Marina Marlasca Hernández

Siempre tú. El despertar


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no me gustaba aparentar que nos teníamos algún aprecio cuando era evidente que no nos entendíamos. Ellos estaban en un mundo y yo en otro.

      Tampoco parecía posible que el director quisiera hablar conmigo sobre mi rendimiento académico. Después de un primer curso nefasto en este aspecto, mis calificaciones habían ido mejorando poco a poco y, en aquellos momentos, me constaba que eran de las mejores de todo el internado.

      Cuando entré al despacho el director me esperaba sentado en la butaca orejera. La luz natural que invadía la estancia nunca adquiriría la presencia, cuerpo y luminosidad de la que se filtraba en mi casa. Bueno, en casa de mi padre. Yo añoraba esa luz...

      La cosa tenía que ser muy seria, porque la cara del director estaba en tensión, con la frente arrugada y la boca apretada. Sentí un latigazo de miedo que me atravesó de arriba abajo.

      —Mr. Martinez, I have terrible news to tell you. Sit down, please —empezó.

      Me senté pálido y sudoroso. ¿Qué demonios pasaba?

      —I am sorry to inform you that your father has passed away.

      Yo continué callado en mi asiento. Estaba pálido, pero ya no sudaba. De repente tenía frío. Temblaba exageradamente y empecé a sufrir convulsiones. No recuerdo nada más.

      De nuevo, en la enfermería el doctor Peter estuvo muy atento conmigo. Me mantuvo en observación dos días, para estar seguro de que estaba bien antes de darme el alta. Poco a poco, mientras iba asumiendo lo que había pasado me iban explicando detalles de la muerte de mi padre. Parecía un accidente. Lo encontraron muerto en la piscina de su casa con un golpe en la cabeza, como si se lo hubiera dado al caer del trampolín. A mí me extrañó un poco. Mi padre nunca se había tirado del trampolín delante de mí.

      Cuando salí de la enfermería alguien había puesto todas mis pertenencias en la maleta. El director me la dio junto con un billete de avión y una carta para mi familia. Me explicó que mis abuelos habían decidido que volviera a casa. Se despidió de mí con un apretón de manos y aquel fue el final de mi etapa en el internado. Bye bye!

      Adaptaciones familiares

      Los dos días que había estado en observación fueron la causa de que no llegara a tiempo al entierro de mi padre. De hecho, lo preferí así. Todavía me encontraba bastante trastornado y eso me enfurecía porque el trato con él había sido pésimo y escaso. Más aún durante aquellos tres últimos años. ¿Por qué carajo me sentía así, pues?

      Mis abuelos no sabían qué cara poner. Todo aquel asunto les sobrepasaba. Se veía claramente que no estaban convencidos de las posibles causas de la muerte de mi padre, su hijo, el cual, además, había dejado muchas deudas y lo había perdido todo. La policía había cerrado el caso por falta de pruebas y argumentaba que lo más probable era que hubiera resbalado del trampolín y se hubiera dado un golpe en la cabeza al caer. Pero ni en el trampolín ni en el contorno de la piscina se encontró algún indicio de ese posible golpe. Además, la forma de las heridas tampoco coincidía exactamente con las que causaría un borde recto.

      Estaba claro que no les hacía ni pizca de gracia la idea de tener que cuidar a un bala perdida como yo. Ya no estaban para muchos trotes. Además, también había una asistenta social incordiando para ver quién se hacía cargo de mí. Era demasiado para ellos y yo mismo les ofrecí una solución.

      Podía ir a vivir con mis tíos, Anna y Jordi. Ella era hermana de mi madre. No sé por qué, pero nunca se había llevado bien con mi padre. Decía que mi madre estaba enferma por su culpa. Yo casi no los conocía y no sabía si era una buena o una mala opción, pero no quería hacer más pesada la vida a los abuelos. Ellos eran gente sencilla y ya tenían suficiente. Me ofrecí para hablar por teléfono con los tíos, ya que mis abuelos no sabían por dónde empezar.

      —Hola, Anna, soy tu sobrino Álex. Seguramente te sorprenderá que te llame, pero me gustaría hablar con vosotros de un tema importante. ¿Podemos ir a veros este sábado por la tarde? Por favor.

