Delia Colmenares

Confesiones de Dorish Dam


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atraía hacia usted. Cuando yo fijé la mirada a su mesa, usted comía con tanto gusto unos melocotones que yo me entusiasmé por ellos. No se sonroje, esos detalles son cosas muy mías, tan mías que nadie podrá arrebatármelas. Yo sé de usted y de las bellas páginas de arte que ha escrito y, por ello, yo la admiro y la quiero. Sé que ha escrito unas páginas estupendas que ha titulado Las princesas malditas. En esas páginas que he leído sin que usted sepa cómo ni cuando están muy bien relievadas las almas diablescas de Cleopatra y Salomé. Yo soy también como ellas: una maldita.

      Dorish, advirtiendo en mi rostro un raro azoramiento, afirmó enérgicamente:

      —Sí… es cosa que pasa. Estoy enferma de muerte, soy una mujer maldita; tres veces millonaria y de noble familia. Viajo mucho, he recorrido Europa y Oriente. Soy sudamericana y he visitado lo invisitable y he vivido lo invivible... Sí, soy una visionaria infernal. Yo le agradecería, con esta alma extraña y este corazón que no es igual a los demás porque supo sentir demasiado y afrontar de la vida todos los excesos, que me ponga entre las páginas de sus princesas malditas. Yo, alma bohemia, con luz, con locura, con ideas, con embriaguez de deseos de laberintos sensuales; bohemia que también ha subido al cielo para ver de cerca las estrellas y conversar con la luna...

      Yo que tengo vida de bulevar, de vino, de rezo, de ensueño, que, riéndome de la humanidad, de la vida, de mí misma, he querido como regenerar a los demás en una carcajada clownesca, mezcla de llanto y de ironía, conjunción de emociones de pecado y de virtud; en una fuerte y larga carcajada decidora. Yo soy de espíritu artista del Barrio Latino de París, al que fui a convidar al poeta y al pintor para ir a la ópera y aplaudir la sinfonía soberbia del cantante al que luego ofrecí la cena en el cabaret. Yo soy la cínica complicada, difícil de analizarme porque tengo variaciones como el mar: unas veces soy sutil, exquisita, dulce, ingenua, Julieta; y otras, terrible pecadora, Thais. Excuse usted, señorita, ante todo, este atropellamiento mío de decir tantas cosas. Compréndame como si fuese un ánfora que por fuera está untada de lodo, que se ha volcado y que de su boca salen raras piedras preciosas y diabólicas. Sobre todo, estoy en vísperas de emprender un largo viaje. Ahora vengo de Oriente, pero este otro viaje que voy a hacer será un viaje vulgar, pero novedoso para mí porque no sé en qué estación he de quedarme: si en el Purgatorio, el Cielo o el Infierno. No se vaya a alterar, señorita literata, que estoy en mis cabales. He de repetir que estas cosas son muy mías, tan mías que nadie podrá arrebatármelas. Usted va a saber de mis terribles cosas, va a enterarse de los lodos en que he estado y va a dolerle la cabeza o, por lo menos, a vacilar ante aquello de: «La vida es sueño y los sueños, sueños son».

      Con este viaje que voy a hacer, quiero librarme de la fantasmagoría de cosas que bailan en mi cerebro y llenan de horror mis noches, porque esa fantasmagoría murmura en mis oídos como latigazos sobre carne virgen. Yo he tenido la divina y caprichosa audacia de ir anotando en cuartillas la turbulenta vida mía, anotando los teatros en que he actuado, anotando a las marionetas que han tomado parte en la tragicomedia de la existencia mía. Esas cuartillas las tengo en desorden y siempre van en mi maleta de viaje; esas cuartillas son para mí como perversos cilicios, pero en este largo viaje que voy a emprender quiero legárselas a usted. Permita que se las entregue, me es tan necesario que alguien sepa, me compadezca o goce de mi vida vivida, que si no lo hiciera habría de morirme de rabia. Sufra usted también leyéndome. Usted ha sido destinada a ser mi confidente por mi propia voluntad. Hágame el honor… Venga… al camarote 101.

      Y con paso ligero seguí a Dorish hasta donde me llevaba.

      —Aquí es, señorita. Entre. Este es el maletín de las cuartillas.

      Dorish, terriblemente pálida y perversa, puso las cuartillas en mi pecho e hizo que las abrazara.

      —Sí, así, fuertemente, como quien abraza a un hijo que no ha visto en mucho tiempo. Ahora, yo, de rodillas, besando sus manos que han de hojear una y cien veces las cuartillas en que está anotada toda mi vida infernal.

