Rosa Castilla Díaz-Maroto

El frágil aleteo de la inocencia


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y me lanza una seria mirada.

      —Ya, hay un rinconcito en su corazón donde anida la tierra de su padre —sonrío mirándole a los ojos.

      —Sí señorita y que no se te olvide —me da unas palmaditas sobre mi mano derecha que descansa sobre el asiento. —Dentro de mí hay también un español.

      Nos sonreímos unos instantes cómplices de nuestras raíces.

      —Queda poco para llegar al rancho.

      —¿Cómo se llama el rancho? —pregunto.

      —Cristina.

      —¿Rancho Cristina? —vaya nombrecito para un rancho. Muy femenino diría yo.

      —Tal cual, es… tan hermoso como hermosa era Cristina —dice con profundo orgullo.

      —Estoy segura de que tiene que ser un lugar muy bello. Estoy deseando descubrir sus virtudes —le digo con emoción.

      Bryan se desvía de la vía principal por la 155 dirección a Charles City. Transcurridos unos cuatro kilómetros se vuelve a desviar por un camino de tierra que está situado a nuestra derecha. Pocos minutos después nos encontramos frente a una enorme verja de forja. En lo más alto de ella, una herradura dividida en dos, en una mitad pone Rancho y en la otra mitad Cristina. Alguien desde el interior del rancho ha accionado las puertas para darnos paso. Me imagino que tienen cámaras de vigilancia a la entrada, pero no me he percatado de ellas.

      No cabe duda de que el estado de Virginia es un bello lugar por sus extensos bosques, su vegetación, su fauna y su flora… Me ha hecho recordar a mi querida sierra de Madrid, sus tan apreciados bosques, sus riachuelos, sus valles, sus embalses, esas sendas que recorren la sierra llevándote hacia lugares y paisajes inimaginables, como inimaginable es su belleza.

      Suspiro.

      La añoranza me fustiga el corazón de tal manera que noto perfectamente cómo se encoge en mi interior produciendo dolor, un intenso dolor.

      Vuelven a mí los recuerdos de las acampadas con los amigos y las fiestas que nos hemos corrido por los distintos pueblos de la sierra madrileña.

      Late tan fuerte mi corazón al recordar… que llega a molestar.

      No quiero perderme detalle del rancho así que fijo mi atención en él. Árboles por doquier: castaños, robles, nogales y algún que otro árbol más que no puedo reconocer. La vegetación es exuberante, el agua hace acto de presencia a lo largo del camino, a ambos lados de él… Lagunas de diferentes tamaños salpican el terreno. Está claro que es un lugar rico en vegetación. Tras dos kilómetros más o menos comienza a abrirse el bosque y aparece un hermoso claro a ambos lados del camino. Ante mis ojos se extiende con majestuosa elegancia a ambos lados del camino una enorme pradera de un verdor intenso y brillante. La presencia de abundante agua en el rancho hace del lugar un paraíso. Finalmente alcanzo a ver al fondo del camino el tejado de una casa.

      Según nos vamos aproximando voy descubriendo lo grande y hermosa que es. De estilo sureño, muy parecida a las que aparecen en las películas donde los esclavos pasaban verdaderas penurias en las plantaciones de algodón. Noto como se me pone la piel de gallina solo de pensarlo, pero he de reconocer que me parece encantadora. Por lo que puedo observar, la casa es de reciente construcción con lo que siento un gran alivio. Solo de pensar que allí podían haber tenido esclavos en su época… me entran escalofríos.

      Delante de la vivienda hay una enorme rotonda ajardinada con una fuente. La fuente es una reproducción de la diosa Venus.

      —¿Qué te parece?

      La simple pregunta me saca de mi embobamiento.

      Vuelvo la cabeza hacia el señor Carson.

      —Es sin duda… impresionante. Sinceramente, permítame que le diga… alucino viendo todo lo que tantas veces he visto por televisión… nunca me imaginé que conocería este país y menos tan pronto. ¿Le parecerá infantil por mi parte que diga esto?