      —¿No puedes decirme de qué se trata por teléfono?

      —Bueno. Es un tema complicado. Será mejor hablarlo cara a cara.

      —Eh... De acuerdo. Nos vemos el sábado. ¿Sabes nuestra dirección? No estoy segura de que tus abuelos la recuerden.

      —Sí, sí. Los abuelos la tienen apuntada en la agenda. Hasta el sábado y muchas gracias. Bye. ¡Ay! Adiós.

      —Adiós.

      Los pocos días que pasaron hasta que llegó el sábado estuve con mis abuelos, procurando portarme lo mejor posible. No salía a la calle para no preocuparlos y me pasaba el día leyendo y mirando documentales sobre fauna salvaje, que siempre me habían gustado. Ayudaba a la abuela llevándole la compra y cosas así. Ellos no me dijeron nada, pero creo que, después de aquellos días, me perdonaron.

      Llegó el sábado y empecé a ponerme nervioso. No tenía muchas alternativas. Mi madre estaba ingresada en una clínica, mi padre muerto, los abuelos eran demasiado mayores y yo no quería ir a ningún centro de acogida. Me lo jugaba todo a una carta y no me podía permitir el lujo de que saliera mal.

      Me duché a conciencia y tuve cuidado con la ropa que me puse para tener buen aspecto. Repasaba mentalmente, una y otra vez, lo que les quería decir y todo lo que pensaba ofrecer a cambio.

      Apenas comí. Tenía los nervios en el estómago y no me entraba nada. Mi abuela insistió en que comiera un plato de sopa. Pero cedió cuando vio que realmente no me la podía tragar.

      Cogimos el tren desde Mataró (el pueblo de los abuelos) hacia El Masnou (el pueblo de mis tíos), a unos kilómetros de distancia. Al salir del tren empezamos a caminar por una calle empinada. Yo iba tirando de la abuela y, de vez en cuando, nos parábamos para descansar y esperar al abuelo. Mientras lo esperábamos miraba más allá, al final de la calle, abajo, donde se veía un trozo de mar de un azul intenso que hacía tiempo que no veía... y que añoraba. Finalmente, conseguimos llegar a la altura de la calle transversal donde vivían mis tíos. Después de torcer a la derecha y caminar una treintena de metros llegábamos a la casa. Llamamos a la puerta y me coloqué bien el pelo con un gesto casi involuntario y lleno de nerviosismo.

      Mi tía abrió la puerta. No la había visto mucho a lo largo de mi vida, pero era fácil de reconocer, tenía las facciones de mamá. Aunque era la hermana mayor, su aspecto era más joven y saludable. Este hecho me trastornó un poco e hizo que me diera cuenta del sufrimiento que padecía mi madre, y de cómo se reflejaba en su aspecto tan desmejorado.

      Los saludos fueron cordiales, pero sin besos de familia.

      —Hola, Álex. Hola, Pepita y José. ¿Cómo estáis?

      —Bien, bien... Oye, ¿podrías darme un poco de agua? ¡Esta subidita me ha dejado seco! —dijo el abuelo.

      —¡Claro! Pasad, pasad. ¡Jordiii! ¡Ya han llegado! ―hizo saber Anna, mientras se dirigía a la cocina a buscar agua.

      Caminamos medio pasillo y de una puerta salió a saludarnos Jordi. Bueno, debía ser él si vivía allí. Yo lo recordaba más delgado y con más cabello. Tampoco tenía presentes las gafas de pasta que llevaba ahora.

      —Hola. Pasad y sentaos, por favor. Debéis estar cansados con el camino de subida.

      —¡Sí que lo estamos! —dijo la abuela mientras se dejaba caer en el sofá de dos plazas de diseño muy funcional.

      Mi abuelo prefirió sentarse en una silla.

      —Por las piernas, si me siento en el sofá, no habrá quien me levante.

      Yo me senté en una silla, al igual que Jordi.

      Anna apareció con una jarra de agua y vasos, y nos los ofreció. Yo tenía la boca seca de los nervios. Ella se sentó junto a la abuela como muestra de cordialidad y dijo:

      —Bueno, vosotros diréis.

      Mis abuelos se miraron. No sabían cómo empezar. Antes de tomar la iniciativa,