Rosa Castilla Díaz-Maroto

El frágil aleteo de la inocencia


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      Es…, me cuesta hasta tragar saliva, endemoniadamente encantador, su cara lo dice todo… está encantado por no sé qué y a la vez… preocupado.

      —¿Estás bien?

      Observo como titubea. Sus manos se muestran nerviosas… es como si quisiera tocarme… como si quisiera coger mi cara entre sus manos y mirarme a los ojos aún más cerca.

      Bajo la mirada a mis manos.

      —Sí, estoy bien.

      ¿Por qué lo pregunta? ¿Acaso no lo parece?

      —Vamos Alan, nos tenemos que poner al día —dice la pelicobriza mientras se sitúa tras él.

      —Rose, debes de pedir disculpas a Marian.

      Levanto la mirada.

      —No tiene importancia.

      Él me mira con insistencia.

      —Sí que la tiene —sus palabras suenan tan rotundas que hasta la pelicobriza cambia de careto. Su mirada parece oscurecerse ante la tardanza de su amiga.

      —Te pido disculpas. Ya está, no perdamos más el tiempo.

      —Rose, esta es Marian. Es la persona de confianza de mi padre y su mano derecha y aunque no fuese así le debes respeto —su gesto se ha vuelto grave y su voz ronca y rotunda.

      ¡Jope!

      Hasta yo me he puesto firme y nada que decir de la pelicobriza, a la que se le ha quedado una cara de espanto.

      La pelicobriza no me dirige la mirada en ningún momento, no aparta la mirada de él, me ignora completamente. Pero el argumento que le ha dado Alan ha servido para que se digne a mirarme no sin desplegar irascible ironía a través de sus pupilas.

      Un ramalazo de odio asoma en sus ojos por unos instantes.

      —Marian, encantada de conocerte.

      ¡Falsa!

      —Lo mismo digo Rose.

      —Bien, ya hemos hecho las presentaciones. ¿Ahora podemos tomar una limonada antes de comer? Por cierto, hoy parece que vamos a comer tarde —dice Rose con cierta insolencia.

      —Rose, por favor, espérame en el porche —le pide con tajante insistencia a la pelicobriza a la vez que sus ojos se centran, más si cabe, en los míos.

      No aparta su mirada de mis ojos y eso me hace sentir “frágil” y no sé hacia dónde mirar porque está tan cerca de mí que me tapa cualquier vía de escape.

      Rose, viendo que no tiene nada que hacer, se dirige al porche de mala gana.

      —Lo siento —suspira agobiado mientras apoya una de sus manos en la cadera y la otra la lleva al rostro frontándose los párpados. Creo que no estás teniendo suerte con las féminas —dice.

      Brota de mis labios una sonrisa espontánea.

      —Ya lo creo, pero con María y con Inés sí.

      Él también consigue que se le escape una sonrisa.

      Sigue sonriendo. Aparta la mano del rostro y la coloca en la otra cadera que le queda libre.

      Rompemos a reír los dos sin saber el porqué. No me lo puedo creer, yo compartiendo un momento así con un hombre como él. Increíble pero cierto.

      —Me alegro de verte, Marian.

      Me quedo con cara de tonta y dejo de reír cuando oigo sus palabras.

      ¡¿Se alegra?!

      El rostro se me tensa y un escalofrío me recorre la espalda sorprendiéndome.

      —Le están esperando —le recuerdo con voz firme.

      Veo como se pone más serio y más tieso que una vela.

      —No tienes que dirigirte a mí de ese modo. No estamos trabajando. En este momento no te debes a la empresa. Trátame de tú a tú. Yo… así lo haré.

      —No sé si podré —le miro con cara de circunstancias e inmediatamente bajo la mirada.

      Su mano derecha hace intento de acercarse a mi rostro con timidez. Noto que me quedo sin resuello cuando sus dedos se colocan bajo mi mentón y me obliga a que le mire a los ojos. Me aguanta la barbilla.

      ¿Me toca?

      —Inténtalo —dice dando un paso más hacia mí e intimidándome con su cercanía. La firmeza de su mirada y de sus palabras me pone la piel de gallina y para colmo de mis males, él… se da cuenta.

      Asiento con la cabeza deseando que de una vez por todas me libere, pero continúa sin soltar mi barbilla. Su cara está muy cerca de la mía… sus labios entreabiertos me resultan sugerentes y apetecibles por un instante.

      Por fin me libera. Doy rápidamente un paso atrás escabulléndome de su persuasivo control.

      —Le vuelvo a recordar… que le están esperando, no quiero ser objeto de su tardanza —de inmediato, con paso firme, me dirijo a la escalera dejando a Alan a mi espalda.

      No me puedo creer que me sienta tentada, hay momentos en los que no me reconozco… ¿Qué me está pasando?

      —Marian.

      Me paro unos instantes al oír de nuevo mi nombre y le miro por encima de mi hombro. Es difícil que salga de mí tutearle.

      —Lo intentaré.

      Por fin me refugio en la habitación escogida con tanto cariño para mí. Trato de apaciguar mis nervios y el cabreo que siento después de ser arrollada sin contemplaciones por esa insolente pelicobriza.

      Me consuela saber que al menos a María y a Inés las caigo bien.

      Tomo asiento en el confortable sillón de mi cuarto, cierro los ojos y apoyo la cabeza en el respaldo intentando no pensar más de lo debido… pero es inútil.

      Alan.

      ¡Claro que no le intereso!

      Solo trata de ser amable y de alguna manera… quiere protegerme, es… tan solo eso y yo… quiero continuamente ver cosas donde no las hay.

      Me ahoga, me supera todo esto.

      Necesito un tiempo prudente de adaptación, no debo tirar la toalla antes de tiempo.

      No me apetece nada sentarme a la mesa con esa “Rose”.

      Esa mujer debe de ser una de las conquistas de Alan. Tiene toda la pinta de ser una de esas mujeres que se resiste a que un hombre las diga “no”. Y menos si en algún momento de sus vidas han tenido una historia aunque esa historia haya sido corta e insignificante para él. Puede que ella no pasara página o no quiera pasarla. Sigue enamorada de él y he de confesar… que no me extraña.

       CAPÍTULO 17

      —Marian.

      Me parece escuchar mi nombre en la lejanía.

      Abro los ojos y miro hacia la puerta.

      —Perdóname, he llamado antes… pero no me has oído.

      —No te preocupes Inés —le sonrío mientras me pongo en pie.

      —¿Te encuentras bien?

      —Por supuesto, ¿por qué lo preguntas? —le pregunto extrañada.

      —Rose.

      Camino hacia Inés con gesto de no estar entendiendo nada.

      —¿Qué pasa con Rose? —me encojo de hombros.

      —No la caes bien.

      Esbozo una sonrisa cómplice. Ella nos