Delia Colmenares

Confesiones de Dorish Dam


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mi razonar, no podrá jamás hacer el juicio puro sobre el puro arte porque no lo siente. Para ser un sincero crítico hay que ser primero artista y después crítico, porque si no lo es, no alcanzará a comprender lo que el artista comprendió.

      El poeta

      Esto si ha sido una gran filosofía, Baronesa.

      La cantante

      Terminemos esta charla. El tiempo huye. Esta charla es para académicos. Aquí no hemos venido a una cátedra. Vamos a divertirnos.

      Y el grupo de los doctos se disolvió. Unos se perdían tras de los cortinajes, otros se aunaban y se recostaban. Cada uno se divertía a su capricho. Hubo un momento de silencio. La fiesta se había marchitado. Las lámparas se apagaban lentamente quedando solo una tenue claridad.

      Yo también me levanté de donde estaba. Quise rondar los salones en el silencio ¡Oh, belleza de aquel momento de vivir! Qué encanto: curiosear.

      Los salones olientes a vinos, a flores, a humos. No se sentía sino murmullos de almas... En la quieta penumbra distinguía los rostros lívidos, pálidos y jadeantes de los convidados. Todos descansaban. El filósofo sonreía y olía cocaína de una cajita. El pintor y el poeta estaban recostados juntos. El sexo lo invertían. La cantante estaba entre los brazos del crítico.

      La Baronesa echaba en el pecho desnudo de una de las bailarinas gotas de miel que luego tomaba con sus labios ávidamente, y así eran los cuadros de aquellos salones. A mi cerebro vino la visión de una bacanal romana... Sí, pero era una fiesta a la romana con todos sus refinamientos, con toda la alta y degenerada civilización del siglo. Yo buscaba en los salones al joven teólogo y no lo encontraba. Pasé a la puerta baja donde quedaba uno de los jardines interiores. Este jardín estaba todo iluminado; es decir, había multitud de foquitos eléctricos en las ramas de los rosales, en los jazmines y en los nardos dibujando primorosamente sus ramas. Hacía el efecto de una fiesta veneciana. En este jardín había algunas parejas haciéndose descaradamente el amor. Yo llevaba mi tapado de felpa color vino en el brazo. Una de las parejas se acercó a mí y me dijo:

      —¿Qué pasa? ¿Se marcha usted? Se marcha clandestinamente y sola. No lo permitiremos. La fiesta aún no termina.

      Yo me puse el tapado. El aire estaba helado. Sentí por mi espalda como si una cuchilla finísima hubiera hecho en ella muchos cortes.

      —No —repuse—. No me marcho aún.

      —¿Busca a alguien?

      —Sí.

      —¿A quién?

      —Al joven teólogo.

      Una risa irónica se dibujó en el rostro de la pareja.

      —El joven teólogo —me contestaron— acaba de irse a los salones de arriba. Allá puede encontrarlo.

      Di a la pareja una mirada de desconfianza y volví de nuevo hacia arriba. Al pasar por uno de los salones, me di cuenta de que el joven a quien yo buscaba estaba recostado sobre una ventana que daba al jardín. Vacilé en ir hacia él. ¿Para qué? ¿Qué se figuraría? Y pensando esto se me arrancó el collar de perlas que llevaba puesto por el nerviosismo con que mis dedos jugaban con él. Un suave ¡ay! que lancé al ver que las perlas de mi collar se deshebraban y caían sobre la fina alfombra haciendo arabescos hizo que el joven teólogo volteara hacia mí la cara.

      —Usted —dijo— y corrió a mi ayuda. ¿Cómo ha sido esto? Su lindo collar se le ha deshebrado.

      Y recogiendo los dos las perlas, las fuimos colocando por el momento en una de las puntas de mi rojo tapado.

      —¿No le parecen —continuó— las perlas sobre su tapado gotas de llanto?

      —¿Por qué dice eso?

      —Por nada. Es una metáfora, señorita Dorish.