      —Desde luego que no—sonríe. Te entiendo perfectamente, yo he alucinado también con España, créeme. Tan diferente, con innumerables vestigios de siglos pasados… Nuestra historia es más reciente —frunce el ceño a la vez que me mira de reojo— la edad media tiene su encanto… y los romanos… ¿Ya me contarás?

      —Es cierto, hay un contraste enorme entre un país y otro.

      —Todo aquí es muy nuevo, nuestra historia es muy corta pero también es rica.

      —No lo dudo.

      Cuando me quiero dar cuenta Bryan ya se ha detenido frente a la puerta de la casa.

      Observo como las dos blancas y enormes hojas de la puerta principal de la casa se abren de par en par. Aparecen dos personas de rasgos latinos: un hombre y una mujer. Tras ellos dos, siguiéndoles, una jovencita también de rasgos latinos y dos hombres altos y robustos como robles. Los dos hombres son los típicos trabajadores fornidos y rudos que tantas veces he visto en las películas, clavaditos.

      —Ya hemos llegado —dice el señor Carson.

      La casa es espectacular por fuera. La construcción es de ladrillo rojo, los ventanales que hay a ambos lados de la puerta y también los de la segunda planta son enormes; la carpintería es blanca y están enmarcados con piedra del mismo color.

      Bryan abre la puerta del coche para que descienda del vehículo.

      —Gracias, Bryan —este asiente con la cabeza.

      El hombre de rasgos latinos se apresura abrir la puerta del coche para que el señor Carson haga lo mismo.

      Me da cierta vergüenza e inseguridad conocer a esa gente. Trato de hacerme la distraída cogiendo el bolso. Respiro hondo varias veces. Esas personas son por decirlo de alguna manera… son sus sirvientes y yo… no sé si me voy a sentir cómoda como invitada… eso de que me sirvan… no estoy acostumbrada.

      Al ver que tardo en incorporarme al grupo que con tanto ánimo y alegría se saludan, el señor Carson rodea el vehículo y se acerca a mí.

      —Vamos, Marian hay alguien que tiene muchas ganas de conocerte —me dice con gran entusiasmo.

      ¿De conocerme? ¿A mí? ¿Quién va a querer conocerme con tantas ganas?

      Me ofrece su brazo y yo como una tonta avergonzada me cuelgo de él. Me encuentro delante de las cinco personas que tantas ganas tienen de conocerme…

      —¡Virgen santa! —grita la mujer.

      Yo me quedo de piedra con los ojos como platos.

      La mujer tapa con ambas manos su boca ahogando el grito. El hombre, supuestamente su marido levanta la cabeza para mirar al cielo y la jovencita, porque es bastante más joven que yo, me mira con curiosidad y los dos hombres fornidos miran al suelo.

      No entiendo su reacción, no dejo de mirarles mientras flipo en colores.

      —María, vamos mujer, ni que hubieras visto un fantasma.

      —Perdóneme, señor—dice esta con acento mexicano. La mujer es un manojo de nervios.

      —Marian. Quiero que conozcas a estas grandísimas personas.

      Yo intento dibujar una sonrisa en mi boca pero me es casi imposible. Me siento extraña, incómoda y con unas ganas enormes de salir corriendo de allí y volver en el primer avión disponible a Madrid…

      María es una mujer de unos cincuenta años, mide no más de uno sesenta, su pelo es negro y sus vivaces ojos son de color marrón. Su cantarina sonrisa es de una mujer feliz y risueña.

      —Marian, como puedes ver esta es la familia de la que te he hablado. Esta es María —se acerca a ella y le rodea los hombros con el brazo izquierdo— y este es Antonio —lo rodea también con el brazo libre— y esta jovencita —le toca el hombro con la mano izquierda— es Inés.

      El