Delia Colmenares

Confesiones de Dorish Dam


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dulce. Dorish, todos te miran y quisieran amarte.

      Yo miré mi plato de crema, crucé la mirada con Dominico y estrujé entre mis manos unas violetas que llevaba puestas en la cintura.

      —Cállate —dijo el filósofo a la Baronesa—. Los secretos del amor no deben ser nunca violados. Hay que dejarlos ocultos para no volvernos locos queriéndolos descifrar. Bien quisiera que me besara la roja y ardiente boca de nuestra buena y adorable Dorish. Cuando ella quiera oír los ruegos de todos y no de uno, entonces será la generosa niña que alivie a los enfermos de amor.

      —Cuidado, filósofo, viejo verde —prorrumpió una voz—. Deja que el amor sea para nosotros los jóvenes, los que principiamos vivir.

      —Quién dice eso —añadió colérico el filósofo—. La carne bien puede estar vieja, pero el espíritu vivir eternamente joven.

      —Bravo, bravo, maestro, eso es bello —a un solo golpe corearon todas las voces de los convidados.

      Había momentos en que renegaba de haber ido a la fiesta y había otros momentos en que estaba encantada de ella.

      Los platos de crema fueron levantados presentándonos enseguida copas de miel con vinos. Dominico se levantó de su sitio y lo vi palidecer. Apenas llevó a sus labios la copa que luego dejó llena y que a propósito derramó.

      —Camaradas, que cada cual esté donde mejor le plazca estar —murmuró la Baronesa—. Bebamos por la alegría de vivir siempre alegres. Dominico, alce su copa, hay que beber. Sabio teólogo, no hay que ser tan místico. Querer saber de las estrellas es un asunto muy oscuro, ocupémonos de lo terrenal, de lo que vemos, oímos y palpamos. Salud, todos, ¡salud!

      Al levantar yo la copa para beber, me encontré con la mirada de Dominico. No sé por qué obedecí a ella. No hice más que besar el vino. La Baronesa seguía hablando.

      —Salud por todos los presentes. Dominico, levante la copa, hay que embriagarse, aunque sea de lo que usted quiera. Salud, salud.

      Dominico al fin contestó:

      —Baronesa, yo me embriagaré de divinidad, aunque todos sonrían.

      Luego hablé yo:

      —Baronesa, yo no tengo ningún arte para embriagarme con él.

      —¿Cómo? Y Terpsícore... Va a ofenderse Terpsícore.

      El poeta que me había hecho los versos se interpuso hablando:

      —Que baile, que baile Dorish para que desagravie a Terpsícore.

      —Sí, sí —respondieron todos a una.

      No tuve más remedio que darles gusto. Me puse en medio del salón. No quise mirar a Dominico para que no me perturbara. En aquel momento la evocación por la danza fue suprema. Debí bailar maravillosamente, porque después de haber acabado, después de que todos me felicitaron, se acercó Dominico y emocionado vino también a darme un fuerte apretón de manos y a decirme en voz muy baja:

      —Es usted maravillosa, danzando enloquece.

      Estas palabras llegaron a mí tan hondo, que me creí egoístamente la reina de la fiesta y que los demás no eran más que unos esclavos. Enseguida, pasé a descansar y me cubrí con un tapado color oro. La Baronesa abrió un bello estuche de marfil y obsequió a todos unos cigarrillos olorosos y elegantes. Todos fumábamos. La atmósfera olía a vino y a flores. La charla se hacía interesante.

      —Baronesa —dijo el pintor Julián—, es preciso que riamos, tengo ganas de reír. ¿Qué es del bufón? ¿Por qué no lo hace traer?

      —Sí, vendrá enseguida.

      —Que venga.

      La Baronesa tocó un timbre y apareció un paje vestido de rojo y azul. También llevaba el vestido que se usó en la antigua Roma.

      —Tartarín, haga venir al bufón.

      El paje inclinó la cabeza y desapareció. A los pocos momentos apareció el bufón. Era un hombre pequeñito y gordo, calvo, y con el vientre elevado, unos ojos de avispa y una boca grande. Pero con todo era un ser simpático.

      —Aquí está el bufón —exclamó la Baronesa—. Venga todo el que quiera reír.

      Todos nos acercamos al bufón.

      —A ver, haznos reír, chiquitín regordete —dijo Doretta Panini—. Si te parecieras a Rigoletto, yo te premiaría.

      —No señora, yo no quiero parecerme al pobre Rigoletto, al desgraciado padre a quien se le quitó su hija para entregarla al Duque de Mantua. No, señora, yo no quiero ser ese hombre.

      —Cállate, bufón. Te hemos llamado para que nos hagas reír.

      —Muy bien, Baronesa.

      El pobre bufón comenzó a cantar:

      Dicen que las solteronas

      cuando se están pasando

      y se ven jamonas

      andan regañando

      a las pollitas

      por sus amores

      a solitas

      con los señores…

      Ja, ja, ja, —el filósofo reía—. Tiene gracia.

      —¿Por qué, filósofo?

      —Baronesa, porque tiene gracia el bufón.

      —A mí me parece estúpido. A ver si eres más feliz en otra cantata.

      A mi lado cuchicheaban el pintor y el poeta diciendo que la Baronesa se había enojado por la copla del bufón que le venía bien a ella.

      El bufón comenzó de nuevo:

      Dicen que los vejetes

      tienen hoy día

      a pesar de sus ribetes

      la gran osadía

      de querer gozar

      muy largo y a oscuras

      con las niñas puras

      que se dejan engañar.

      —Ahora sí que me rio con ganas —dijo la Baronesa.

      —Voy a premiarte, bufón. ¿No ves que la copla ha estado como para el filósofo?

      —Baronesa, esta copla va por la otra que ha sido dedicada a usted —respondió el filósofo.

      Yo temí un desagrado entre el filósofo y la Baronesa. Pero no, eran tan amigos que resolvieron ambos reír grandemente. Para eso habían hecho traer al bufón.

      Dominico se retiró del grupo y yo también. Para ninguno de los dos tenía gracia el pobre bufón. Por el contrario, veíamos en él al obrero que trabaja para que no le falte el pan. El trabajo de este hombre era el de hacer reír a los demás. La orquesta de flautas y arpas comenzó a tocar. El bufón desapareció de la sala. Algunos de los invitados veían fantásticos mundos a consecuencia del mucho vino. El vino comenzaba su alegre o diablesca acción.

      Un grupo de artistas discutía seriamente, mientras otros recostados en divanes se acariciaban gozando de la libertad de aquella fiesta romana, especie o casi bacanal. Quién iba a criticar allí si todos eran civilizados y si para ellos no existía prejuicio ninguno. Era el arte y el vicio unidos. Quién iba a hablar mal si todos eran de la misma sociedad de «embriagarse de lo que cada uno desee».

      La mesa lira en que habíamos comido lucía un bello desorden de bandejas, flores, copas y luces. Seis eran los artistas que hablaban en tono bullicioso y en tema serio. Yo, desde lejos, escuchaba. La Baronesa se me acercó y besándome la frente me dijo:

      —¿Estás contenta? ¿Te gusta la fiesta? ¿De qué quieres embriagarte?

      —De saber y de entender todas estas cosas que estoy viendo y oyendo.