      Y volcando la conversación le dije:

      ¿Qué hacía usted tan solo en esa ventana? ¿Qué contemplaba? ¿Por ventura pensaba en Cristo en San Francisco de Asís o en Santa Teresa?

      —No, no pensaba nada... Pensaba...

      —¿En qué?

      —En esta fiesta de la Baronesa de Solimán.

      —¿Verdad que es bella y extraña esta fiesta?

      —Dice bien, extraña y bella, pero más que extraña y bella, creo que es fiesta de crápula.

      —¿De crápula?

      —De refinada civilización maligna.

      —No está usted en su medio entonces.

      —No. Tiene razón. No es este mi medio. No me gusta la crápula.

      —¿Para qué ha venido entonces a esta fiesta?

      —¿Para… porque se trataba de una fiesta de artistas y creí que no iba a usarse drogas ni tóxicos? Es usted tan joven... ¿No se da cuenta de lo que pasa aquí?

      —Sí, si me doy cuenta de que pasa algo extraño, pero yo estoy encantada de todo esto que veo. Es la primera vez que asisto a una fiesta de estas. Estoy encantada. ¡Oh! Todas estas cosas raras que veo me gustan mucho. ¿No le parecen bellos los salones? Que cada cual se divierta a su capricho. Que se amen como mejor les parezca. La forma es lo de menos. Creo que todos aquí somos de confianza: estamos entre artistas, entre camaradas. ¿Quién va a hablar mal?

      El joven teólogo me quedó mirando con extrañeza. Parecía que mi pequeño discurso le había emocionado.

      —Quién va a hablar mal —murmuró— ¿Quién va a hablar mal? Es usted tan niña. Recién le han abierto hoy las puertas de una vida que no conoce. Yo quisiera ser un hermano suyo para salvarla, Dorish.

      —Salvarme... A mí... ¿De qué?

      —De todo esto que está viendo.

      —Pero si es tan bello, ¿cómo quiere privarme de ello?

      —Pobrecita niña. Aquella Baronesa... no la mire usted, da nauseas, va a perder su buen corazón. No vuelva a venir a otra fiesta de estas, Dorish. Se lo suplico. No venga.

      —¿No venir? Para ello la Baronesa me ha entrenado en muchas cosas de la vida, y esta fiesta la ha hecho para mi debut de mujer. ¿No le parece que mi debut ha sido espléndido? Me han aplaudido bastante y todos quisieran hacerme suya... Hasta usted, sí, hasta usted.

      —¡Dorish!

      —Sí, escuche, porque yo soy fascinante por bella y por mi natural don de danzar que ya llega a la perfección gracias a mi maestro ruso que se empeña en que domine la coreografía. Soy fascinante, todos se enamoran de mí, hasta las mujeres...

      ¿No sabe? Voy a ser sincera con usted, voy a hablarle claro. No me da vergüenza, más vergüenza es para mí ser hipócrita. Sí, amigo Dominico, la Baronesa es mi gran enamorada. Mejor dicho, ella me hace el amor. ¡Es encantador! Cuando recién me conoció me regalaba continuamente flores, perfumes, bombones. Iba con ella a todas partes. Luego, me besaba diciéndome palabras muy bonitas, como que yo era tan buena y tan linda que por ello me admiraba y me quería... Tal como si fuese un macho enamorado de una hembra.

      Después llegó lo sensual: querer verme el cuerpo para acariciarlo y de la caricia llegaba el vértigo y el espasmo… Un vicio agradable para el que le gusta, y depravante para el que no se adapta a él. Aberraciones de la naturaleza. Eso es todo.

      —¡Qué lástima, Dorish, que sea usted tan cínica con esa cara de ángel que tiene!

      —Diga menos cínica al acusarme, que aquellas que envueltas en oropeles trafican bajo el antifaz hipócrita todos los vicios.

      —¡Qué lástima, Dorish, que le guste todo ello y toda esta fiesta!

      —Es usted egoísta e hipócrita.

      —¿Por qué?

      —Porque está desechando la fiesta y no huye