      Yo me quedé estática. El barco comenzó a cabecear y todas las cosas que había en el camarote caían al suelo. Aquel estupendo cuadro, mientras viva, estará dentro de mi cerebro y de mi corazón.

      Lima, fecha, siglo XX

      Desde el abordaje, no he vuelto a ver a Dorish Dam. Sé que se quedó en Lima, mas no me quiso decir dónde se iba a alojar. La busqué en vano por todas partes. No la encontré. A esta mujer la envolvía un solemne misterio…

      Tengo en mi poder las páginas que me entregó en el barco y que ella ha titulado Confesiones de Dorish Dam. No sé por qué han temblado mis manos ante el contacto de los papeles que los hay de todos los colores. Seguramente, fue escribiendo al azar, en cualquier sitio, en cualquier momento, cuando su capricho la empujaba a dejar anotado en papel lo que iba viviendo.

      Todavía no me he atrevido a leer las Confesiones de Dorish Dam. Es inaudita la pereza a pesar de que Dorish me ha interesado enormemente. ¿Será miedo o desilusión de saber de su vida puesto que ella ha dado a la mía una nota de profunda meditación?

      Los muchachos vocean por las calles «El Comercio». Vocean: «El suicidio de una noble dama».

      Mi corazón ha dado un brusco vuelco de angustia: me he quedado muda… Los muchachos siguen voceando: «El extraño caso de Dorish Dam».

      La boca se me puso amarga y los ojos se me humedecieron y entre mí repetía: ¿Dorish, pero fue cierto lo que me dijiste? «Voy a hacer un largo viaje, pero no sé en qué estación he de quedarme, si en el Purgatorio, el Cielo o el Infierno». Dorish, ¿en qué solemne misterio te envolvió la vida? ¿Eras tan aventurera que quisiste ir a la última aventura de la vida que es la muerte? ¿Quién te inoculó la sangre del pecado? No sé cómo juzgar el último acto de tu vida si de heroico o de cobarde. Yo creo que es mitad heroísmo y mitad cobardía. Sí, heroico, porque te has ido a lo desconocido, penetrando al misterio; y de cobardía, porque has sido débil al no soportar la lucha de la balumba de tentaciones que danzan incesantemente en el mundo terrestre. Pero, con todo, el suicida es un admirable y formidable loco, es un enfermo de sensaciones. Quién sabe qué espíritu malévolo o divino le tira de la mano…

      Dorish, ¿tan pronto te cansaste de la jornada de tu vida? ¿Sangraron mucho tus plantas de zigzagueo del camino? ¿Fue tan pesada la cruz que doblegó tus hombros y rendida del peso protestaste de ella? ¿Fue intencional o sin querer penetraste por todas las puertas del pecado? ¿Fue que caíste al abismo descuidadamente o alguien te arrojó a él? Si así fue ¿por qué no te levantaste de la fatal caída y te erguiste como águila o león y devoraste al traidor? ¿O te gustó la caída y te quedaste ahí para que los demás se rieran de ti haciendo de tu persona un cínico instrumento? ¿Acaso te vendaron y te lanzaron al mundo al azar, a la merced de los payasos y los vampiros? Pero ¿y tu alma y tu corazón qué hicieron? ¿Protestaron, consintieron? No lo sé, Dorish. Eras demasiado bella para ser buena y demasiado sensible para ser mala. ¿Había en tu persona una doble naturaleza? Dorish, ¿o fuiste una mártir o una criminal? Lo ignoro aún. Voy a dar lectura a tus confesiones.

      Principian así:

      CONFESIONES DE DORISH DAM

      Tiene que ser un espíritu artista, con alma de ángel y cerebro de Salomón, para que pueda comprender justamente mi existencia nómada, compleja y fatal.

      Era una perla lujosamente guardada dentro de un estuche de finísimo cristal. Estuche tentador que fue violado por una mano vampiresa robándose la perla para lucirla insolentemente en el capricho de fiestas de cínico placer.

      Cuando era muy niña perdí a mis padres. Mi padre fue Lord Dam y mi madre Lady Wast, ambos nacidos en Londres y poseedores de una gran fortuna. Viajeros incansables, que por azar del destino llegaron a Lima y me engendraron a mí. A los pocos años, ávidos por la insaciable sed de la inquietud de viajar, me entregaron al cuidado de una nodriza francesa. Yo entonces tenía seis años. Hasta ahora no he podido comprender por qué tan tierna me dieron al cuidado de una nodriza y una tía que no tendrían mayor interés por mí que mis padres. No sé si por falta de amor, si por el temor de que siendo tan tierna los distintos climas