Marina Marlasca Hernández

Siempre tú. El despertar


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sentí muy agradecido y les prometí que no les fallaría. Nos fuimos enseguida, ya que la abuela quería llegar antes que oscureciera. Quedamos en que iría a vivir con ellos en quince días. Anna quería adecuar un poco la habitación de invitados y la abuela quería comprarme ropa y alguna otra cosa que pudiera necesitar. Al llegar a casa abracé a la abuela y le di las gracias de corazón. Ella me dio unas palmaditas en la espalda.

      —Aprovéchalo, Álex. Tal vez no vuelvas a tener otra oportunidad como esta.

      Cuando llegó el momento, mi vestuario se había incrementado de forma considerable y, además, la abuela me compró un ordenador por su cuenta.

      —Lo necesitarás para hacer los trabajos del instituto —dijo.

      Yo estaba que no cabía de alegría.

      El día acordado vino Jordi con su coche para recoger todas mis cosas. Los cargamos en el auto en dos minutos y me despedí de los abuelos hasta el fin de semana. El corto trayecto transcurrió en silencio. Era evidente que Jordi no estaba nada cómodo con la nueva situación y además no estaba muy acostumbrado a hablar. No lo quería incomodar más de lo que ya estaba, así que no abrí la boca. Al llegar, Anna vino a ayudarnos a entrar las cosas a casa. La habitación que me asignaron me encantó. Era amplia, muy luminosa y ¡tenía vistas al mar! Bueno, se veía una pequeña porción, pero era mi querido y añorado mar y aquellas cuatro paredes eran mucho más de lo que había tenido en mucho tiempo. Estaba recién pintada de un agradable y luminoso verde pistacho. Delante de la ventana con estor había un escritorio sencillo pero moderno con una silla a juego y, como lámpara, un flexo de color negro. Eso y una cama, que en realidad era un colchón sobre un canapé sin cabezal y cubierto por una colcha de tonos tostados, era el único mobiliario de la estancia, ya que el armario estaba empotrado a la pared. Anna me dijo que pondrían una estantería para que pudiera poner los libros, los CD y cosas así.

      Empecé a colocar mi equipaje en el armario, tratando de poner la ropa de una manera organizada. Mis libros y un estuche con utensilios para escribir los dejé sobre la mesa. También instalamos el ordenador. Esta tarea fue la más complicada, pero Jordi tenía habilidad para estas cosas y enseguida lo terminó.

      —¡Hala! ¡Ya está instalado!

      Se lo agradecí. Salimos ambos de la habitación y, cuando fui a cerrar la puerta, miré al interior y sonreí satisfecho.

      Me ofrecí para poner la mesa, pues parecía que Anna tenía la comida casi preparada. Después de aprender dónde estaban los utensilios en la cocina empecé a hacerlo. Respetando mi petición de comer vegetariano, Anna me preparó una comida diferente a la de ellos. Comimos en silencio, escuchando el informativo. Mientras la ayudaba a lavar los platos me preguntó si podía añadir huevos y lácteos en mi dieta. Le hice la concesión de dos huevos a la semana, pero nada de lácteos, ya que no me sentaban bien. Le hablé de los frutos secos, del muesli y también le dije que buscaría por internet información y recetas fáciles de comida vegetariana.

      Cuando les pedí permiso para ir a mi habitación quedaron sorprendidos, pero intuí que esa muestra de respeto les gustó. No fue difícil mantener ese hábito, ya que costumbres como esta las tenía bien asumidas de mi estancia en el internado.

      En la habitación retomé una de mis historias favoritas: Robinson Crusoe. Era una versión inglesa. Me la sabía de memoria, pero me gustaba releerla de vez en cuando para deleitarme en las descripciones de los paisajes de la isla, sus playas y de cómo el protagonista tenía que usar el ingenio para salir adelante y sobrevivir. Me cautivaban especialmente los momentos en los cuales Robinson confeccionaba algún objeto de utilidad o sabía aprovechar los recursos de la naturaleza y las cosas que le llegaban del mar. Admiraba como se organizaba para no dejar que el caos y la soledad le hundieran.

      «Mira qué listo», pensaba. Era la historia de una persona que en momentos difíciles era capaz de sobreponerse y seguir adelante. Y también era la historia de alguien que estaba solo, pero que, al final, encuentra un amigo. En cierta manera yo era un poco como él. Ahora mismo estaba tratando de aprovechar los recursos que tenía para salir adelante. Debía organizarme en mi particular isla desconocida y también necesitaba algún amigo.

