Delia Colmenares

Confesiones de Dorish Dam


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del siglo XX haya seres que aprueben tales actos. Aunque a la luz y al cinismo del siglo, haya quienes glorifiquen el error y coronen la audacia del malévolo.

      Sí, entregada a una nodriza francesa y a una tía inocente, puesto que le faltaba carácter y carecía de voluntad.

      A los ocho años se me puso en el Colegio del Sagrado Corazón con todo el lujo consiguiente de millonaria e hija de un lord. Allí no se me decía nada, se hacía todo a mi capricho. Claro está, cómo me iban a decir algo si todos los fines de mes, las «buenas madrecitas» recibían una gran renta. Qué educación la que se me daban: la mayoría del tiempo era empleado en rezos, novenas, confesiones y comuniones y algunos cuartos de hora en francés, bordados y música, y el resto en recreo. ¿Y la instrucción sólida, la instrucción y cultura para afrontar la vida? Aquello era un mito. Querer saber del mal del mundo para no caer tan fácilmente en él era pecatus; ser liberal y franca en todos los actos era pecatus; no ensalzar ridículamente a los representantes de Cristo era pecatus; y, en fin, a todo ser de clara inteligencia que presentaba las cosas desnudas sin el cínico manto de la hipocresía era llamado anormal. Horrenda barbaridad, como si la religión cristiana fuera una pantalla que cubre la luz. Perdonen las «madrecitas» que diga la verdad. La verdad es amarga, pero hay necesidad a veces de decirla para regenerarnos. Pues bien, allí, en ese colegio de donde en lugar de salir bañada de modestia se sale bañada de vanidad y de soberbia, estuve ocho años y salí a la edad de dieciséis para habitar en la casa de la tía donde mis padres me dejaron confiada. Yo era una mujercita que me mandaba sola y que estaba acostumbrada a que nadie me hiciera una observación. Mis padres, al poco tiempo de irse de mi lado, murieron. Murieron yo no sé si por castigo, de peste negra, allá por Bombay. Y digo castigo por haberme dejado tan tierna como si fuera cualquier cosa, vedándome del calor y del cariño paternal. No sé si pueda llamarlos malditos o perdonarlos y rogar porque estén en el Paraíso.

      Mi vida, pues, desde tierna, fue como un barco sin timón a merced del oleaje del mar. Barco que tuvo un malvado timonel que por recrearse le echó a pique. Este timonel fue la Baronesa de Solimán con quien entré al mar de las tentaciones...

      Seguidme...

      EL PALACIO DE LA BARONESA DE SOLIMÁN

      El palacio de la Baronesa de Solimán se lucía soberbiamente en el amplio y hermoso Paseo Colón. Bello palacio en cuyos aleros calados, semejando finísimos encajes de Bruselas, se paseaban impávidas e inquietas blancas y tornasoladas palomas mensajeras. Estas, cuando en las mañanas la Baronesa iba al jardín que rodeaba el palacio, se le posaban en los hombros y en la cabeza, y luego volaban alrededor de los surtidores que en lluvia continua mojaban constantemente los rojos rosales que quedaban junto a las dos escalinatas de mármol rosa que conducían hacia el primoroso hall de la parte alta del palacio. A la subida de cada escalinata había un maravilloso desnudo que era el comentario del vulgo y la admiración del artista que gozaba de la línea purísima. Estupendos desnudos de Afrodita. En la parte alta del frente del palacio, bajo la preciosura del alero, había doce cariátides de lindos rostros y primorosos senos. La Baronesa era una exquisita escultora y en cada pieza de su palacio era irresistible la tentación de tener por lo menos una o dos estatuas de los mejores escultores del mundo. Además, en su amplio estudio escultórico había infinidad de modelos hechos por ella en sus horas felices de inspiración. Mujer caprichosa e inteligente. Lo decía el raro arreglo de su palacio. En la pieza anterior de su estudio había un salón que llamaba «Las palmeras». Y en efecto era algo raro, caprichoso, miliunanochesco. De noche, aquello era fantástico. En el salón no había ni un solo mueble. Únicamente debajo de cada palmera cuatro o seis almohadones de seda y de vivos colores. Y en el salón había doscientas palmeras. Pavos reales dorados, blancos y azules paseaban entre los almohadones abriendo sus colas que eran bellísimos abanicos. De noche, por una grande ventana de cristales, cuando había luna, entraban sus rayos; y cuando no, era la combinación celeste artificial, hecha a propósito para dar una especial belleza, un encanto de una faja de luz, tenue, que venía de lejos para que las cosas no se percibieran claramente, sino fantásticas, como sombras… Tal era la originalidad artística y extraña de la Baronesa de Solimán que, con sus cuarenta y ocho años bien conservados, era el encanto de quien la trataba. Atrayente en extremo: en sus ojos grandes y negros había algo de diablesco, de divino, de seductor. En conjunto, era una mujer que incitaba al amor y al deseo.

