Rosa Castilla Díaz-Maroto

El frágil aleteo de la inocencia


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qué? —me paro frente a ella.

      Esta chica me sorprende. Parece ser que voy a tener una buena aliada en la casa.

      —Eres muy guapa, eso salta a la vista. Pero ella ve más cualidades que te hacen interesante a los ojos de los demás… y cree que…

      Respiro profundo, necesito saber todo lo que Inés pueda contarme sobre esa conversación.

      Me impaciento.

      —¿Qué es lo que ella cree? —le pregunto con impaciencia.

      —Te ve como una adversaria… como… una rival.

      Suelto una suave y entrecortada carcajada.

      —¡Oh… sí! ¿Cómo puede pensar eso… si ni tan siquiera le conozco y él a mi tampoco? Es absurdo, es más… no puedo creer que ella piense sin más… que pueda yo… vamos Inés… eso no tiene ni pies ni cabeza.

      —No es tan descabellado, ¿no?

      —Anda Inés, no quieras tú hacer de celestina. Pertenecemos a mundos diferentes.

      —Ya, creo que últimamente veo muchas telenovelas.

      La observo. Es… dulce e inocente y desde luego que debe de ver demasiadas telenovelas.

      —Creo seriamente que deberías pasar una temporadita sin verlas.

      Reímos las dos a la vez. Es encantadora y desde luego algo fantástica.

      —Sí, algo tendré que hacer al respecto.

      No puedo evitar reír. Qué cosas tiene esta chica… pero… por alguna razón… me siento a gusto con su compañía, es… como una hermana pequeña; entrometida y perspicaz.

      —Ya se va a servir la comida en el comedor.

      —Bien, pero no sé dónde está el comedor —le digo con cara de circunstancias.

      —Por eso he venido. Te acompaño a él.

      —Te lo agradezco Inés.

      Bajamos en silencio las escaleras sin hacer más alusión sobre el tema. Pero está claro que me interesa saber todo lo que Inés me pueda contar de esa mujer, ya que la voy a tener que ver a mi pesar en más de una ocasión.

      Entramos en el salón.

      —Está a tu izquierda.

      Miro en la dirección que me indica. Al final del salón hay dos puertas correderas a medio abrir. Diviso a varias personas esperando de pie tras las sillas que rodean la mesa.

      Me detengo en el umbral del comedor junto a Inés.

      —Marian —el señor Carson requiere mi atención, — siéntate aquí, —me indica con la mirada una silla que está a su derecha y que a su vez está frente a Alan. El señor Carson se encuentra presidiendo la mesa. Camino despacio hacia el sitio que me ha indicado cuando oigo que entra alguien más en el comedor. Me da tiempo a ver como Inés se coloca a mi lado tras la silla contigua a la mía. Rose se sienta junto a Alan, a su lado hay una silla libre, en la siguiente está Antonio pero no veo a María.

      —Por fin, doctor Martin —oigo decir al señor Carson.

      El doctor Martin se acerca al señor Carson y se funden los dos en un afectuoso abrazo.

      —Viejo lobo, me tienes abandonado. Disculpa mi tardanza, pero unos asuntillos me han tenido ocupado más de la cuenta. Tenemos mucho de qué hablar, espero que aún te quede alguno de esos puritos que tanto me gustan —le propina unas buenas palmadas en la espalda del señor Carson.

      —Por supuesto, amigo. Pero permíteme que te presente a alguien —el señor Carson me dirige una mirada cargada de orgullo—. Doctor Martin, esta es Marian, mi mano derecha, una joven con sobrado talento y ambición, siempre claro está… sana ambición —ríen los dos—. Marian, este es el doctor Martin, mi gran amigo, confidente y el médico de la familia. Es el padre de Rose, ya tengo entendido que os habéis presentado.

      —Sí, —contesto arqueando una ceja a la vez que resoplo algo mosqueada—. Él me conoce bien, sabe de sobra que estoy molesta.

      El doctor gira la cabeza para mirarme.

      Me sorprende ver con qué profundidad mira a mis ojos y como con ellos recorre mi rostro.

      —Señorita —coge mi mano entre las suyas y deposita en ellas un escueto y rápido beso. Todo un caballero—. Es usted una mujer… tremendamente encantadora y bella. Tiene usted unos ojos y una mirada… cautivadora. Hija… tenga mucho cuidado con los hombres de estas tierras, les atrae lo diferente.

      —Lo tendré en cuenta, señor. Encantada de conocerle.

      ¿De qué me quiere advertir este hombre?

      —Bien, tomemos asiento —nos indica el anfitrión—. Ahora que estamos todos, podemos hablar en español, así Rose podrá practicar el idioma y como deferencia también a Marian.

      Es un detalle por su parte que le agradezco con la mirada.

      Al sentarme en la silla observo lo bien servida que está la mesa. Las copas son de finísimo cristal tallado, la cubertería deslumbra por su brillo y la vajilla es de lo más elegante. La mantelería es de hilo fino y los pequeños centros de mesa dan un toque especial de color, están compuestos por flores frescas.

      Me doy cuenta de que Inés no está a mi lado. El doctor Martin rodea la mesa para sentarse en la silla que está vacía no sin antes saludar a Antonio, después a Rose, que resulta ser su hija y por último a Alan.

      Hoy es un día especial para el señor Carson. Ha pedido a los Mendoza que se sienten con nosotros a comer y por supuesto también a cenar. Ha pasado más tiempo del que hubiera querido lejos de su familia y amigos y necesita sentirse rodeado de la gente que le quiere.

      Inés hace aparición con dos fuentes: una de verduras cocidas al vapor y otra con puré de patatas con pasas; las deja sobre la mesa. A continuación María aparece con una sopera. Inés toma asiento mientras su madre reparte la sopa empezando por el anfitrión.

      —Sopa fría de puerros y calabacín. Señor Carson, esta sopa es su favorita, no crea que se me ha olvidado.

      María cocina de maravilla, el capón asado estaba delicioso, hasta las verduras y nada que reprochar al puré de patatas con pasas. El postre espectacular. Nada menos que arroz con leche espolvoreado con canela. El señor Carson se ha pasado la comida alabando las buenas manos que tiene María para cocinar y lo mucho que ha echado de menos sus platos favoritos; entre ellos la sopa fría.

      Como típica española que soy, después de comer copiosamente… me entra una flojera…

      El primero en retirarse de la mesa es Alan, excusándose diciendo que tiene que realizar algunas llamadas; su padre le reprocha con cariño que no desconecte del agobiante trabajo y que disfrute de la compañía de los allí presentes. Pero él no cede y pide disculpas asegurando que pronto volverá de nuevo con nosotros.

      María e Inés comienzan a retirar los platos. Yo hago intención de ayudarlas cuando el señor Carson me coge por el codo reclamando mi atención.

      —Marian, estás aquí en calidad de invitada. No tienes que hacer nada.

      Acepto sin discutir.

      Rose me mira con desprecio, se levanta enfadada de la mesa y sale del comedor.

      No me ha quitado ojo durante la comida y a Alan tampoco.

      Ha sido divertido observar a los dos, Alan intentando no mirarme demasiado pero… era inevitable, yo estaba sentada justo enfrente de él. También he tenido que hacer un gran esfuerzo para no cruzar demasiadas veces mi mirada con la suya ¡qué porras! Si fuese otra persona la que estuviera al otro lado no haría ninguna interpretación, ni pondría excusas por mirarle.

      Durante la comida