      Las cosas aquel verano fueron muy bien. Cumplí con mi palabra de no crear problemas, obedecer y colaborar. Al principio, mostraban un poco de desconfianza y parecían no creer que mi buena voluntad durara mucho tiempo. Yo hacía ver que no me daba cuenta y me mostraba contento y agradecido. Eso era verdad, no fingía. Mi acento inglés tampoco ayudaba mucho, ya que aparte de hacerlos sonreír de vez en cuando, también marcaba una cierta distancia o lejanía entre nosotros. Hacía que me vieran más como un extraño que como uno más de la familia. Pero poco a poco se fueron acostumbrando. Los fines de semana iba a casa de los abuelos y allí también intentaba ayudar. La abuela dejaba para esos días las tareas más físicas como descolgar las cortinas para lavarlas y volverlas a colgar, limpiar los cristales, las luces o las partes altas de los armarios y cosas así. A mi abuelo le ayudaba a cuidar el jardín, a mover los tiestos y a cultivar un pequeño huerto que tenía al lado de casa. Me encantaba ver crecer las judías, los tomates... Las plantas son muy agradecidas si las tratas bien. Todo lo hacía bien a gusto. Por la tarde, si el día era bueno, iba a pescar con el abuelo al rompeolas. Me gustaba ver los peces, pero no pescarlos y, muchas veces, dejaba la caña en el agua consciente de que ya no tenía cebo. Lo que me gustaba realmente era estar allí, disfrutando de la brisa del mar, de su olor, de su ruido y sus salpicaduras.

      Algún domingo por la mañana les pedía permiso para bajar a la playa y nadar un rato. Mi abuelo me acompañó alguna vez al principio, pero después me dejó ir solo cuando vio que nadaba bien y que no estaba mucho rato, ya que cuando empezaba a venir la gente me marchaba.

      Tampoco intenté salir a la calle y hacer algún amigo. Después de cómo terminaron las cosas la última vez que viví con ellos sabía que la idea les desagradaba. Creo que ellos se sentían un poco responsables de aquel episodio de mi vida. De hecho, no volví nunca más a aquella plaza que ahora me traía recuerdos dolorosos. Era un náufrago solitario que iba de una isla a otra, de fin de semana.

      Los cuatro parecían contentos y pronto noté que depositaban más confianza en mí. Tanto en Mataró con mis abuelos como en El Masnou con Anna y Jordi, empezaron a delegar en mí tareas que requerían un nivel más alto de confianza mutua. Iba a comprar solo, trayéndoles después la cuenta y el dinero del cambio. Me daban las llaves de casa para que pudiera entrar si ellos estaban fuera. Iba solo al cine o a la biblioteca y cosas así. Parecen cosas muy normales para un muchacho de catorce años, pero para mí eran cosas diferentes a las que no estaba acostumbrado y que tenían un significado muy importante.

      En El Masnou, Anna, ya de por sí más emotiva que Jordi, empezó a darme un beso de buenas noches cuando iba a dormir. Después de más de tres años sin recibir ninguna manifestación cariñosa de parte de nadie ese gesto me impresionó y, la primera vez que lo hizo, no pude disimular una expresión de sorpresa y satisfacción. A ella no le pasó por alto y me sonrió mientras guiñaba el ojo. Jordi se mostraba más reticente a darme cualquier muestra de estimación, pero su actitud fue cambiando. Se mostraba más confiado y no me vigilaba tanto como al principio.

      En Mataró, la abuela se veía feliz y pronto me demostró abiertamente su aprecio. El abuelo, muy vivaracho, estaba contento de tener un compañero de pesca que no le representara una clara competencia. En cuanto a sus sentimientos, él estaba acostumbrado a esconderlos, pero diría que también empezó a apreciarme.

      Parecía que iba bien mi supervivencia en las dos islas. Me había esforzado mucho y me di cuenta de que había conseguido más de lo que había llegado a imaginar. Únicamente esperaba su aceptación, como cuando vas a un albergue y tienes que compartir habitación con alguien que no conoces. No esperaba nada más que el roce superficial de una relación familiar impuesta. Pero aquello se convirtió en algo más. Pronto establecí unos lazos de dependencia emocional. Notaba por ellos algo muy especial y necesitaba desesperadamente sentirme querido. Durante aquellos días mis sentimientos se removieron y salieron de la cajita donde los tenía escondidos. Posiblemente esta necesidad me hacía sentir que, en algunos momentos, ellos me recompensaban con su estima, y