Rosa Castilla Díaz-Maroto

El frágil aleteo de la inocencia


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pero llevan viviendo en Virginia desde niños. Inés nació aquí, en el rancho, hace dieciocho años. Mis queridos amigos son los culpables de que el rancho luzca espléndido con la ayuda inestimable de Edgar y Zas.

      Les miro a todos en silencio. Me abruma la atención que prestan sobre mí todos ellos. Necesito un respiro.

      María me mira muy atenta y tras pensar unos segundos abre los brazos en cruz y se acerca a mí para abrazarme. Cuando quiero darme cuenta estoy siendo abrazada por una desconocida que me suelta dos besos sonoros en ambas mejillas. Con timidez acerco mis manos a su espalda para abrazarla también.

      —Niña te he asustado —se separa de mí unos centímetros para mirarme a los ojos pero no me suelta— eres un orgullo para el señor Carson. Nos ha hablado maravillas de ti —sus entrañables ojos me tranquilizan, su forma de mirarme traen hacia mí el recuerdo de mi madre y ese pensamiento… me entristece.

      —Encantada de conocerla —murmuro.

      —Vamos niña —coge mi rostro entre sus manos— te he asustado y lo siento. Es solo… —baja la mirada al suelo— bueno… —parece estar alterada por mi presencia— es que me recordaste a alguien.

      Vuelve a mirarme a los ojos esta vez con cierta nostalgia.

      —María —la voz firme del señor Carson hace que María recobre la cordura. Acto seguido María se separa de mí.

      —Bueno, me imagino que están cansados del viaje, les vendrá bien un poco de limonada helada, hoy hace calor —dice entusiasmada María.

      De repente me veo ante una enorme escalera de mármol blanco flanqueada a ambos lados por unos elegantes y esbeltos balaustres de madera en color blanco también, unidos por un grueso pasamanos de madera de castaño, barnizado en su color.

      —Ya está preparada su habitación—dice Inés.

      —¿Me vas a tratar de usted? —le pregunto con cara de resignación.

      Sus labios muestran una tímida sonrisa.

      —Lo siento, es la costumbre, pero no te preocupes intentaré que no vuelva a suceder.

      Sus ojos marrones son vivos y rebosan alegría. Tiene el pelo largo y negro como su madre, lo lleva recogido en una coleta alta, sus rasgos son algo más suaves que los de sus padres. Su rostro es angelical y ese ligero rubor en sus mejillas lo hacen aún más. Es de constitución delgada y unos centímetros más alta que su madre.

      —Marian, como puedes ver estás en buenas manos —dice el señor Carson.

      Me vuelvo hacia él y le miro con dulzura.

      —Ya lo creo —muevo mi cabeza aceptando su observación.

      El señor Carson se encuentra flanqueado por el matrimonio. Los dos robustos hombres han desaparecido de mi vista.

      —Inés estaba impaciente por conocerte.

      Miro a Inés y sonrío. Me sorprende tanto el interés que muestran todos por mí que es difícil buscar las palabras apropiadas para agradecerles la bienvenida.

      —Me siento halagada. Espero que podamos tener una bonita amistad —digo mirándole a los ojos con ternura.

      Me sorprende todo tanto….

      —Jovencitas, continúen con lo que iban hacer.

      Las dos asentimos con la cabeza y comenzamos a ascender una al lado de la otra. La escalera gira hacia mi izquierda, las vistas del hall son espectaculares. Una elegante lámpara de forja con motivos florales cuelga desde el centro del tragaluz, la escalera la rodea y a su vez bordea el hall. Numerosas puertas blancas de cuarterones alargados aparecen ante mí al ascender el último escalón.

      Observo, por la decoración del distribuidor de la primera planta, que Cristina debió de ser una mujer de gusto sencillo y refinado. El tono tierra suave de las paredes y la madera de castaño del suelo le da una calidez especial a la casa. El toque de color lo dan las rosas repartidas en diferentes jarrones en distintas mesas de estilo colonial situadas estratégicamente entre las habitaciones.

      —Espero que la habitación que he elegido te guste.

      Me sorprende saber que ella misma se ha ocupado de elegir la habitación donde voy a dormir.

      —Vaya, ¿tú has elegido mi dormitorio? —le pregunto elevando las cejas sorprendida.

      —Sí, el señor Carson me lo pidió. Creo que es la más bonita.

      —Muchas gracias, Inés. Es todo un detalle.

      Miro a mi derecha y a mi izquierda, veo que la casa cuenta con al menos diez habitaciones.

      —¿Continuamos?

      —Claro.

      Me pregunto cuál será la habitación de Rachel y la de Alan.

      Nos dirigimos hacia la derecha. Entre puerta y puerta hay un gran espacio, las habitaciones deben de ser grandes. Nos detenemos en la tercera puerta. Inés la abre y me invita a pasar.

      —Mi padre subirá tu equipaje.

      Se me había olvidado por completo coger mi pequeña maleta.

       CAPÍTULO 15

      Luz, mucha luz.

      La luz del sol ilumina la habitación. Justo frente a mí, al fondo de la habitación, hay dos puertas grandes con dos hojas acristaladas, unos vaporosos visillos de color crudo las cubren dejando pasar la brillante e intensa luz del sol.

      Una cama con dosel, un precioso tocador con espejo y delante una silla con reposabrazos tapizada con un tejido oriental en tonos suaves. Un baúl muy antiguo a los pies de la cama. Junto a las puertas acristaladas que dan al exterior, un confortable sillón con reposapiés, tapizado también con un tejido parecido a la silla que está junto al tocador. Una cómoda con enormes cajones y un armario con motivos orientales completan el mobiliario. Todo ello en madera de nogal americano excepto el armario, la silla y la cómoda que se limitan a imitar el color y cuya madera no soy capaz de reconocer.

      La cama resulta muy confortable y grande. Está vestida con unos tejidos que a la vista parecen ser suaves y agradables e incluso su colorido, que pese a ser también de estilo oriental, no da sensación de recargado. Mullidos cojines la completan, dan ganas de tirarte en ella en plancha.

      —¿Te gusta? —me pregunta con cierto recelo.

      —Es preciosa —vuelvo la cabeza hacia ella, —gracias.

      —Espero que te encuentres cómoda en ella —me dice con timidez.

      —Claro que sí.

      —Aquella puerta —me indica a mi derecha. —es el baño.

      —Perfecto.

      —¿Querrás refrescarte un poco?

      —Seguro jovencita, pero primero tomarán una limonada bien fresquita que ha preparado tu madre. Nos esperan en el porche —la voz de Antonio suena a nuestras espaldas— ¿Dónde dejo el equipaje?

      —Por favor, no se preocupe… ya lo dejo yo. Muchas gracias.

      Me da tanto apuro que el hombre me suba el equipaje…

      —Señorita, no hay de qué. Estamos para esto.

      Sé que es su trabajo pero…

      Antonio es un hombre de constitución media, entrado en algunos kilos de más. Ojos redondos y pequeños de color negro, nariz pequeña pero ancha. Un abundante bigote puebla su labio superior, debe de tener unos cincuenta y tres años pero, pese a esa edad, no tiene prácticamente canas. Se le ve un hombre bonachón y sencillo.

      —De acuerdo, tomaré esa limonada. —Pongo la mejor