Marina Marlasca Hernández

Siempre tú. El despertar


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doradas y gastadas. Incluso la mesa estaba forrada de esa tela en la parte que se utilizaba para escribir.

      Un poco más allá, en una esquina de la habitación, destacaba un archivador donde debían estar los historiales de todos los internos. Unos estantes repletos de libros cubrían las despintadas paredes y una única e insignificante ventana era su exigua fuente de luz natural. En aquel momento, la estancia estaba iluminada por un doble fluorescente, dando una luz pálida y fría que no favorecía en absoluto las ganas de estar allí dentro.

      Entró otro señor de edad más avanzada que el primero. También tenía un aspecto muy pulido y también iba con traje chaqueta. Saludó a mi padre con un apretón de manos y se sentó al otro lado de la mesa. Empezaron a hablar en aquel idioma que no entendía. De vez en cuando, aquel hombre me miraba con severidad para después volver a dirigir la mirada a mi padre mientras conversaban. Pasado un buen rato, el señor sacó de un cajón unos documentos y un bolígrafo de plata y se los ofreció a mi padre para que firmara. Por su parte, mi padre sacó un fajo de billetes desconocidos para mí. Se los acercó mientras le daba las últimas indicaciones y se levantó para irse. Yo intenté hacer lo mismo, pero me cogió del hombro, con fuerza, para obligarme a permanecer sentado mientras él se marchaba sin decirme nada. Sentir que me abandonaba así me dolió mucho, pero su reacción no me extrañó. Siempre me había tratado mal y, en sus momentos más oscuros, me acusaba abiertamente de ser el culpable de la enfermedad de mi madre. Más tarde averigüé que los primeros síntomas de esa enfermedad aparecieron justo antes de mi nacimiento y lo que en un principio pareció ser una severa psicosis posparto con el paso de los meses fue derivando a una grave y crónica enfermedad mental. Pero yo no fui el culpable.

      Aquel señor cogió mi maleta e hizo que le acompañara. Subimos una ancha y desgastada escalera de caracol hasta el segundo piso donde parecía que estaban las habitaciones y paró ante la puerta de una de ellas. Al abrirla, siete cabezas se levantaron de sus almohadas para mirarme. Fueron siete miradas intensas y hostiles, desagradables. Aquello era todo menos una bienvenida. El hombre me indicó una cama vacía y sacó mi exiguo equipaje de la maleta para colgarlo en un pequeño armario que había al lado. Después de ponerme el pijama me acosté. Y así, sin cenar y sintiendo las miradas de mis compañeros de habitación como una losa, cerré los ojos para apartar de mi vista la tiniebla en que se había convertido la realidad. El cansancio acumulado a lo largo del día de viaje me ayudó, y poco rato después ya dormía profundamente. Al día siguiente, el ruido de unas voces me despertó. Algunos de los chicos se estaban vistiendo, otros habían salido de la habitación para ir al baño y lavarse. Yo me dispuse a hacer lo mismo. Fui al armario donde estaba mi ropa, pero todo había desaparecido. Empezaron a reírse de mí y a hablar en tono burlón en aquel idioma que no entendía. Algunos chicos de otras habitaciones miraban desde la puerta, como si allí hubiera un espectáculo. El espectáculo era yo. Los que estaban más cerca empezaron a darme empujones y a tirar del pijama para quitármelo. Empecé a dar patadas mientras intentaba aferrarme fuertemente al pijama, adivinando lo que pretendían hacer. Los chicos que estaban en la puerta se sumaron a la juerga y, aunque ofrecí toda la resistencia de que fui capaz, en un momento me habían desnudado y llenado de golpes. El alboroto que se produjo debió alertar a un hombre que, cuando entró en la habitación, solo me encontró a mí desnudo y meado en el suelo, sangrando por la nariz y visiblemente conmocionado. Recuerdo que me cogió para meterme en la cama mientras yo volvía a cerrar los ojos a la realidad.

      De alguna manera capté que a mis compañeros de habitación les habían castigado por la bienvenida que me habían dado, no sé decir si lo deduje por las miradas que me dedicaban cargadas de odio después del incidente; porque todo el mundo se apartaba de mí y callaba, como si fuera un apestado; porque mi ropa volvía a estar en su lugar y nadie nunca más se atrevió a tocarla, o por todo a la vez.

