Marina Marlasca Hernández

Siempre tú. El despertar


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era su ayudante y, a cambio de unas cuantas libras, le hacía el trabajo sucio atemorizándonos o descargando su rabia a base de golpes con todo aquel que no accedía a pagar. El bedel, para reforzar su posición de poder sobre nosotros, nos atemorizaba diciendo que nos vigilaba y que, si intentábamos delatarlo, el chico se encargaría de nosotros. Todos conocíamos la fuerza de Jeremy. Yo mismo sufrí alguno de sus ataques y tengo que decir que fue uno de los pocos que pudieron conmigo.

      Decidí que yo también podía ser como Robin Hood, defendiendo un tipo de justicia social. Por lo menos, sería un ladrón que se vengaría de otro. Parecía divertido. No esperaba que los compañeros lo apreciaran, pero quizá lograría sentirme un poco menos solo. Tenía claro que no podía acusar abiertamente a mister Green sin tener pruebas. Además, no tenía amigos. Así que debía idear algo que pudiera hacer yo solo. Mister Green guardaba el dinero que nos robaba en su habitación y aprovechaba su día de fiesta para llevárselo. Lo guardaba escondido entre sus pertenencias, dentro de un maletín de cuero blando, desgastado y negro, similar al que utilizan los médicos que visitan a domicilio. Un día, aprovechando una de mis estancias en solitario en la biblioteca, me deslicé dentro del despacho del director para hurtar el bolígrafo de plata que guardaba en su cajón. Él, tal vez pensando que su autoridad lo amparaba, nunca cerraba la puerta del despacho ni los cajones. Luego, con cuidado de que nadie me viera, subí escaleras arriba para llegar al segundo piso donde el bedel ocupaba la última de las habitaciones. Normalmente aquella estancia estaba cerrada con llave, pero dos mujeres de la limpieza venían cada quince días para dar un repaso y tenían permiso para entrar. Mientras una de las mujeres estaba haciendo los cristales de la habitación de al lado y la otra estaba limpiando el baño, cogí el llavero que estaba encima del carro de la limpieza para introducir una llave tras otra en la cerradura hasta que la puerta se abrió. Dentro, todo estaba en penumbra y tuve que esperar a que se me habituaran los ojos para poder buscar el maletín. Como suponía, estaba cerrado. No sabía si el dinero estaba ya en su interior o no, pero parecía estar preparado, ya que se veía bastante lleno. Lo volteé para, con una de las llaves que parecía más afilada, apretar fuertemente y rasgar la piel en un lado de la base que se veía más desgastado, siguiendo la costura interna. Introduje el bolígrafo de plata por la incisión y la cerré con un poco de adhesivo. A simple vista no se notaba nada y esperaba que el bedel no se diera cuenta.

      El día siguiente era el día de fiesta de mister Green. Habitualmente, antes de marcharse se despedía muy educadamente del director. Mientras el bedel todavía estaba en su habitación, me dejé pillar saliendo del aula de música con un metrónomo escondido bajo la ropa. Me condujeron al despacho del director y allí me obligaron a cantar. Cuando me preguntaron por qué había robado el metrónomo, les comenté que mister Green me obligaba a hacerlo. Les dije que Jeremy y yo extorsionábamos a los demás internos para que nos dieran su dinero y que, después, se lo entregábamos al bedel, el cual lo sacaba de allí escondido en su maletín. El director, incrédulo, me hizo esperar en el despacho y ordenó ir a buscar a Jeremy, que al encontrarse en presencia del director parecía atemorizado. Lo interrogó. El chico lo negaba todo, pero su nerviosismo le delataba y el director empezó a dudar de su inocencia. Cuando llegó mister Green para despedirse, le hizo entrar en el despacho con una expresión muy seria. El bedel se mostró un poco sorprendido al vernos retenidos allí a Jeremy y a mí. El director le explicó lo que había pasado y que yo les acusaba abiertamente de obligarme a ser su cómplice. Mister Green lo negó todo, muy enfurecido y defendiendo también la inocencia de Jeremy. Todos me miraron con mala cara, pero a mí únicamente me hizo falta sugerir que lo comprobaran y dar a conocer la cantidad exacta de dinero que había robado aquella semana, aunque no mencioné el bolígrafo de plata. Mister Green cambió su expresión, que se tornó en un gesto congestionado y lleno de terror. El director tuvo que insistir para que le dejara comprobar el contenido del maletín. La tensión se podía palpar en el ambiente cuando empezó a sacar lo que había dentro. Mister Green fue capaz de sobreponerse y consiguió dar una explicación más o menos creíble de por qué llevaba, justamente, aquella cantidad de dinero escondido entre sus cosas. Pero, cuando el director extrajo del maletín el bolígrafo de plata que reconoció inmediatamente, mister Green se puso pálido y su rostro se desencajó, ofreciéndonos una imagen esperpéntica. Cuando se repuso, de nada le sirvió intentar defenderse diciendo que alguien se lo había puesto en el maletín. El director sabía que el bedel cerraba siempre la puerta de su habitación y que la llave que abría el maletín la llevaba colgada del cuello.

