, terminé mirando por mirar sin ver nada, únicamente para no verlo a él.

      El internado era un edificio antiguo, de piedra gris y oscura, sucia por los años y la humedad. Su techo estaba formado por dos vertientes muy pronunciadas. Era una construcción desangelada, rectangular, de planta baja y dos pisos, con hileras de pequeñas ventanas en cada piso. La edificación estaba rodeada por un enorme jardín, cuyos setos, esmeradamente recortados, dibujaban formas rectilíneas y curvas, circundados por caminos de grava hábilmente trazados. A pesar de ello, en aquel momento me pareció un lugar muy lúgubre y desagradable. El recinto, a su vez, estaba rodeado de una gran reja de barrotes negros terminados en punta de lanza de color dorado. Paramos ante la gran puerta de entrada. Mi padre bajó del coche y dijo algo por el interfono. La doble hoja se abrió de par en par, chirriando ruidosamente. Cuando ya estábamos en el interior del recinto se cerró de la misma manera, golpeando fuertemente al juntarse de nuevo las dos partes. Resultó bastante siniestro y tenebroso.

      Al llegar a la entrada del edificio mi padre paró el coche. No parecía que allí pudiera molestar a nadie. Subimos la escalinata y, cuando se disponía a pulsar el botón del timbre, la puerta se abrió. Un señor muy estirado y bien vestido salió a recibirnos. Habló con él en un idioma que yo casi no conocía y, para sorpresa mía, mi padre pareció entender y le contestó. Nos hizo pasar a un despacho mientras esperábamos a alguien. Nos sentamos ante una gran mesa que parecía tener más años que el propio edificio. Nuestros asientos y el sillón orejero del