      En clase no entendía casi nada. A los compañeros tampoco los entendía. No solo por el idioma, sino también por su actitud hostil. Cuando no había ningún profesor o adulto cerca me daban patadas, me escupían o me hacían la zancadilla. En la habitación no se atrevían a hacerme nada, ya que los podían identificar. Pero fuera de allí aprovechaban cualquier oportunidad. Para ser sincero, debo decir que entre ellos tampoco parecía que se apreciaran demasiado. Todos aquellos muchachos eran como enchufes sobrecalentados, de los que salían chispas por cualquier motivo. Todos estaban frustrados, enojados y amargados. Todos luchaban para ser el más feroz y poder pasar por encima de los demás, a pesar de la firme disciplina que se imponía en aquella institución.

      Nadie se molestó en explicarme cómo funcionaban las cosas allí. Todo lo aprendí a base de observar lo que hacían o no hacían mis compañeros y también a base de recibir algún tortazo.

      Fue duro, muy duro. Añoraba las historias de mis libros, la comida casera de la abuela, la calle, el clima, el mar... Lloraba. Lloraba mucho cuando nadie me veía y no tardé en ponerme enfermo. Allí no estaban para tonterías y me encerraron en la enfermería, que era una triste habitación de paredes amarillentas con una pequeña ventana igual a las de todo el edificio. La ventana daba a la parte norte de la finca y, como mobiliario, únicamente una cama donde me encontraba postrado y que pronto se convirtió en una herramienta de tortura por su incomodidad.

      Peter, el doctor que me venía a ver cada día, sabía un poco de español y me explicó que tenía una neumonía importante. También me hizo saber que mi familia estaba al tanto de mi enfermedad, pero que habían dicho que no vendrían, alegando alguna excusa. De mis abuelos puedo entender que no viajaran hasta allí, pero de mi padre… Así pues, tuve que pasarlo solo. Peter procuraba quedarse un poco más de la cuenta para hacerme compañía e intentaba distraerme haciendo juegos de magia y malabares. Sabía un montón y pronto empecé a esperar al doctor con ansia para disfrutar de sus habilidades. Él aprovechaba mi entusiasmo para hacerme chantaje y así conseguía que me dejara pinchar y me tomara toda la medicación. Finalmente me fui recuperando de la enfermedad. ¡Recuperar el peso resultó imposible! Quedé escuálido, pero yo sentía que después de aquella enfermedad era más fuerte.

      Plantaba cara a los que se metían conmigo. No siempre lo conseguía, pero llegué a zurrar duro a seis de mis compañeros y recibí el mismo número de castigos, que, básicamente, consistían en estar encerrado en una habitación, esta vez sin la ventana de siempre, durante unos días. Una luz que se apagaba indicaba cuándo era la hora de ir a dormir a la sencilla cama que allí había. También había un minúsculo apartado que se podía considerar el baño. Yo aprovechaba mis estancias en aquella habitación para salir de la oscuridad de mi vida y dar un paseo por las historias y aventuras que recordaba de mis queridos libros y de mis sueños más felices.

      Después de aquello, los compañeros me dejaron en paz. Algunos no se atrevían a mirarme a la cara, donde se veía claramente reflejada mi resolución de enfrentarme a cualquiera. Sencillamente, me dejaron de lado. No tenía amigos, pero tampoco enemigos. Comencé a hacer lo que quería dentro de la más estricta vigilancia institucional, claro. Pero tenía momentos para mí y los aprovechaba para disfrutar a mi manera. Empecé a leer. Al principio resultó muy complicado. Iba a la pequeña biblioteca del recinto, en la que nunca había nadie, y cogía un libro. Me ayudaba con un diccionario españolinglés inglésespañol que me había dado Peter antes de abandonar la enfermería. Todo el tiempo estaba con el diccionario arriba y abajo, buscando el significado de las palabras y la lectura se hacía muy lenta y pesada. Pero con el tiempo empecé a entender, a leer, a escribir y a hablar el inglés. Y lo más importante de todo, empecé a entender aquellos libros con historias increíbles y a soñar en inglés, of course.

      En aquella biblioteca encontré historias interesantes que me llevaron a protagonizar aventuras inesperadas. Uno de esos hallazgos fue la historia de Robin Hood. Era divertido y reconfortante ver que un ladrón podía ser querido por los demás, aunque fuera en la ficción, solo por el hecho de que daba lo que robaba a los pobres. Esa historia me inspiró una idea.

      El caso era que allá imperaba un orden superior a la disciplina feroz que nos imponían a los internos. Esa fuerza suprema estaba encabezada por uno de los bedeles del instituto, mister Green. Aquel hombre escuálido por la envidia, con nariz de buitre y mirada pequeña y fugitiva, ocupaba oficialmente un cargo medio entre el director, el profesorado y los internos,