      Mister Green fue despedido inmediatamente y a Jeremy y a mí nos encerraron en aquellas habitaciones sin ventanas durante diez días. Cuando abandonamos nuestro encierro los compañeros nos miraron de manera diferente. A él como a alguien que había perdido su estatus de intocable y a mí con una especie de respeto, como el que se sentiría por un loco capaz de hacer cualquier cosa. Saber que había sido capaz de robar al director su bolígrafo de plata y de inculparme en unos robos que no había hecho para poder desembarazarme del bedel los desconcertaba. A Jeremy le veía resentido conmigo, pero no fue capaz de enfrentarse abiertamente como antes. Creo que se sentía un poco intimidado. Al principio hubo un poco de mal ambiente, pero cuando apareció el nuevo bedel, mister White, un hombretón charlatán y apacible, la cosa se tranquilizó.

      Fueron pasando los trimestres y con ellos las fiestas señaladas en las que, normalmente, las familias se reúnen. Yo estuve solo tanto los días escolares como los festivos. Los otros chicos se marchaban, si no en unas fiestas, en las otras. Fui el único que nunca se movió de allí. Suponía que la familia aún estaba enfadada conmigo por el mal trago que les había hecho pasar y que las nuevas acusaciones de robo no ayudaban en nada a apaciguar su enojo, pero añoraba tanto volver a casa...

      Cuando se terminó el curso escolar me avisaron que volvía a casa. Entonces, mi padre me vino a buscar y, sin decir una palabra, fuimos al aeropuerto. Fue un viaje frustrante y doloroso. ¡Ojalá no hubiera venido! Mientras estaba en el internado imaginaba cómo sería el reencuentro con él y la familia. Les pediría perdón y me esforzaría en portarme bien. Ayudaría en todo y no protestaría por nada. Me había hecho esa solemne promesa. En el avión intenté empezar a cumplirla. Mirando a mi padre le pedí perdón en voz baja, para no molestar a los otros pasajeros. Él me ignoró y se quejó de mis calificaciones escolares. Sabía que le habían explicado que eso se debía, básicamente, a mi desconocimiento del idioma, pero que había mejorado y en el último trimestre ya comprendía las materias y mi rendimiento era bueno. Además había cambiado mi actitud. Le dije que el curso siguiente me esforzaría mucho. En el colegio de Mataró el idioma no sería un problema. Entonces, mi padre me lo soltó sin rodeos.

      —¡No, Álex, no! El curso próximo, volverás al internado, y el otro y el otro...

      Me hundí... Hundido literalmente en mi asiento y en lo más profundo de mi corazón, ya no tuve fuerzas para decir nada más. Dejé que las cosas fueran pasando.

      No sé por qué, pero me empeñé en mantener mi promesa. Intentaba ayudar, portándome bien y no quejándome de nada. Cumplir mi promesa fue lo que me mantuvo entero. Era lo único que tenía, yo y mi maldita promesa. Fue un verano bien triste.

      Mi padre era de los que piensan que todo se arregla con disciplina. No intentaba entenderme, solo me daba órdenes. «¡Come!», «¡A dormir!», o «¡Apaga la tele!» eran sus conversaciones más largas conmigo.

      Tenía prohibido ir a la playa o bañarme en la piscina. No podía ir en bici y sobre todo no podía quedar con amigos. Me hizo trabajar duro llenando media docena de cuadernos de verano. Y cuando él se fue de vacaciones me apuntó a una especie de campamento, donde caminar quince kilómetros diarios a pleno sol era de lo más normal. Me llevó una vez a ver a mi madre y otra a ver a los abuelos, pero ellos no parecieron muy entusiasmados de verme después del disgusto que les había dado. Tenían bien presente que cuando me drogaba vivía con ellos.

      No me lo podía creer, pero antes de que acabara el verano ya deseaba volver al internado, donde, al menos de vez en cuando, tenía tiempo para mí y mis sueños. Y así, sin ningún cambio destacable aparte de la muerte de la abuela materna; de mi dominio del inglés; de alguna que otra pelea; de mi gran capacidad para leer, aprender y soñar, y las gafas que finalmente tuve que llevar, pasaron casi tres años.

      Un