      En una noche del mes de julio, la Baronesa daba en su palacio un banquete a la usanza romana, remontándose a la lejana época neroniana. En aquel banquete hubo derroche de los siete pecados capitales. Los convidados no pasaban de cien. No había uno solo que no fuera artista. Había poetas, pintores, músicos, bailarinas, dramaturgos, novelistas, etc.

      La Baronesa había querido dar una fiesta solo para artistas. Y la fiesta fue brillante y suntuosa. En la sala del banquete había una mesa en forma de una lira cubierta de flores y de centelleantes vajillas. Alrededor de la lira, en lugar de asientos, había una especie de camas con tapices de raso de tonos fuertes. Al centro de la mesa se alzaba una torre de concha de perla rodeada de seis sátiros de cuyas bocas salía el vino para tomar. Los invitados, tanto hombres como mujeres, vestíamos a la romana y otros a la griega.

      Los hombres vestián con manto rojo, celeste, violeta, y en la cabeza llevaban puesta una corona de laurel. Las mujeres llevábamos túnicas de tul de tonos tenues, muchas estaban descalzas y en la cabeza lucían una corona de rosas. La orquesta la componía música de arpas y flautas. Había diez bailarinas que danzaban con cestos de manzanas y granadas; parecían vírgenes atenienses. Entre ellas se destacaba una por las maneras trágicas de danzar. Esa era yo. Soberbiamente pálida, terriblemente estilizada, aérea, frágil, deliciosa, había en su ser un complejo y exquisito refinamiento de sensaciones. Semidesnuda, con el cabello dorado y suelto, con los pies descalzos que parecían dos palomas inquietas y los senos, las manos y el vientre temblorosos como lirios mecidos por la brisa en una tarde rosa. La danzarina era como una aparición, como la diosa de la tentación. Y era que había en la artista gestos extraños de vagos exotismos. ¡Oh! La maravilla de la danza que bailaba al compás de las flautas embriagó de locura a los convidados. Qué prodigio de agilidad, que musicalización del cuerpo, qué tropel de encantos los que creaba su carne rítmica en el tentado vaivén de su vientre, en los ondulantes giros de sus brazos, en el enarcar de su cuello y en su entreabierta boca osculante. Bailó múltiples danzas…

      —¿Quién es esa maravilla de tentación? —gritó frenéticamente uno de los convidados.

      —Es Dorish Dam —exclamó la Baronesa—, es la más bella y aristocrática muchacha que existe en todo Lima. Es una consumada bailarina, es una estupenda artista. He querido dar con ella, una de las más bellas sorpresas que hayáis sentido. He querido presentarla al gran mundo: primero entre un valioso núcleo de artistas y después será entre esa gente que no tiene ningún valor artístico sino monetario e intrigante… Gente «bien», de sociedad.

      —Bravo, bravo, Baronesa —repitieron al unísono todas las voces de los convidados.

      —Sí, tomemos por ella. Que abran la boca los sátiros y den vino y más vino para celebrar tan magno acontecimiento. Todos de pie para rendir homenaje a la danzarina de los dieciocho años que tan bien y tan artísticamente los sabe llevar.

      —¡Saludo por la danzarina!

      —¡Salud! A la hija de Terpsícore.

      —¡Por la tentadora!

      —¡Por la que ha de hacer padecer a los hombres!

      —¡Por la manzana de la discordia!

      —¡Por la triunfante!

      Dejé que pasara el ruido ensordecedor de los elogios y dirigiéndome a la Baronesa, cuya alegría por mi triunfo en su fiesta la mostraba no solo en su rostro sino en todo el cuerpo que no sabía estarse un solo momento en quietud, le dije:

      —Baronesa, estoy completamente aturdida de que en esta soberbia fiesta se me haya aclamado como a una enorme artista. La galantería de los convidados me parece excesiva. Yo les agradezco sus palabras tan ardientes como sonoras. Estoy grandemente satisfecha del derroche de elegancia y buen gusto de este banquete. La sabiduría